Hay criaturas que ejercen un magnetismo especial en nosotros. Criaturas que parecen habitar mundos fabulosos y desconocidos. Extrañas formas de vida que nos invitan a replantear nuestra existencia, que desapropian las identidades en las que nos reconocemos y las esencias que nos vertebran. En este sentido, la pregunta ‘¿cómo será aquella vida tan distinta a la nuestra?’ no hace más que evidenciar un anhelo de vivenciar otra experiencia, aunque más no sea en el mundo de la fantasía. Pero no es sino hasta el momento en que ese interrogante se formula en primera persona, que puede cobrar relevancia, porque la experiencia singular es la que ansía esa experiencia de otro habitar. Un famoso cuento de Julio Cortázar explora el encuentro y la transformación de un hombre en una extraña criatura anfibia, conocida como “axolotl”. La relación que entabla el protagonista y narrador de la historia implica, para comenzar, una extraña forma de identificación, lo cual es casi paradójico porque la identidad y la extrañeza parecen rechazarse mutuamente. Sin embargo es lo que se evidencia luego de los primeros encuentros con los axolotl: “desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos.”[1] No hay que dejar de subrayar entonces el carácter paradójico de esta vinculación en la que lo perdido está presente y la distancia puede seguir uniendo. Sin embargo, debemos preguntarnos en todo caso ¿qué es lo que está perdido, qué es lo que ha quedado distante? Hemos hablado de una experiencia diferente, de una forma de vida ajena. Algo de este orden ocurre con estos seres anfibios, con estos habitantes de dos mundos. Y un signo de ello tiene que ver con su mirada. “Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar.”[2] Esa otra vida, que a la vez guarda un cierto grado de familiaridad, la podemos quizás pensar respecto a la animalidad que habita en todo hombre. Pero sin embargo, el protagonista afirma desde su sensibilidad que los axolotl “no eran animales”[3], subrayando de esta manera una familiaridad inversa, no ya la del hombre con el animal, sino la del animal con el hombre. En el juego de transformación que el cuento de Cortázar plantea, no asistimos simplemente a un devenir-animal del hombre, sino a la vez, a una humanización del animal, en la que los límites entre ambos se indistinguen y comienza a cobrar más importancia el “entre” de lo que sucede entre ellos que el resultado acabado de la transformación.
Esta lectura nos
acerca a los escritos de Jacques Derrida, quien en reiteradas ocasiones trabajó
sobre lo que sucede “entre” el hombre y el animal como modo de deconstrucción
del humanismo. En su seminario La bestia
y el soberano o en obras como El
animal que luego estoy si(gui)endo la mirada del animal desapropia al
hombre de su lugar privilegiado: “quién soy en el momento en que, sorprendido
desnudo, en silencio, por la mirada de un animal, por ejemplo, los ojos de un
gato, tengo dificultad, sí, dificultad en superar una incomodidad.”[4] La desnudez sería condición exclusiva de la humanidad, un animal nunca estaría desnudo pues jamás se viste, los hombres somos los únicos que escondemos nuestro cuerpo –nuestro sexo- con la vestimenta. Se suele creer que lo propio de los animales es estar desnudos sin saberlo y que no conocen el pudor. Se cree también que lo propio del hombre es tener la posibilidad de querer estar desnudo, de hacer o dejarse hacer algo a partir del pudor de la desnudez. Pero lo que hay aquí, afirma Derrida, es un intento más de definir lo que sería lo propio del hombre. El protagonista del cuento de Cortázar también siente una incomodidad frente a la mirada de los axolotl, pero no tiene que ver con la desnudez, al menos no con la desnudez en su sentido primario, sino en todo caso con un dejar al desnudo el miedo y la fascinación por esa otra forma de vida. Algo misterioso y enigmático que estaría inscripto en su estado larval. “Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma.” [5]
Efectivamente algo “larvado” es algo disfrazado o enmascarado, la larva esconde
lo que vendrá más adelante en el desarrollo madurativo del animal. Algo
escondido, aún una existencia a medias, fantasmática o espectral, larva puede ser traducido del latín como
“fantasma”. Tal como Derrida lo hubiera conceptualizado ni-vivo, ni-muerto,
indecidible en su pertenencia a dos mundos, acechante como un espectro en su
existencia anfibia.
Sin
embargo, la figura a la que me quiero dirigir, todavía no ha aparecido más que
de forma embrionaria. Porque este trabajo no pretende ser una exégesis del
cuento de Cortázar desde una perspectiva derridiana. La intención es poner en
tensión algunos conceptos que nos permitan pensar a la infancia y el juego. Con
esa finalidad, el axolotl puede fungir como una figura para desplegar algunas
singularidades de la experiencia y la vida infantil. Para tender este puente,
haré referencia especialmente a un pequeño artículo publicado por Giorgio
Agamben en 1996, titulado Per una
filosofía dell’infanzia. Efectivamente, el texto comienza con la
descripción del axolotl, como una criatura de apariencia infantil pero
perfectamente capaz de reproducirse. Es decir, una criatura que conserva, como
afirmaba el cuento de Cortázar, características larvales, pero sin embargo no
continúa su desarrollo y adquiere “tempranamente” su capacidad reproductiva. En
este sentido, el axolotl es uno de los casos de paedomorphosis o neotenia,
es decir que permanece como una especie de características infantiles.
Este
particular “infantilismo” invita a Giorgio Agamben a pensar en términos que ha
trabajado en diversos escritos, centrados en la “potencia de no”. Basándose en
una lectura original de la teoría del acto y la potencia aristotélicos, Agamben
se ha permitido pensar la suspensión de la potencia, esto es, la no realización
de lo que la potencia promete o posibilita: el acto. Lejos de ser una simple
impotencia, la potencia de no, abre posibilidades impensadas. En nuestro caso
nuevas formas de vida en relación a la obstinación infantil. Mientras que todas
aquellas especies que realizan su potencia, simplemente obedecen de forma
determinista a su desarrollo natural, “el neoténico infante se encuentra a sí
mismo en la condición de también ser capaz de prestar atención a aquello que no
está escrito, de prestar atención a las posibilidades somáticas arbitrarias y
no codificadas.”[6] Esta
dimensión corporal liberada de su supuesta finalidad, permite al cuerpo un
habitar presente que modifica radicalmente las condiciones de ese vivir. Por
eso Agamben afirma, continuando la estela del pensamiento heideggeriano, que
sólo el infante estaría en un “mundo”, que sólo él estaría arrojado fuera de sí
y en ese sentido a la escucha del ser. Esta forma de existencia que no está tomada
por ninguna especificidad, es la que le permitiría al niño “al contrario de
cualquier otro animal, nombrar las cosas en su lenguaje y, de este modo,
abrirse ante sí mismo una infinidad de mundos posibles.”[7]
Por eso decíamos que la vida del niño estaría especialmente marcada por su
apertura y su posibilidad.
Pero
hay que aclarar que esta posibilidad no es una mera posibilidad lógica, estamos
hablando de la vivencia de la propia posibilidad. Para dar cuenta de lo que
esto significa, Agamben distingue dos tipos de juego en los niños: un primer
juego codificado, con limitaciones determinadas, que repone en algún sentido la
codificación biológica y por eso mismo es cerrazón; por otro lado, el poner la
vida en juego, que implica a la propia vida biológica: “el niño juega con su
función fisiológica, o, mejor, la juega, y de este modo, se complace en ella.”[8] El
juego no es un momento reglado de interrupción de la vida, sino el modo en que
esa vida establece sus propios mundos: “es jugando que el adulto adquiere su
forma de vida.”[9] Salvando
las enormes diferencias disciplinares y conceptuales, la obra de Donald
Winnicott confirma hasta cierto punto, la importancia del juego en la vida
infantil, inclusive podemos leer la distinción entre el juego reglado y no
reglado, debido a la capacidad inventiva de los niños. En el artículo de 1942
titulado ¿Por qué juegan los niños?
podemos leer que no se trata solamente del placer que comporta, de expresar
agresividad o controlar la ansiedad, sino que es un modo privilegiado de
constituir experiencia y un mundo propio. En este sentido, la apertura de
posibilidades de la vida infantil se ejerce en el juego como en ningún otro
ámbito, pero, insistimos el juego no es el momento de “jugar” según los
términos del adulto, sino la actividad, la actitud de juego vital que el niño
tiene como experiencia del mundo.
Esta
relación entre el niño y su mundo, la especificidad de esta experiencia que no
puede separarse de esa particular vivencia del entorno, es retomada por Agamben
nuevamente en el léxico de Heidegger: “¿Cuál es el Dasein de un niño? Uno podría decir que es una inmanencia sin lugar
ni sujeto, un aferrarse que no se aferra ni a una identidad ni a una cosa, sino
simplemente a su propia posibilidad y potencialidad. Es una absoluta inmanencia que es inmanente a nada.”[10]
¿Qué es lo que tenemos que entender aquí por esta inmanencia que no tiene lugar
ni sujeto, que es absoluta? En principio estamos hablando de una condición
previa a la constitución de un lugar o de un sujeto, nos referimos a la pura
potencia en tanto no actualizada, por eso su Dasein, su ser-ahí es un estar-ahí que no necesita de un mundo
previo y que no podría sostener esa apertura de los posibles si el mundo le
fuera dado previamente. Al aferrarse a su propia potencia, se aferra a su modo
de vida en tanto abierta y no determinada. Agamben dedica un artículo entero al
concepto de “inmanencia absoluta”, trabajando sobre todo en consonancia con el último
artículo de Gilles Deleuze titulado “La inmanencia. Una vida”.[11]
No pretendo desarrollar en este breve trabajo todas las implicancias de este
texto, sino simplemente señalar que la inmanencia absoluta es un modo de pensar
la vida o, mejor aún, que cierto modo de darse la vida puede pensarse como una
inmanencia absoluta, como un estar aferrado a sí mismo y a su propia
posibilidad. La inmanencia absoluta implica la emancipación de cualquier
sobredeterminación trascendente.
Continuando
con la lectura del artículo Per una
filosofía dell’infanzia, encontramos entonces al niño como “el paradigma de
una vida que es absolutamente inseparable de su propia forma, una absoluta
forma-de-vida sin resto.”[12]
Afirmar que el niño no es separable de su propia forma quiere decir que no
podemos aislar en él su vida biológica o su nuda
vida. El artículo que abre su obra Mezzi
senza fine (1996) se titula justamente “Forma-de-vida”, allí Agamben
desarrolla este concepto alrededor de la distinción entre bios y zoé, esto es,
entre una vida cualificada políticamente y una vida simplemente natural, común
a hombres, animales o vegetales. Tal como habíamos visto, la vida del niño, que
no puede separarse de su forma, eso es lo que arrebata el poder soberano,
distinguiendo una nuda vida a la que
el niño como tal está sustraído. Esto significa que el niño, como tal, no es
capturable por los modos que la política tiene para administrar la vida. ¿Cómo
capturar algo que es inmanencia pura, que no tiene otra forma que la de su
posibilidad? Y hay que subrayar que para Agamben el pensamiento es también,
como la vida del niño forma-de-vida inseparable de su posibilidad. “El
pensamiento es forma-de-vida, vida indisociable de su forma, y en cualquier
parte en que se muestra la intimidad de esta vida inseparable, en la
materialidad de los procesos corporales y de los modos de vida habituales no
menos que en la teoría, allí hay pensamiento, sólo allí.”[13] A
partir de esta caracterización de Agamben podemos quizás pensar en la relación
que se puede establecer entre la vida del niño y el pensamiento, que parecerían
en un primer sentido excluirse mutuamente. En términos agambenianos justamente
el pensamiento “maduro”, del hombre inserto en las dinámicas de producción
regladas, no es vida indisociable de su forma, ni potencia que mantiene su
absoluta inmanencia. Hay además, afirma Agamben, pensamiento en la materialidad
de los procesos corporales, algo que ya vimos asociado a la vida y la
experiencia del niño, cuya vida se juega en esos procesos corporales. De ahí
que la filosofía tenga un interés tan especial en la niñez, porque no cree que
se trate de un período preparatorio que es menester superar, sino una
forma-de-vida que puede abrirse a sus posibilidades como el pensamiento en su
potencia absoluta.
Lo
que permite al niño sustraerse a la captura de la diferenciación de una vida
simple, es justamente esta relación primaria con su propia corporalidad: “la
vida del niño es inaferrable, no porque trascienda hacia otro mundo, sino
porque se aferra a este mundo y a su propio cuerpo de un modo que los adultos
encuentran intolerable.”[14]
Ese aferrarse a su mundo y su cuerpo es lo que hemos nombrado antes como
inmanencia absoluta. La pregunta en todo caso sería ¿por qué los adultos
encuentran ese aferrarse intolerable? En otras palabras ¿por qué el adulto
pierde su absoluta potencia, salvo en los casos en los que puede recuperarla de
alguna manera con el ejercicio del pensamiento no capturado? Quizás por el
hecho de querer capturar a su vez. Agamben afirma que este aferrarse a sí
implica una fuerza que no toma otro objeto, por eso, insistimos, su absoluta
inmanencia.
Volvamos entonces al cuento de
Cortázar. Esta “potencia de no”, esta inoperosidad del pensamiento ¿no es lo
que parece en un principio la vida del axolotl? Un flotar sin sentido, mirando
sin mirar, pegado al vidrio, rompiendo con cualquier idea de productividad
adulta. También es lo que le sucede al protagonista del cuento a medida que
avanza la identificación con el axolotl, cada vez hace menos, se queda pegado
el vidrio, contemplando. Realizando su propia vida teórica. “Me quedé una hora
mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.”[15]
Una incapacidad que lo libera del mundo productivo, como sucede en algún
sentido con el protagonista del cuento de Melville Bartleby, o el escribiente, una narración que Agamben analiza con
interés, en la que asistimos a una transformación que también incapacita y a la
asunción explícita de una potencia de no, que trastoca el orden de las potencias
capturadas por el aparato económico. “Como escriba que ha dejado de escribir es
la figura extrema de la nada de la que procede toda creación y, al mismo
tiempo, la más implacable reivindicación de esta nada como potencia pura y
absoluta.”[16] Pero
dije que íbamos a volver al cuento de Cortázar y me fui, de cuento en cuento.
Cuando el protagonista se encuentra como axolotl, justamente se encuentra
ejercitando en su aparente quietud la pura potencia del pensamiento: “Como lo
único que hago es pensar, pude pensar mucho en él”, el estado de suspensión del
acto es justamente lo que caracteriza al pensamiento: paramos para operar como
pensamiento.
A
partir de estas notas sobre el cuento de Cortázar y el artículo de Agamben,
podemos pensar entonces el estado larval, enmascarado, espectral, inmaduro de
la niñez, como un momento de afirmación radical de la propia experiencia. En la
vida infantil el juego no es simplemente un medio para construir un mundo en
común con el mundo adulto, sino ante todo una relación muy seria con la propia
corporalidad y con el estar en un mundo que se constituye abierto y más vital
que ninguno, aunque desde la mirada del adulto, se vea allí una pura pasividad
o una detención sin sentido. Si seguimos la intuición de Cortázar, hay algo en
esa vida larval que nos seduce, hay una potencia que quedó clausurada y que
reclama, con una voz queda y una mirada que no se condice con la nuestra, una
liberación de las posibilidades vitales.
1 comentario:
Bellísimo texto. Mucho que pensar... Esto me recuerda unas palabras que compartí con un amigo y deseo hacerlo ahora:
"Antes yo era todo pero no era yo, ahora soy yo pero no soy todo, después (cuando muera) seré todo pero no seré yo".
Publicar un comentario