sábado, 24 de diciembre de 2016

SI DIOS NO EXISTE, NO TODO ESTÁ PERMITIDO

Se llega a la filosofía por un camino que tiene algo de táctil en su temporalidad. Hay algo en nuestro presente que nos toca, hay una urgencia por pensar lo que nos toca, lo que nos golpea, lo que vibra en nosotros hoy. No hay filosofía si no hay una pregunta urgente, una pregunta que quema la piel. Pero tampoco hay filosofía sin demora. Pensar es demorarse, es romper cierta temporalidad compartida del hoy.

Al comienzo de “El Banquete” de Platón, Aristodemo y Sócrates se encuentran en la calle y van a la casa de Agatón para celebrar este famoso banquete.

“Entonces Sócrates, concentrando de alguna manera el pensamiento en sí mismo, se quedó rezagado durante el camino.”

Filosofar es, ya desde la época de Sócrates, quedarse rezagado respecto al presente. Y aún más necesaria es esa demora en el presente nuestro, que no hace otra cosa sino demandarnos habitar el ritmo de las soluciones. Sobre todo cuando el presente se constituye como maquinaria de medición de resultados y como cálculo de eficiencias y planes de desarrollo, debemos reafirmar a la filosofía como actividad inútil, atrasada y marginal.



Los filósofos estamos comprometidos con el presente, pero no como nos mandan que lo estemos. Nuestro presente es denso, está cargado de historia, nuestro amor al saber es un amor improductivo. Pero tiene efectos en el presente, toda vez que permita dislocar la temporalidad que se nos impone.

Entonces ¿Cuál es hoy el problema que nos toca? ¿Cuál es hoy la pregunta urgente? ¿Aquella sobre la que debemos demorarnos?

Tiene que ver con el papel que le cabe a la filosofía y a toda actividad de creación. En un mundo sin fundamentos absolutos. ¿Cuál es el lugar desde el que damos valor a nuestros actos?

Retomo entonces el título de esta exposición. “Si Dios no existe, entonces no todo está permitido.” Es por supuesto, una reformulación de la famosa frase de Dostoievsky y parte desde una certeza que no me interesa discutir: no vamos a hablar sobre la existencia o la inexistencia de Dios.

Partimos desde la orfandad. Estar sin Dios, es estar perdido, sin norte, sin fundamento desde el cual actuar. Escuchemos brevemente las palabras de (San) Agustín de Hipona en sus Confesiones.

“Yo me aparté de ti y anduve perdido, Dios mío. En mi juventud anduve errante, muy lejos de tu camino estable y me convertí a mí mismo en tierra baldía.”

Conocemos la historia de San Agustín: es una historia con final feliz, de pérdida y reencuentro, de andar errante para volver nuevamente al redil, a la tranquilidad del camino estable.



Pero si Dios no existe, como dice Dostoievsky, entonces no hay vuelta posible a ese camino estable, ya no sabemos si estamos perdidos o no, hay errancia infinita y todo está permitido.

Escuchemos la frase de Dostoievsky completa: “Si Dios no existe, todo está permitido y si todo está permitido, la vida es imposible”.

Sabemos ya que la vida no es imposible sin fundamentos absolutos, en todo caso puede ser bastante más complicada, pero las oportunidades para crear nuevos mundos y nuevas formas de vida están abiertas como nunca antes. Y sin embargo, parece que estamos entrampados como en ningún otro momento, parece que vivimos en un mundo en el que poco podemos hacer y en el que no podemos creer en el valor de nuestra acción.

Por eso quiero reformular la primera pregunta, la pregunta por el valor de nuestros actos y plantear más bien esta otra ¿Cuáles son los mecanismos por los que la creación queda obturada? Si ya no hay una trascendencia que nos limite ¿Qué es lo que hoy nos limita?

Los nostálgicos de los fundamentos absolutos y los grandes relatos tranquilizadores le echan la culpa a quienes denominan “pensadores posmodernos”, empezando por el abuelo de la criatura, Don Friedrich Nietzsche y llegando unos cien años después hasta Gilles Deleuze.

¿Cuál habría sido el pecado de los filósofos posmodernos de acuerdo a esta lectura? Al negar o al 
combatir una verdad absoluta, un fundamento último, eso que antes llamamos Dios, no hay nada que valga más que otra cosa y entonces todo queda relativizado.

¿Y cuál es el problema del relativismo? Que es una posición conservadora, porque si todo vale lo mismo, no hay motivos por los cuales transformar, luchar, crear, hacer. Es decir, no hay un valor en el cambio, mejor que todo siga como está y si hay una transformación, que sea superficial, porque la misma idea de cambio profundo o radical estaría invalidada.

El mundo en el que solamente son posibles, pensables y deseables los cambios superficiales es el mundo del capital contemporáneo y por eso muchos acusan a estos pensadores de ser funcionales al statu quo actual.

Los que hacen esta lectura sobre los mal llamados filósofos posmodernos tienen dos inconvenientes. El primero es que no leyeron a los filósofos que critican. Quiero decir, realmente quien piensa que Nietzsche o Deleuze habilitan y promueven un relativismo canchero y falto de compromiso, nunca abordaron sus obras.

Pero eso es lo de menos, no tenemos que desplegar acá la actitud profesoril: “leyeron mal acá, ¿ven? Si hubieran leído correctamente lo que el autor quiso decir…” Ese es un problema menor, un problema para los sacerdotes del sentido originario. Lo que importa no es el origen, el error respecto al origen, sino el efecto de esas lecturas y el efecto es la neutralización de la potencia disruptiva que tienen las propuestas de Nietzsche y de Deleuze.

Lo que me preocupa de esas lecturas es que nos invitan a pensar en un binomio excluyente: o hay un fundamento absoluto y otorgamos valor al mundo a partir de él, o ya nada vale la pena y nos abandonamos a una afirmación banal del presente, a una simple administración de la repetición, a una eficiente utilización de cierta creatividad al servicio del mercado.



Una forma bastante simple de reconocer la tontería es esta manera que tiene de presentarse proponiendo un binomio excluyente: o Dios o el caos absoluto, o la Verdad o la banalidad. La vida sin embargo suele ser bastante más compleja, más rica, plena de matices, la vida no es tonta, sino nosotros cuando intentamos pensarla con esquemas fáciles que siempre le quedan chica.

Por eso tenemos que ser pacientes en nuestra intensidad, demorarnos en este ser tocados por la vida, tenemos que practicar la generosidad de transitar los caminos que nos saquen tanto de la pobreza del dogmatismo como de la pobreza de la banalidad.

Entremos entonces en la obra de Nietzsche con este problema en la mano: En otros tiempos era la moral la que impedía la creación. Pero si Dios ha muerto, si ya no hay una verdad que mande de modo absoluto ¿Qué es lo que impide ahora la creación?

Esto es lo que Nietzsche trata de pensar una y otra vez en la primera parte de la que quizás sea su obra principal: “Así habló Zaratustra”.

Quiero compartir con ustedes algunos fragmentos de la sección titulada “Del árbol de la montaña”. Allí Zaratustra dramatiza justamente este problema que acabamos de plantear. Tenemos a un joven que ha podido escaparse del rebaño y de la moral establecida por los buenos y los santos.  Al que tiene esta fortaleza Nietzsche lo llama “noble”:

“El noble quiere crear cosas nuevas y una nueva virtud. El bueno quiere las cosas viejas, y que se conserven. Pero el peligro del noble no es que se vuelva bueno, sino insolente, burlón, destructor.”

Evidentemente este joven tuvo la fortaleza de alejarse de la moral del rebaño, pero no la suficiente para ser un creador. Sigue Zaratustra:

“Ay, yo he conocido nobles que perdieron su más alta esperanza. Y desde entonces calumniaron todas las esperanzas elevadas. Desde entonces han vivido insolentemente en medio de breves placeres, y apenas se trazaron metas de más de un día.”

¿Les suena? Ya no creo en ninguna moral, pero tampoco soy capaz de crear perspectivas nuevas sobre el mundo, entonces me dedico a despreciar a los que sí lo intentan. Estoy siempre “de vuelta” ¿Para qué te vas a comprometer si nada tiene sentido? Eso es lo que dice el que no quiere tomarse el trabajo de comprometerse, porque no le dan las fuerzas.

¿Y para qué sí le alcanzan las fuerzas? Para breves placeres, para metas de no más de un día. Esta es la figura que Zaratustra llama el “libertino”. Se dedica a administrar sus placeres.

Y creo que es una figura mucho más cercana a nosotros que la figura del santo, del que sostiene una moral absoluta. Ese no es ya nuestro problema, la figura que triunfa hoy en día es la figura del que descree de su propia capacidad de transformación. Así transforma su fuerza creadora en fuerza reactiva, se transforma en un agente de la pobreza, en un conservador de la nada. Y arruina no solamente su potencia sino la de los otros. 

Esta actitud es, en palabras de Nietzsche:

“para todos los que están llenos de fuerza y creatividad, un obstáculo; para todos los dubitativos y extraviados, un laberinto; para todos los desfallecidos, un terreno pantanoso; para todos los que corren detrás de metas elevadas, un grillete atado al pie; para todos los gérmenes recién nacidos, una niebla venenosa.”

Esta cita es de la primera Consideración intempestiva de Nietzche. Es decir de un pensamiento que va contra el presente, que es inactual, que va contra sus contemporáneos.

Nietzsche entiende que bajo la máscara del odio al fanatismo y a la intolerancia (es decir, bajo la máscara de lo políticamente correcto, del liberalismo), se intenta paralizar todo movimiento fresco, poderoso y realmente creador.

En esta Consideración intempestiva Nietzsche acuña el término “cultifilisteo”, es decir, quien hace de la cultura un comercio, un negocio.

El cultifilisteo puede entretenerse con el arte y la filosofía, inclusive experimentar un poco, mientras ninguna consecuencia se entrometa con la vida seria (es decir: su familia, sus negocios, su profesión), la separación es estricta, divertimento por un lado, seriedad por el otro.

"¡Pobre del arte que comience a tomarse en serio a sí mismo y plantee exigencias que atenten contra los sueldos, los negocios y los hábitos del filisteo, es decir, que atenten, en consecuencia, contra lo que para él es lo serio!  El filisteo aparta sus ojos de semejante arte como si estuviera viendo algo obsceno, y con el ademán propio de un guardián de la castidad advierte a toda virtud necesitada de amparo que ni siquiera se le ocurra mirar.”



Tenemos la piel impermeabilizada cuando el arte, la cultura, la filosofía, son simplemente un entretenimiento para un sábado a la noche.

Volvamos entonces a nuestra pregunta urgente: ¿por qué esta figura es la que hoy triunfa? ¿Por qué nuestra fuerza creadora, nuestra vitalidad, nuestra corporalidad, queda neutraliza, reducida a divertimento? ¿Por qué nuestra cultura queda reducida a banalidad, es decir desvitalizada?

Nietzsche da una respuesta compleja, no se trata de un solo factor. Pero hay dos aspectos centrales que subraya: una vez que ha muerto Dios la vida queda capturada por el Estado y por el mercado.

¿Cuál es la concepción que Nietzsche tiene del Estado en “Así habló Zaratustra?

“Estado se llama al más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: “Yo, el Estado, soy el pueblo”.”

Nietzsche es conocido por su crítica a la moral del rebaño, a la moral del pueblo, pero pocos son los que tienen en cuenta que para él es mucho peor la forma Estado que la forma Pueblo.
El pueblo por lo menos tiene una fe, tiene un amor, tiene un fundamento, sigue a su Dios, ese Dios es su creación.

El problema del Estado es que no permite ninguna verdadera creación, no se trata más que de “aniquiladores” que ponen trampas, en lugar de mantenernos unidos bajo una fe, el Estado se mantiene mediante el poder represivo y pequeños placeres que nos proporciona. Hay enemistad manifiesta entre pueblo y Estado, porque hay una singularidad en cada pueblo, en su lengua, en sus costumbres, en sus derechos.

“Pero el Estado miente en todas las lenguas del bien y del mal; y diga lo que diga, miente –y posea lo que posea, lo ha robado.”

¿Por qué afirmó Nietzsche que el Estado es un “monstruo frío”? Porque no tiene el calor de la creación colectiva que tiene el pueblo, pero tampoco ninguna otra, si es frío es que está muerto, es simplemente una gran máquina, un Leviatán, un gigantesco monstruo administrativo y represivo.

¿Y entonces, cómo obtiene algo de legitimidad? Bueno, pone a los creadores a su servicio.
Acá encuentra Zaratustra el gran peligro del Estado, que se transforma en nuevo ídolo para los que ya perdieron a su dios y que organiza su propia mitología. Para eso utiliza a los nobles, a los creadores. Recordemos al creador Wagner, al amigo de Nietzsche, utilizado por el Estado prusiano, absorbido por la corte estatal. El Estado entonces funciona tomando su fuerza y legitimidad de creadores que le sirven para tener un apoyo masivo. Y Zaratustra le habla a esos valientes, para que no pongan sus fuerzas al servicio del Estado.

“Todo quiere dároslo a vosotros el nuevo ídolo, si vosotros lo adoráis: por ello se compra el brillo de vuestra virtud y la mirada de vuestros ojos orgullosos. ¡Quiere que vosotros le sirváis de cebo para pescar a los demasiados!”

¿Qué es lo que aconseja Zaratustra al creador? Huir del Estado y de sus engañosas trampas. El Estado adula, compra y manipula a los creadores para sus propios intereses.

Bien. Terminada la sección sobre el Estado en “Así habló Zaratustra”, damos vuelta la página, ¿con qué nos encontramos? La siguiente sección se titula “De las moscas del mercado”

Inmediatamente después de la captura del Estado, aparece la captura del mercado. Y esto por supuesto no es casual. Nietzsche sabe muy bien que Estado y mercado comparten muchas características, en particular su falta de vitalidad propia.

Sabemos además que el Estado moderno, que es al que se refiere Nietzsche, es una producción política del capitalismo. Digo esto, sin tener tiempo acá para desarrollarlo, pero Estado y Mercado no están necesariamente enemigos en un antagonismo, como muchos sostienen, sino que se potencian mutuamente, es así desde el origen del Estado moderno y sigue siendo así en tiempos de neoliberalismo. El Estado tomado por el mercado no desaparece como Estado, en el neoliberalismo no asistimos tanto a una desregulación como a una sobreregulación.

Pero volvamos a Nietzsche. El mercado es un lugar ensordecedor, es el lugar del aturdimiento (de la publicidad, de los falsos discursos, del continuo tintineo de las mercancías), no se puede estar silencioso y atento, no está permitido demorarse.

“Donde la soledad acaba, allí comienza el mercado; y donde el mercado comienza, allí comienzan también el ruido de los grandes comediantes y el zumbido de las moscas venenosas.”






¿Quiénes son estos “grandes comediantes” del mercado? Son los que “imponen tendencia” o promocionan una u otra cosa, los que hacen que algo valga o deje de valer. El problema para Nietzsche es que al mismo tiempo que las mayorías que participan del mercado admiran a estos grandes comediantes, no pueden comprender lo realmente creador, una sensibilidad atrofia a la otra.

“En torno a los inventores de nuevos valores gira el mundo: -gira de modo invisible. Sin embargo, en torno a los comediantes giran el pueblo y la fama: así marcha el mundo.”

Huérfanos de un sentido absoluto, quedamos presos de lo que nos indican los comediantes.
Toda la filosofía nietzscheana puede leerse como una teoría del valor. Está claro que no hay un valor intrínseco, un fundamento, un Dios. Esto el mercado lo sabe muy bien, por eso puede vendernos cualquier cosa. No hay nada que esté desvalorizado absolutamente. Pero ¿Cómo se imponen determinados valores en el mercado? Con la inestimable ayuda de estos grandes comediantes.

Nietzsche acuña una preciosa palabra para nombrar a aquellos que nos guían en el mercado, aquellos periodistas, hombres de la cultura, filósofos, artistas, neurocientíficos que nos indican cómo vivir, qué comprar, cómo ser felices dentro del mercado, los llama “bufones solemnes”.

“Lleno de bufones solemnes está el mercado -¡y el pueblo se gloria de sus grandes hombres! Estos son para él los señores del momento. Pero la hora los apremia: así ellos te apremian a ti. También de ti quieren ellos un sí o un no.”

Nuevamente, la advertencia es para el creador, que puede convertirse en uno de estos grandes hombres, que puede venderse a las fuerzas del mercado y “orientar” al pueblo respecto a lo que debe valorar/elegir/comprar. Pero el creador no quiere valorar un sí o no para guiar a los que no se atreven a valorar por sí mismos, quiere tomarse el tiempo para ver lo que algo vale desde su profundidad.

Esta es entonces la lección nietzscheana: no hay que transformarse en un sacerdote del mercado, no hay que quitarle a nadie su sí y su no, porque decir sí o decir no es lo que hace la vida, y cuando un sacerdote consigue a sus seguidores son ambos los que se arruinan.

Podríamos decir también “no hay que desear por otro”, cada uno tiene que construir y llegar a conocer sus propios deseos. Y eso sucede justamente con un sí o con un no, es decir alejados de cualquier relativismo, alejados de cualquier falta de compromiso, de cualquier banalización de lo que nos toca de forma urgente.

El relativismo, la banalización y la falta de compromiso son las armas con las que quienes podrían haber creado una nueva perspectiva, se consuelan a sí mismos y arruinan a los demás. De ese modo terminan siendo un eslabón de reproducción de lo que ya está o vendiéndose al mejor postor porque afirma que no se puede hacer otra cosa. 

Para salir de esa división excluyente: o creo en algo absolutamente o no creo en nada, hay que recorrer el camino de la propia creación. Es el camino más difícil, pero a la vez el más vital. ¿Y cómo se empieza? Hay que cortar con los circuitos ya conocidos, sobre todo los mercantilizados, encontrarse con otros, transitar nuevos espacios, habitar el propio desierto, crear una nueva forma de valor que no se transforme en una tiranía para los demás. Ese es el desafío.

Volvamos entonces a las advertencias de Zaratustra: hay que huir del Estado y del mercado para que nuestra vida no quede capturada. Nuestra creación no puede circunscribirse a esos ámbitos. Tenemos que encontrarnos en otros lugares y crear nuevas mediaciones y nuevos vínculos.

El último libro que escribe Gilles Deleuze junto con Félix Guattari, en el año 1991, pocos años antes de morir, se llama ¿Qué es la filosofía? Estamos en plena época del triunfo del neoliberalismo y el prólogo del libro está atravesado por esa batalla.



Deleuze define a la filosofía como la disciplina de la creación de conceptos. ¿Qué hace la filosofía? Crea, y ¿qué crea? nuevos conceptos con los que pensar los problemas que nos tocan. Pero resulta, problema nietzscheano, que esa creación queda capturada.

“Se llegó al colmo de la vergüenza cuando la informática, la mercadotecnia, el diseño, la publicidad, todas las disciplinas de la comunicación se apoderaron de la propia palabra concepto, y dijeron: ¡es asunto nuestro, somos nosotros los creativos, nosotros somos los conceptores! Somos nosotros los amigos del concepto, lo metemos dentro de nuestros ordenadores. Información y creatividad, concepto y empresa.”

Deleuze está belicoso, porque lo que triunfó con el neoliberalismo es el marketing, es la “creatividad” al servicio del mercado y la administración de la vida.

“Ciertamente, resulta doloroso enterarse de que “Concepto” designa una sociedad de servicios y de ingeniería informática. Pero cuanto más se enfrenta la filosofía a unos rivales insolentes y bobos, cuanto más se encuentra con ellos en su propio seno, más animosa se siente para cumplir la tarea, crear conceptos, que son aerolitos más que mercancías.”

¿Se dan cuenta por qué decía que la filosofía de Nietzsche o la filosofía de Deleuze no habilitan para nada un relativismo cínico y conservador? Una y otra vez se detienen a denunciar política y conceptualmente las formas en que la vida liberada de la moral absoluta, la vida liberada del Dios eterno, queda neutralizada, reconducida, utilizada para que circulen cómodamente identidades y  mercancías. Y así toda la potencia disruptiva de lo que nos atraviesa, se transforma en un desierto.
Recordemos el final de la cita de San Agustín: “y me convertí a mí mismo en tierra baldía.”

Pero no nos engañamos con estas palabras: “me convertí a mí mismo en tierra baldía.” Nunca se trata de un acto puramente individual, nos convertimos unos a otros en tierra baldía o nos revitalizamos unos a otros cuando nos encontramos.

Esta es otra mala lectura que suele hacerse de Nietzsche. Se suele pensar que propone una salida individual. Nada más errado. Si Nietzsche nos invita a retirarnos del rebaño es porque el rebaño es el lugar de la repetición, es el lugar en el que nos convertimos unos a otros en tierra baldía.

Nuevamente, se trata de romper con los binomios excluyentes: no se trata de estar solos o estar con los otros, sino de cómo se articulan los encuentros con los otros y con nosotros mismos. ¿Qué es lo que buscamos y lo que encontramos cuando estamos juntos?

Se trata de poder construir otro tipo de comunidad, se trata de llegar a otra forma de ser-en-común.

 En la sección de “Así habló Zaratustra” titulada “Del amor al prójimo” leemos lo siguiente:

“Vosotros os apretujáis alrededor del prójimo y tenéis hermosas palabras para expresar ese vuestro apretujaros. Pero yo os digo: vuestro amor al prójimo es vuestro mal amor a vosotros mismos.”

La figura del prójimo es la figura del espejo de nosotros mismos. Es el que va a confirmar nuestra identidad. Nos acercamos al otro como prójimo porque tenemos miedo de nosotros mismos, porque hay algo en nosotros que quiere seguir siendo tierra baldía.

Dice Zaratustra: “¿Os aconsejo yo amor al prójimo? ¡Prefiero aconsejaros la huida del prójimo y el amor al lejano! Más elevado que el amor al prójimo es el amor al lejano y al venidero; más elevado que el amor a los hombres es el amor a las cosas y a los fantasmas. Ese fantasma que corre delante de ti, hermano mío, es más bello que tú; ¿por qué no le das tu carne y tus huesos? Pero tú tienes miedo y corres hacia tu prójimo.”

Se trata de poder ser generoso con el extraño, con el lejano, con el enemigo. Pero ese extraño no es simplemente otro individuo, sino que lo extraño está también en nosotros.

Repito estas preciosas palabras: “Ese fantasma que corre delante de ti, hermano mío, es más bello que tú; ¿por qué no le das tu carne y tus huesos? Pero tú tienes miedo y corres hacia tu prójimo.”

Amar al hombre en tanto prójimo es afirmar lo que somos, aplacar la transformación, volver a encontrar nuestra identidad. ¿Qué es lo que Zaratustra ama en el hombre? Ama su posibilidad de transformación, ese fantasma, esa virtualidad que puede encarnarse si le damos carnadura, si encuentra una tierra fértil. Y esa tierra fértil son los otros. Y no solamente los otros hombres, son los otros animales, son los otros vivientes que ya nos habitan, sólo hay que aguzar el oído.

¿Pero cómo podemos aguzar el oído para lo extraño si estamos en el medio del barullo del mercado? ¿Pero cómo podemos aguzar el oído para lo nuevo si nos dejamos seducir por el canto de los honores del aparato de Estado? ¿Pero cómo podemos ser generosos con las búsquedas propias y ajenas si no podemos demorarnos, si tenemos que cumplir con cánones de producción y eficiencia? ¿Cómo podemos volver a producir una cultura que esté viva, que nos haga temblar, que nos haga pensar nuevamente?

Nietzsche no propone una creación que sea puro capricho individual, sino escucha y recepción de lo que ya se está produciendo en mí, de lo que ya se está produciendo en nosotros.

Si la creación implica recepción, entonces no se trata de una creación entendida como “lo que a mí se me ocurre”, sino entendida como “lo que en mí ocurre”, en la que la posición del yo tiene que saber obedecer una voz que manda en un nuevo lenguaje. Pero no podemos entender un nuevo lenguaje si repetimos siempre la misma cantinela de la comunicación.

Es más importante aprender a escuchar que imponer la supuesta libertad de un yo del mercado que no sabe lo que su cuerpo le está diciendo.
El trabajo mismo de la escucha, paciente y comprometido con el cuerpo y con lo vivo, será el que cree en todo caso una nueva forma de libertad que es una obediencia de otro tipo.

Obedecer es interpretar, en este sentido “crear” es crear algo que, de algún modo, ya está allí. No es una creación desde la nada, desde el capricho. Es lo que hace cualquier buen artista, crea un lenguaje, un estilo, una sintaxis desde los materiales con los que trabaja (su cuerpo, su tela, su época).

Así le dice Zaratustra a los guerreros: “Tú debes” le suena a un buen guerrero más agradable que “yo quiero”. Y a todo lo que os es amado debéis dejarle que primero os mande.”

Hay que ser muy generoso y hay que poder demorarse en una nueva escucha para encontrar aquello que nos manda.

Entonces, no “vale todo lo mismo” luego de la muerte de Dios. Desde la voluntad de poder, desde la vida siempre hay algo que se impone, no hay paridad de valores, hay creación en relación a un existente, a una corriente que nos arrastra, a una necesidad que se impone.

Esa necesidad no es uniformidad, sino pluralidad, exploración de mundos desconocidos.

“Mil senderos existen que aún no han sido nunca recorridos: mil formas de salud y mil ocultas islas de la vida. Inagotados y no descubiertos continúan siendo siempre para mí el hombre y la tierra del hombre.” ¡Vigilad y escuchad, solitarios! Del futuro llegan vientos con secretos aleteos; y a oídos delicados se dirige la buena nueva.” 

Seamos entonces esos oídos delicados. Seamos entonces ese estremecimiento en el encuentro con los otros, seamos entonces esa generosidad que rompe con el cálculo y con las leyes del mercado, antes de que nuestros oídos y nuestros corazones queden definitivamente atrofiados.




*Texto leído en La noche de la Filosofía 2016, Centro Cultural Kirchner.

1 comentario:

Carina di santo dijo...

Ideas expresadas generosamente, para que todos comprendamos. Aún los que no conocemos, ni manejamos estos temas. Muy revelador en algunos aspectos!!! Lo leí con profunda avidez.