lunes, 21 de diciembre de 2009

FILOSOFÍA A LA GORRA 2


Razones estéticas o terroristas

Entendemos aquí el término “estética” no relacionado a la filosofía del arte o de lo bello, sino más cercano a la tradición kantiana como el campo de la recepción, aquí nos preguntamos qué es lo que pretendemos lograr en los asistentes. Entonces, cuando hablamos de razones estéticas estamos preguntando por la intencionalidad, por el efecto que pretendemos lograr en el tiempo limitado del que disponemos, estamos en el ámbito de lo teleológico que comprende toda actividad pedagógica. Contamos con un hábitat frágil y un tiempo muy limitado, no podemos pretender hacer una sólida construcción filosófica, sería casi ridículo, lo que sí podemos pretender es poner algo en movimiento, lograr una inquietud, aprovechar el sol para salir de cierto sopor. En este sentido la filosofía a la gorra se inscribe nuevamente en la herencia de Sócrates, el tábano que aguijonea a la bestia somnolienta y que afirma que esa es la función del filósofo en la sociedad, la puesta en crisis de los sentidos no discutidos. Así, lo que queremos lograr en cada encuentro está en el orden de lo provocativo. Si no llegamos a provocar (de pro vocare, llamar delante, esto es, poner en presencia mediante la voz lo que estaba ausente), si no logramos establecer una diferencia, instalar un diferendo, entonces seguramente es porque no hubo encuentro alguno. Un filosofar que se presenta como nómade no puede más que pretender poner en movimiento lo que se encuentra en reposo.


¿Cómo aguijonea el filósofo? ¿Cómo provoca el movimiento? ¿Desde dónde mueve aquel que está en movimiento? Con una herramienta a través de la cual intentará introducir un elemento que disloque la Weltanschauung tradicional. En un encuentro tan reducido, el filósofo tiene que aspirar entonces a ejercer un contagio mediante la voz, a inocular un veneno que no necesariamente tiene que actuar en el presente. Tiene que poder ser capaz de infiltrar en el auditorio algún concepto, alguna idea, alguna pregunta algún problema que quede allí latente, latiendo y que pueda explotar en determinado momento. La palabra es el arma del filósofo-terrorista, en tanto virus que puede diseminarse y continuar actuando en un tiempo diferido. De este modo la enseñanza de la filosofía entra en el reino de lo patológico. Porque la palabra funciona como un virus, así lo afirma William Borroughs en La revolución electrónica:


“Liberar a este virus de la palabra podría ser más peligroso que liberar la energía del átomo. Porque todo el odio todo el dolor todo el miedo toda la lujuria están contenidos en la palabra.”




En la tradición filosófica la palabra puede tener distintos señores o amos. Sabemos que Platón ha acusado a los poetas de no tener palabra propia, sino de ser mensajeros poseídos por la divinidad, los poetas que no saben lo que dicen. Como el sacerdote oracular, el poeta puede profetizar, hablar el futuro incierto, inexistente. La palabra filosófica, en contraste, es la que se adueña de lo existente, es el búho de Minerva que levanta su vuelo en el ocaso. Hay nuevamente aquí una contraposición análoga a la ya tratada entre la aventura y la explicación. La primera es una barca que tiende la proa hacia el futuro, la segunda vuelve sus pasos para asegurarse de que no hayan quedado zonas oscuras. Sin embargo habíamos afirmado que pretendemos una palabra filosófica que pueda navegar ambas aguas. Si buscamos generar un terror, desplazar un sentido, instalar una enfermedad a través del virus de la palabra, es que nosotros mismos debemos ser los portadores vivos de ese terror. Volviendo al Ión de Platón, es preciso formar parte de la cadena de entusiasmo para llegar hasta el espectador y provocar en él ese movimiento. Pero a la vez, es necesario que haya lucidez en esa inserción, en desplegar con justeza las palabras adecuadas para lograr la finalidad buscada.


Es aquí donde tenemos que plantearnos, aunque más no sea como tópico pendiente para tratar con más profundidad en otro momento, la importancia de la divulgación. Recordemos que la filosofía a la gorra se enfrenta a un público no académico, un auditorio que no está presente para acreditar una materia. Si entendemos que podemos hablar aquí de una enseñanza de la filosofía, el enseñar aquí estará más cercano al mostrar, será indispensable entonces la mostración antes que la demostración. Y debemos pensar que esto no significa rebajar, disminuir o afectar negativamente la calidad de la exposición filosófica, sino más bien atender a la finalidad de inocular el virus con la mayor eficacia posible. Esto no quiere decir de ninguna manera realizar un discurso iluminador o revelador sobre el público presente, el virus de la palabra no actúa por iluminación repentina, sino que requiere de un terreno fértil para florecer desde el interior. Divulgar es aquí entonces llamar a la presencia mediante la voz aquello que ponga en crisis la inmovilidad, el acto de la provocación.


Razones materiales o vitales

En la tradición marxista, el fetichismo de la mercancía tiene dos características principales: la sobrevaloración del objeto mercantilizado y el ocultamiento del proceso de producción. La filosofía está usualmente acosada por ambas. Parece que el filósofo fuera algún tipo de sabio que tiene acceso a una verdad que recibe por iluminación, que se encuentra bendecido por algún tipo de inteligencia especial o de saber esotérico que envuelve a su reflexión en un halo aurático. La distinción aún instalada entre alguien llamado “Filósofo” y todo otro grupo de mortales tales como “profesores de” y “licenciados en” evidencian esta cualidad intangible del Filosófo. El anverso del filósofo-fetiche es el ocultamiento del trabajo que precede a toda producción filosófica. De hecho, de esta manera se instaura el mito del nacimiento de la filosofía en Grecia, contraponiendo la palabra libre que busca la verdad contra la de los mercaderes del saber, los sofistas. Pocas veces se recuerda cuál es la relación entre la “libertad” de la palabra filosófica y el trabajo esclavo.

Si consideramos en cambio que el filósofo es un trabajador más, tenemos que contar con que requiere de tiempo, de materias primas y de su cuerpo para producir su particular mercancía filosófica. En el acto de pasar la gorra al finalizar la charla se explicitan estas condiciones de producción. Me gustaría traer nuevamente a los sofistas a escena porque ellos no solamente son los que ponen de manifiesto que la palabra no puede estar al servicio de una verdad única e inmutable, además evidencian que la figura del saber por el saber mismo, esconde siempre las condiciones de posibilidad materiales del pensamiento filosófico. Pedir dinero sin mediaciones (ya que no hay edificio, arquitectura, institución que haga de sostén material), exhibir los libros, exponer el cuerpo es desfetichizar la producción filosófica. Es explicitar que el filósofo no vive en un más allá etéreo ajeno a las preocupaciones mundanas, en un mundo puro de ideas y verdades desinteresadas. De la misma manera que el artesano que vende su mercancía en una plaza, el filósofo a la gorra hace patente que hay un producto que se presenta en esa charla. A la manera en que Brecht pretendía en sus funciones lograr el proceso de Verfremdung, para que el espectador “se convenza de que aquí no se trata de magia, sino que trabajan, amigos.”

A modo de conclusión, el filósofo a la gorra tiene razones geográficas o arquitectónicas, es decir: habita; tiene razones editoriales o publicitarias, es decir: se desnuda; tiene razones estéticas o terroristas, es decir: contagia, tiene razones materiales o vitales, es decir: se alimenta. Habita, se desnuda, contagia, se alimenta. Es una filosofía atravesada por la corporalidad.

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