Hospital ZGA Manuel
Belgrano
X Jornadas de Salud
Mental – 2016
Ponencia en el Panel “Formas de subjetivación en la cultura de consumo”
“El señor
Leopoldo Bloom comía con fruición órganos internos de bestias y aves. Le
gustaba la espesa sopa de menudos, las ricas mollejas que saben a nuez, un
corazón relleno asado, lonjas de hígado fritas con raspaduras de pan, ovas de
bacalao bien doradas. Sobre todo le gustaban los riñones de carnero a la
parrilla, que dejaban en su paladar un rastro de sabor a orina ligeramente
perfumada.”
James Joyce, Ulises
Poco importa que no tengamos los mismos gustos extravagantes
que el Señor Bloom. Lo que está claro es que no podemos dejar de consumir, de engullir,
de tragar, de aniquilar, si es que queremos mantenernos con vida. Este es un
punto de partida que no admite contestación. La única posibilidad de pensar que
podamos hacer tal cosa como “dejar de consumir” implicaría algún tipo de
realidad adánica o inmaterial, en la que el alimento y la violencia no
estuvieran involucrados. Abandonemos entonces momentáneamente las utopías para
pensar de qué modo las distintas modalidades de consumo, articulan diversas
figuras subjetivas.
Voy a partir desde Hegel, porque si hablamos de “formas de
subjetivación” se lo debemos sin dudas a su legado. Le debemos la enseñanza de
que no estamos constituidos sino por las relaciones que tenemos con los otros
y con el mundo. Para comenzar a comprender algo de lo que nos sucede en nuestra
“cultura de consumo”, tenemos que comprender qué tipo de consumo pre-cultural
sigue operando en nosotros y cómo la cultura, cualquier cultura, no es otra
cosa que una modificación de esa relación primaria de consumo.
El primer momento del
consumo es, por supuesto, el que organiza el apetito en nuestra corporalidad
animal. El apetito es la fuerza que lanza a nuestro cuerpo a apropiarse de lo
ajeno para poder mantenerse con vida. En este momento nuestra conciencia está
más interesada en el mundo como alimento que en sí misma o en otro como
nosotros. Y por eso no podemos hablar propiamente todavía de subjetividad y
menos de cultura. ¿Encontramos satisfacción en el consumo del alimento? Sí, porque
lo niego, porque lo “tomo completamente” (esta es la etimología de “consumir”) es
decir, porque cancelo su autonomía.
Esto es central, la satisfacción según Hegel es siempre
autosatisfacción, pero no me satisfago sino aniquilando lo que no soy yo. La
autosatisfacción siempre necesita una mediación, en este caso el alimento. Me
satisfago en relación conmigo mismo, pero no me relaciono conmigo sino a través
de otro. Por eso esta satisfacción es pasajera, porque me como una manzana o un
jabalí pero sigue habiendo muchas manzanas y jabalíes que no puedo consumir.
Cuanto más me satisface el alimento, más independencia cobra y no logro
cancelar toda esa independencia. Por eso asistimos a una satisfacción pasajera,
a la puesta en marcha de un circuito apetito-satisfacción-apetito que sólo
tiene fin con la muerte.
Para salir de este estadio más animal que humano, tenemos
que despreciar de algún modo este apetito y sólo lo hacemos porque hay otro
objeto que nos llama con más fuerza. Es decir, porque hay una satisfacción que
parece ser más completa, porque si el apetito me llevaba a encontrarme conmigo,
a reconciliarme conmigo mismo, nada mejor que encontrar a otro yo, a otro como
yo, es decir, nada mejor que el reconocimiento en lo otro, de mí mismo.
El pasaje de la animalidad a la humanidad implica, para
Hegel, que me interese más un otro como yo (otra autoconciencia) que el
alimento. ¿Y cómo demuestro eso? Bueno, si ya estamos insertos en una cultura,
como nosotros, comiendo con los modales adecuados de la mesa y no “como un
animal” o, si estamos compartiendo una bandeja con sándwiches, en lugar de
comerme el último, me aguanto y espero o pregunto si alguien lo quiere. Los dos
ejemplos tienen sentido solamente para otro que pueda reconocerlos. Si quedo
solo, sin nadie que pueda reconocer ese acto como libre, me vuelvo a
animalizar. Entonces, el apetito sigue estando ahí, pero su fuerza es menor que
la del reconocimiento y por eso puedo despreciarlo.
Todo acto de consumo en el ámbito de la cultura implica
entonces una doble posibilidad de satisfacción del apetito, una más primaria y
animal en la que el otro no está involucrado y otra más valiosa que suspende la
primera para lograr el reconocimiento. Pero, si suspendo completamente la
satisfacción del apetito, si desprecio la cosa, me allano el camino a la
muerte. Y eso es justamente lo más valorado en el ámbito de una comunidad:
morir por la Patria, realizar una huelga de hambre, es decir, realizar un acto
libre, que muestre que no estoy simplemente determinado a conservarme como ser
vivo, que soy otra cosa que cuerpo y apetito animal.
¿Cómo salimos de nuestro primer momento como conciencia
apetente? Arriesgando la vida, no por el alimento (como el animal), sino en una
lucha por el reconocimiento con el otro. Lo sagrado para el hombre no es
respetar la vida del otro, sino poner a prueba al otro en una lucha a muerte:
si le interesa más conservar su vida, entonces no se diferencia del animal,
está más cerca del ciclo de la vida, que de la comunidad humana. Si está
dispuesto a arriesgarla para ser reconocido como una autoconciencia libre,
entonces se humanizan mutuamente en ese acto de luchar a matar o morir contra
el otro.
El único acto libre (humano) que puedo realizar para el otro
(cuando todavía no hay cultura) es negar mi apego animal a la vida. Pero esto
no puede funcionar. Porque si los dos nos trenzamos en una lucha a muerte por el
reconocimiento, entonces terminamos muertos los dos o al menos uno y no puedo
ser reconocido por un cadáver.
Esta falla en el reconocimiento mutuo es central, porque si
las dos autoconciencias, abandonan juntas y recíprocamente su animalidad,
despreciando el mundo para encontrar valor solamente en el otro, el mundo queda
olvidado. Quedamos detenidos en un idilio con el otro, casi melancolizados, con
el mundo exterior cancelado, como los andróginos del mito de Aristófenes en el
Banquete, que apenas encuentran su mitad se quedan abrazados hasta morir.
¿Qué implica que falle este reconocimiento mutuo según
Hegel? Que va a tener que articularse de un modo más complejo, con una
mediación, es decir, que vamos a encontrar satisfacción en el otro, pero a
través del mundo. En el problema que nos ocupa hoy, a través del mundo de las
elecciones de consumo que realicemos. Pero para eso falta, lo que está diciendo
Hegel es que si al comienzo no hay reciprocidad en el reconocimiento, hay
desigualdad.
Una de las dos autoconciencias tiene miedo a morir, queda
apegada a la naturaleza y se subjetivará como siervo o esclavo del que sí puso
en riesgo su vida que se transforma así en su señor o amo. Y recién ahora se
puede dar un paso más. El señor se convirtió en tal por despreciar su condición
natural, él quiere relacionarse con otro como él, no con la naturaleza. Por eso
le va a dejar al siervo la relación con la naturaleza, ya que el siervo no la
despreció.
Si soy señor es que hay un siervo para mí y que él es el que
se “ensucia las manos” con la naturaleza, es decir, me sirve. Ahora sí llegamos
al segundo momento del consumo.
Porque la manzana o el jabalí que me trae el siervo, ya no son puramente
naturales, sino que están mediadas por el siervo para mí. La satisfacción del
señor no puede estar en el apetito animal, si no, no sería señor, sino en que
el otro le sirva. Este objeto es “para él”, lo importante es que se lo trae el
siervo y entonces puede adueñarse completamente del objeto, consumirlo,
aniquilarlo, porque es para él, no es naturaleza.
(Fenomenología del Espíritu) “Por el contrario, a través de esta mediación la relación inmediata se convierte, para el señor,
en la pura negación de la misma o en el goce (Genuss), lo que la apetencia no lograra lo logra él: acabar con
aquello y encontrar satisfacción en el goce. La apetencia no podía lograr esto
a causa de la independencia de la cosa; en cambio, el señor, que ha intercalado
al siervo entre la cosa y él, no hace con ello más que unirse a la dependencia
de la cosa y gozarla puramente; pero abandona el lado de la independencia de la
cosa al siervo, que la transforma.”
¿Qué tenemos en este segundo momento? Un señor que goza con
la posesión de lo que hizo otro para él, lo que goza no es el objeto como
natural, sino el dominio sobre el otro encarnado en el objeto. (El sadismo del
cliente en el restaurant quejándose de
que no se lo sirve adecuadamente: “¿acaso mi plata no vale?”).
Consumir implica
participar de un derecho de señores, estar en una relación de dominio en
relación al otro a través de la cosa que otro dispuso para mí.
Pero si encontramos otro tipo de satisfacción en este
momento desde la posición del señor, también aparece una satisfacción nueva
desde la subjetivación del siervo. Es él quien va a transformar, a trabajar la
naturaleza que no puede consumir, lo va a hacer para su señor y encontrará la
satisfacción en la satisfacción del otro. Su miedo a la muerte, lo hace renunciar
a la aniquilación del objeto, entonces sólo le queda transformarlo para su
señor. El siervo va a ser el que, trabajando la naturaleza para el otro, le de
una forma humana, es decir, va a ser el motor de la cultura, de la naturaleza
mediada por el hombre.
Así logra una ventaja por sobre el señor, que quedó
dependiendo del trabajo del siervo. El señor no puede producir, sólo
gozar/aniquilar lo que trabaja el siervo. Este se libera, es decir, se
humaniza, mediante el trabajo, negando la forma natural e imponiendo una forma
propia “domina” a la naturaleza y encuentra satisfacción al ver su forma en
ella. Es la satisfacción de toda producción propia, de todo trabajo en el que
nos podemos reconocer, de toda producción cultural.
Pero no toda
producción cultural, no todo trabajo es consumido por el otro. Ni toda cultura
es llamada una “cultura de consumo”.
Invitemos a Marx a la mesa y entremos en la organización
capitalista de la producción y el consumo. El problema principal de la
producción de tipo capitalista no es la explotación, sino la imposibilidad de
realizarnos en el trabajo, porque no podemos imponerle a la naturaleza nuestra
propia forma. El trabajador asalariado que vende su fuerza de trabajo, no puede
ya reconocerse en el producto que realiza, es el proceso de deshumanización que
Marx llama alienación, es una regresión hacia la cosa.
Como sabemos, el capitalismo no solamente implica la privatización
de los medios de producción y la imposibilidad de decidir autónomamente cómo
vamos a producir. A la vez implica la mercantilización de la fuerza de trabajo.
Es decir, ya no tenemos un señor para quien trabajar, sino que tenemos que
buscarnos uno y para eso tenemos que seducirlo, tenemos que ser una mercancía
adecuada. Si teníamos la capacidad de expandir las relaciones humanas a las
cosas, el capitalismo expande la lógica del mercado a las relaciones humanas.
En el capitalismo se mercantilizan todas las relaciones culturales que antes
quedaban por fuera del mercado: la educación, la religión, el amor, el ocio.
Ahora sí llegamos a una “cultura de consumo”: cuando todas
las relaciones humanas pueden ser transformadas en un bien de cambio, ese es el
poder fagocitador absoluto que el capitalismo muestra a diario. Pero para poder
vender absolutamente cualquier cosa, es necesario que haya compradores, es
decir, alguien que encuentre en el consumo, en el goce de la apropiación
completa su satisfacción: en términos hegelianos, un señor.
La “cultura de
consumo” nos coloca todo el tiempo en la situación del amo, se nos promete el
goce del objeto, de la relación humana hecha “para nosotros”, de la situación
de dominio, de la posesión completa y su aniquilación. Pero para que eso sea
posible, la relación que yo consumo tiene que presentarse formada para mí, no
independiente, no autónoma, tiene que ser apropiable.
Y si la “cultura de
consumo” implica, no consumir muchos objetos, sino sobre todo la
mercantilización de la subjetividad, lo humano que devino mercancía y objeto de
consumo, entonces tenemos que producirnos a nosotros mismos, nuestros cuerpos,
gestos y actitudes (lo único a lo que podemos dar forma para el otro) para que
puedan seducir a los posibles consumidores-amos con los que nos encontramos.
Desde la perspectiva
del consumidor, este goce no alcanza a satisfacernos, tenemos el problema del
amo, nos apropiamos de la cosa, pero no podemos poner en ella nada propio, nada
nuestro, no hay lugar para la creación, no podemos producir, no podemos dar
forma. ¿Cómo intenta dar una solución parcial a este problema el mercado?
Organiza un pequeño espacio de producción en el acto mismo del consumo:
personalizá, diseñá tu propio objeto de consumo, elegí la combinación de tu
ropa, el color de tu auto, las aplicaciones de tu celular, el color de pelo de
tu pareja, etc. No seas simple aniquilador, sé también un creador.
Desde la perspectiva
de la subjetividad que tiene que producirse para seducir al consumidor, tenemos
que empobrecernos, porque la cosa que se puede gozar es la apropiable, lo que
es para mí absolutamente, tenemos que presentarnos al otro con la flexibilidad
de ser diseñados, de adaptarnos.
Como siervo, la
naturaleza que domestico para el otro, soy yo mismo. ¿Y cómo lo hago en una
cultura de consumo? Justamente mediante tales o cuales elecciones de consumo.
Me doy forma, me transformo en sujeto de la cultura, me diseño, me constituyo
para el otro por mis elecciones de consumo. Así me hago apropiable, consumible
para el otro, quien sin embargo no puede encontrar allí su satisfacción
completa.
De este modo comienza
a difuminarse la línea divisoria entre el consumidor y lo consumido, al mismo
tiempo que la creación y la formación (la cultura) queda capturada por las
demandas del consumo. Esta parecería ser la utopía de una “cultura de consumo”,
conjurar toda creación para hacer de la naturaleza y sobre todo de las
relaciones con los otros, objetos de consumo. Deberíamos preguntarnos entonces
de qué modo podemos multiplicar los espacios y las dinámicas de lo
inapropiable.
1 comentario:
Se me ocurre que las relaciones basadas en la cooperación, solidaridad y de auténtica humanidad son contrarias del sentido de apropiación. Y confío en que siempre se puede conservar una porción de espacios humanos donde no reine la escasez y guardemos cierto salvajismo en las entrañas de nuestro corazón.
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