Un
muro quiere proteger, pero sobre todo quiere separar, distinguir,
mantener en espacios diferentes: los de este lado y los del otro lado del muro.
¿Cuál es el sueño de las comunidades constructoras de muros? Mantenerse inmunes
frente a las amenazas externas, proteger la pureza de unas costumbres propias
de las influencias extranjeras.
La
utopía de los constructores de muros (que seguramente sea nuestra distopía) es
la de una identidad cerrada y segura, impermeabilizada frente a las invasiones.
Y el problema de este tipo de utopías es justamente su carácter irrealizable,
para comenzar porque están, como diría Jacques Derrida arruinadas desde un
principio. Todo muro es ruina aún antes de construirse. Y por otra parte esa
pretendida pureza identitaria es una ficción tan agujereada, como el muro que
pretende protegerla.
Si los muros son un instrumento para pacificar un territorio y mantener la guerra y al enemigo afuera, evidentemente fracasan o tienen un nivel de eficiencia técnica bastante bajo.
En un momento histórico como el que estamos viviendo, en el que pensamos que habíamos asistido a la caída de todos los muros y vemos cómo afloran nuevamente, detengámonos a pensar un poco este fenómeno.
En un pequeño fragmento de “La muralla china” de Franz Kafka leemos:
“...pero ¿cómo
puede proteger una muralla construida en forma discontinua? En efecto, una
muralla tal no sólo no puede proteger, sino que la obra misma está en constante
peligro. Estos sectores de muralla abandonados en regiones desoladas podían ser
destruidos fácilmente una y otra vez por los nómadas, sobre todo porque éstos,
atemorizados por la construcción, mudaban de residencia con asombrosa rapidez,
como langostas.”
El
muro quiere proteger al imperio chino frente a los nómades de la estepa. Pero la
continuidad del muro es imposible, la construcción es fragmentaria, en lugar de
una gran muralla es un gran colador, horadado por la rapidez de las langostas.
Nuevamente,
sueño imposible, sueño pesado y lento arrasado por la velocidad y la dispersión
de las fuerzas móviles. ¿Pero sueño de quién? Sueño de defensa de la sociedad. De
la ciudad amurallada, en el caso de la polis
ateniense, ciudad-cultura, ciudad-Estado. Sueño imperial en el caso del lejano
oriente. En todo caso, sueño de la soberanía perfecta, sueño tranquilizador y
reconfortante de un poder soberano cuyo territorio está protegido frente a las
amenazas. Sueño de la ley que rige en el interior de
los muros de la ciudad.
Y
sin embargo, dijimos que ese sueño, puede ser para nosotros, una pesadilla.
Vemos cómo se blindan las fronteras nacionales, cómo se blinda Europa frente a
los refugiados sirios, africanos, cómo se blinda Gran Bretaña al interior de
Europa y por supuesto cómo gana las elecciones Trump en Estados Unidos, con una
propuesta que tiene como centro simbólico la construcción de un gigantesco muro
en la frontera sur con México.
Porque
esto es lo que es sobre todo un muro: no solamente una tecnología para impedir
el paso, sino sobre todo un símbolo del poder soberano, una marcación del
comienzo y el final de un lugar cualitativamente diferente (civilizado, bajo el
imperio de la ley, organizado, propio). Un muro marca la irreductibilidad de un
adentro y un afuera, un espacio de inclusión y un espacio de exclusión.
Cuando
esa frontera de inclusión/exclusión, está motorizada por fuertes proclamas
nacionalistas, de odio, miedo y desprecio del extranjero, entonces nos empieza
a recorrer un escalofrío y la palabra “racismo” sucede a la palabra “xenofobia”
con una facilidad que pensábamos imposible un tiempo atrás.
Y
en ese momento es cuando ocurre el desastre. Encontramos un enemigo fácil.
Identificamos la evidencia del mal en el poder arbitrario del tirano y en su
muro como marca simbólica y ejercicio material de ese poder. El desastre
termina de consumarse si encontramos frente a la evidencia del mal (la
irracionalidad, las pasiones nacionalistas, narcisistas), el polo de la
racionalidad, el diálogo, la apertura, el consenso y la libertad.
Así
es como muchos entienden el panorama en estos momentos: el paradigma de la
libertad, los derechos humanos, y la integración cosmopolita estaría sufriendo
un terrible traspié con el resurgir de una derecha racista, homofóbica,
violenta, que levanta muros allí donde deberíamos derribarlos. Más allá de lo
seductor que pueda parecer este esquema de inteligibilidad, es más lo que
oculta que lo que permite ver. Construir un muro es instaurar un ritual para los cuerpos en tránsito.
No
vamos a solucionar las cosas imaginando como John Lennon que no hay fronteras y
que vamos a vivir pacíficamente entre todos. No se trata simplemente de
derribar muros y con esto no quiero decir que no lo hagamos.
No me preocupan demasiado los muros porque están, como dijimos, fallados,
horadados, percudidos, tuneleados, sobrevolados. Pero sí quisiera pensar ¿qué
es lo que nuestra atención puesta en los muros oculta? ¿qué es lo que no nos
permite ver ese estar absortos con el enemigo evidente? Y a la vez ¿qué es lo
que nos permiten visibilizar?
Para
pensar esto vamos a intentar utilizar algunos instrumentos de la caja de herramientas
de Michel Foucault.
Dijimos
ya que un muro es la expresión material más evidente de la noción de límite,
implica una voluntad de detener, de prohibir el paso, de decir “no” a quien se
aproxime. En fin, un muro es evidentemente represivo al mismo tiempo que es
solemne. Es la solidez del “no” de la ley, del poder soberano de un territorio.
Esto
es lo Foucault denomina “poder negativo”, es la idea que generalmente tenemos
del poder: es el que dice que no, el que prohíbe, el que reprime, por eso
Foucault lo llama poder soberano o jurídico, porque es la ley que niega y su
esencia represiva consiste directamente en negar la vida, en matar. Ese es el
terror que se tiene al tirano, su poder es decir que no a nuestra vida.
Sin
embargo, afirma Foucault, esa no es la única forma en que el poder se
manifiesta y si creemos que el poder es solamente lo que posee el que dicta la
ley, el poder soberano, dejamos de ver otro tipo de poderes, que el llama
“positivos”, no porque le gusten, sino porque en lugar de prohibir, como el
poder “negativo”, son productivos. ¿Y qué es lo que producen? Subjetividades,
formas de vida, cuerpos dóciles, poblaciones sanas. Es lo que Foucault llama el
“biopoder”.
Esos
poderes productivos no dependen de una ley emanada del poder soberano, sino de
una multiplicidad de dispositivos en los que participamos todos tejiendo esas
redes de poder: escuelas, hospitales, familias, oficinas. Dijimos que hay
producción de normalidad, Foucault habla de una sociedad de normalización.
¿Pero quién dicta la norma que dirá quién la cumple y quién se desvía? ¿Quién
señalará al anormal, al raro, al monstruo, al fallido, al inservible? Bueno,
nuevamente lo hacemos un poco todos, pero el saber de lo normal y lo patológico
lo tendrá la medicina, la psiquiatría (hoy en día hay que agregar las
neurociencias) y la operación será de tipo policial.
Veamos
entonces muy esquemáticamente los dos modelos y qué tipo de racismo opera cada
uno: el modelo del muro es de exclusión, de reclusión, de prohibición y en
última instancia de exterminio del otro. El muro es la expresión del odio y el
temor. Su sueño es defender la sociedad contra la invasión extranjera, contra
el ataque de los bárbaros, de los indios. Es el poder sagrado de la ley.
El
segundo modelo no pone en evidencia a un soberano, es anónimo, casi invisible,
opera cotidianamente no sobre los otros para reprimirlos u odiarlos, sino sobre
los propios para corregirlos, producirlos y cuidarlos. Este proceso de
normalización de la sociedad ya no cree que hay que cuidarse de los otros, sino
que hay que cuidar que “nuestra” sociedad no degenere, hay que aceitar en este
sentido prácticas de evaluación, selección, reinserción.
“Surgirán así la idea de los extranjeros infiltrados y el tema de los
desviados, que son los subproductos de esa sociedad.”
No se trata de que un tipo de racismo funcione de manera independiente del otro. No se trata de elegir entre exclusión o normalización. Se trata de entender que más allá del muro (y en conjunto con él) está operando siempre un proceso eugenésico mucho más invisible, pero más insidioso y eficiente. Nuevamente en palabras de Foucault:
“Un racismo de Estado: un racismo que una sociedad va a ejercer sobre sí misma,
sobre sus propios elementos, sobre sus propios productos; un racismo interno,
el de la purificación permanente, que será una de las dimensiones fundamentales
de la normalización social.”
Me pregunto si el justificado rechazo que sentimos frente al avance de las políticas "negativas" del estilo de Trump, va a hacer que nos arrojemos más abiertamente a la instrumentación "positiva" de normalización globalizante del neoliberalismo, pensando que allí reside algún tipo de salvación. Me pregunto si esta evidencia del racismo de Trump, va a impedirnos ver cómo operan los mecanismos eugenésicos en nuestro entorno.