Todo lo que él
hace ahora es decente y ordenado
–pero no deja de tener mala conciencia por
ello.
Su tarea es, pues, alcanzar lo extraordinario.
Friedrich Nietzsche
Ser capaces de reconocer nuestros actos como propios y
comprender las consecuencias que tienen en relación a nuestras decisiones. He
ahí una primera aproximación al concepto de “responsabilidad”. Se trata de
transitar la problemática del “quién”: ¿quién fue el que escondió el juguete?
¿con quién hablo para realizar este trámite? Se busca entonces quien responda,
quien dé una respuesta. Ser capaz de responder en primera persona ante el
requerimiento (propio o de otros) del quién, implica ser responsable. Poder
decir yo es afirmar a la vez, como decía Kant, que ese yo acompaña todas mis
representaciones, al menos en relación a un evento sobre el cual se plantea la
pregunta y se espera que alguien responda. Ahora bien, esta conciencia de la
agencia no parece implicar por sí misma una conciencia moral, es decir una
capacidad de diferenciar entre “buenas” y “malas” acciones. El valor otorgado a
las acciones puede diferenciarse de la capacidad de asignar a un sujeto como
responsable de éstas. Pero ¿desde dónde son juzgadas las acciones? Más aún,
¿cómo el propio sujeto responsable de la acción, el que dice “yo”, puede ser
capaz de juzgar por sí mismo el carácter moral de ese acto? Y luego, ¿a través
de qué dinámicas puede premiarse o culpabilizarse por los actos cometidos? En
otras palabras, ¿cuáles son los puntos de contacto y de intercambio entre el
sujeto responsable y el sujeto culpable? Creemos que, considerando las dos
tópicas del aparato psíquico propuestas por Freud, podemos encontrar más
herramientas para comprender estos fenómenos en la última de ellas. Intentaremos
entonces pensar cómo se articulan y se diferencian responsabilidad y
culpabilidad con la ayuda de la obra de Freud sin perder de vista los aportes
previos de Friedrich Nietzsche.
Pensemos cuáles son los objetivos
que podemos plantearnos en este breve trabajo. Confirmar la importancia de la
segunda tópica freudiana para el análisis de la responsabilidad y la culpa.
Clarificar y precisar los alcances y las diferencias del “yo” en relación al
“sujeto” del psicoanálisis y de éstos respecto al sujeto responsable en sentido
jurídico. Desarrollar en líneas generales las funciones del superyó, haciendo
hincapié en la cimentación y el gobierno de determinados valores en la
constitución subjetiva. Señalar algunas líneas en común entre esta perspectiva
psicoanalítica y las reflexiones nietzscheanas sobre el sujeto, la moral y la
responsabilidad. Plantear algunos interrogantes más específicos para poder
profundizar estas líneas en trabajos posteriores.
Motivaciones de orden clínico sobre
todo son las que Freud esgrime en el transcurso de sus investigaciones que lo
llevan progresivamente a encontrar insuficiente y limitada su primera tópica
del aparato psíquico, mientras va esbozando nuevos elementos que lo llevarán a
la segunda tópica que desarrolla en El yo
y el ello de 1923. Si bien nuestras motivaciones son distintas, porque no
nos mueve el afán clínico, sí entendemos que la primera tópica se presenta
limitada para dar cuenta de los fenómenos que dan lugar a la responsabilidad y
a la culpa. La división entre un inconsciente reprimido regido por el principio
de placer y un sistema percepción-conciencia regido por el principio de
realidad aún con todas las complejidades que aquí no podemos desarrollar, no es
capaz de explicar cabalmente los motivos por los cuales determinados deseos se
presentan como irreconciliables con el conciente. Por otra parte, si bien
advertimos que el yo será una pieza clave para entender el concepto de
responsabilidad y que el superyó lo será para comprender la culpa, no podemos
simplemente hacer una equiparación de los términos ni establecer una linealidad
causal de unos a otros. Sí podemos quizás adelantar que sin la función del yo,
es difícil comprender la responsabilidad y sin la posterior formación del
superyó, no tenemos tampoco una explicación acabada de la internalización de
los valores en la constitución del sujeto. Adicionalmente, la segunda tópica
freudiana gana respecto a la primera una mirada transversal, ya que permite
comprender los aspectos inconscientes que no se reducen simplemente al ello,
sino que están presentes tanto en el yo como en el superyó.
Ahora debemos tratar de distinguir
conceptos que pueden confundirse, primero al interior de la teoría
psicoanalítica y luego en relación con otros campos. Tal como afirma Luis
Hornstein: “El yo no es el sujeto. Es
una instancia caracterizada por una organización que la diferencia de las
otras. El sujeto desborda la división en instancias. Es aquello que trastorna
no sólo la pretensión del yo de ser toda la psique, sino también la pretensión
de que el pensamiento se constituya en organización plenamente autónoma,
funcione como referencia última y sólo esté sometido a sus propias leyes.” Desde aquí comenzamos a echar luz no solamente a las diferencias entre el yo y
el sujeto para el psicoanálisis, sino también a las diferencias que la noción
de sujeto tiene por fuera del campo psicoanalítico, ya sea en gran parte de la
filosofía moderna (desde Descartes hasta Kant), ya en el ámbito
jurídico-político. Podemos de hecho afirmar que esta confusión entre “yo” y “sujeto”
es el común equívoco de la filosofía moderna y las concepciones jurídicas que
en ella se apoyan, reduciendo todo el ámbito de la subjetividad al yo y
suponiendo además que ese yo es equiparable a una conciencia libre y racional a
la que entonces se le puede asignar responsabilidad. Esa “pretensión del yo de
ser toda la psique” de la que habla Hornstein es la que ha triunfado en el modo
de comprender la subjetividad hasta el cimbronazo nietzscheano de fines del
siglo XIX. “Ninguno de nosotros es tal
como aparece según los estados para los que únicamente tenemos conciencia y palabras
–por consiguiente, censura y alabanza.- Con arreglo a esas burdas
manifestaciones, las únicas que conocemos, nos desconocemos a nosotros mismos.” Aquí parece jugarse sobre todo una distinción entre fenómenos conscientes e
inconscientes afín a la primera tópica freudiana. Pero nos interesa subrayar
que la conciencia y la simbolización parecen ser así condición necesaria del
juicio que llevará a la censura o la alabanza. Nietzsche diferenciará luego al
yo (Ich) del sí mismo (Selbst), pero este yo tampoco coincide
plenamente con el yo freudiano. Sin embargo, Nietzsche parece notar claramente
que tiene que haber una escisión al interior del sujeto, para que haya
posibilidad de juzgar y condenarse a sí mismo. Ya en Humano, demasiado humano afirmaba: “En la moral el hombre no se
trata como individuum, sino como dividuum.” Este desdoblamiento característico del trato moral que el sujeto se da a sí
mismo, parece adelantar las funciones del superyó. En todo caso, tengamos
presente que si la tradición anterior a Nietzsche y Freud confundía yo y
sujeto, lo hacía para sostener una noción de sujeto responsable que queda
desarticulada como tal luego de los escritos de estos dos pensadores. Y si bien
Freud asigna al yo funciones y características coincidentes en muchos casos con
la conciencia racional, este topos
del aparato psíquico excede en varios sentidos esta caracterización. Para
comenzar, como afirma Hornstein, el yo no es innato, tiene su historia y no
está constituido de una vez y para siempre, se sigue constituyendo y este
proceso identificatorio es sobre todo inconsciente.
El yo entonces se constituye sobre
el ello, modificándolo y en relación permanente con el sistema percepción. Pero
no es sino hasta la postulación de una escisión en el yo, bautizada como
“superyó” que la tópica se completa y comenzamos a comprender su dinámica. Freud
ubica la génesis del ideal del yo o superyó en el complejo de Edipo, que
resulta en el mejor de los casos en la identificación paterna. Al respecto Luis
Hornstein nos advierte que no debemos entender que una vez instituido el
superyó a esa temprana edad, queda momificado e inmodificable. “El superyó es y
no es un heredero del complejo de Edipo […] Congelar el superyó a los 5 años,
como congelar la constitución subjetiva a esa edad, es perder de vista que la
historia identificatoria continúa a lo largo de toda la vida.” Lo que está claro es que el superyó cumplirá su función sancionadora
(internalizando por vía identificatoria la función paterna) y cuanto más
intenso el Edipo y la represión propia de ese proceso, “tanto más riguroso
devendrá después el imperio del superyó como conciencia moral, quizá también
como sentimiento inconciente de culpa, sobre el yo.” Es el yo el que responde la pregunta por el “quién”, el que se hace cargo, el
que carga con la responsabilidad de la agencia. Pero no lo hace simplemente
frente a la mirada de otros “yo”, sino sobre todo bajo la atenta mirada de su
propio ideal, constituido mediante identificaciones culturales cuya figura
central es el padre, pero que la exceden históricamente (trayendo consigo todos
los valores culturales anteriores) y en diversidad de figuras (maestros y otros
referentes) que van a ir moldeando un superyó plural y muchas veces
contradictorio en sus demandas. La culpa aparece como efecto de comparación
entre la autopercepción del yo y su ideal, formando una conciencia moral, pero
que no es reconocida como tal por el yo, ya que gran parte del superyó
permanece inconciente. Como afirma Freud: “La tensión entre las exigencias de
la conciencia moral y las operaciones del yo es sentida como sentimiento de culpa.” Ahora bien, tenemos que distinguir sentimientos de culpa conscientes y
sentimientos de culpa inconscientes. El primero es el que Freud denomina como
“conciencia moral” cuando el ideal del yo funcionando como instancia crítica
del yo, lo condena. Freud entiende que en la histeria esencialmente la culpa
permanece inconsciente. De todos modos, aún en los casos en los que la culpa se
manifiesta en la consciencia, al tener su origen en el complejo de Edipo,
tenemos que suponer que siempre hay buena parte de esa conciencia moral que no
es conocida para el yo. “Si alguien quisiera sostener la paradójica tesis de
que el hombre normal no sólo es mucho más inmoral de lo que cree, sino mucho
más moral de lo que sabe, el psicoanálisis, en cuyos descubrimientos se apoya
la primera mitad de la proposición, tampoco tendría nada que objetar a la
segunda.” Esta aparente paradoja aparece ya en La
genealogía de la moral de Nietzsche, aunque con distintos alcances. La
inmoralidad del hombre civilizado queda en evidencia al obtener un beneficio de
ver sufrir y hacer sufrir a otro. La moralidad no sabida también aparece como
culpa o mala conciencia, como una deuda que se debe saldar con una instancia de
reconocimiento que ya no es arcaica en relación a la subjetividad, sino a la
humanidad occidental en su conjunto.
Intentemos desbrozar entonces
algunos de los interrogantes que aparecen al finalizar este pequeño recorrido
por la segunda tópica freudiana. En primer lugar, el influjo inconsciente que
el superyó ejerce sobre el yo, parece tener la capacidad de asignar a cualquier
acción que el yo reconozca como suya (responsabilidad), su juicio aprobatorio o
reprobatorio. ¿Debemos entender entonces que no hay, propiamente hablando,
acción (o representación) que se encuentre “más allá del bien y del mal”? ¿Todo
lo que el yo realice o cree que realiza se encuentra sujeto a la visión crítica
del superyó? Si así fuera, deberíamos afirmar entonces que no hay acción alguna
a la que podamos calificar de inocente, que esa idea pertenece a un paraíso
perdido, en todo caso un paraíso pre-edípico al que parece no haber retorno. En
segundo lugar, ¿cuáles son los mecanismos o las dinámicas que pueden servir
como ruptura, cambio o dislocación de los valores que impone el superyó? ¿Las
identificaciones posteriores van modelando un conjunto de valores diferentes
con el tiempo o el yo puede, de alguna manera, haciendo consciente lo
inconsciente, negociar con o incluso negar alguno de ellos sin recurso a otra
instancia identificatoria? Por supuesto, estamos pensando aquí en las
posibilidades de transformación que la inocencia implica. O visto en sentido
inverso, nos preguntamos si el vasallaje del yo a los mandatos del superyó no
impedirá una sensación de liviandad respecto a sus actos, que pueda de algún
modo ayudar a repensar su relación con los otros y consigo mismo. Las marcas de
culpabilidad sociales son un estigma muy difícil de arrancar, si además están
interiorizadas, es menester pensar cómo podemos lidiar con esa pesada herencia.
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