miércoles, 25 de enero de 2017

La ciudad y los muros

Un muro quiere proteger, pero sobre todo quiere separar, distinguir, mantener en espacios diferentes: los de este lado y los del otro lado del muro. ¿Cuál es el sueño de las comunidades constructoras de muros? Mantenerse inmunes frente a las amenazas externas, proteger la pureza de unas costumbres propias de las influencias extranjeras.

La utopía de los constructores de muros (que seguramente sea nuestra distopía) es la de una identidad cerrada y segura, impermeabilizada frente a las invasiones. Y el problema de este tipo de utopías es justamente su carácter irrealizable, para comenzar porque están, como diría Jacques Derrida arruinadas desde un principio. Todo muro es ruina aún antes de construirse. Y por otra parte esa pretendida pureza identitaria es una ficción tan agujereada, como el muro que pretende protegerla.

Si los muros son un instrumento para pacificar un territorio y mantener la guerra y al enemigo afuera, evidentemente fracasan o tienen un nivel de eficiencia técnica bastante bajo.

En un momento histórico como el que estamos viviendo, en el que pensamos que habíamos asistido a la caída de todos los muros y vemos cómo afloran nuevamente, detengámonos a pensar un poco este fenómeno.



En un pequeño fragmento de “La muralla china” de Franz Kafka leemos:

“...pero ¿cómo puede proteger una muralla construida en forma discontinua? En efecto, una muralla tal no sólo no puede proteger, sino que la obra misma está en constante peligro. Estos sectores de muralla abandonados en regiones desoladas podían ser destruidos fácilmente una y otra vez por los nómadas, sobre todo porque éstos, atemorizados por la construcción, mudaban de residencia con asombrosa rapidez, como langostas.”

El muro quiere proteger al imperio chino frente a los nómades de la estepa. Pero la continuidad del muro es imposible, la construcción es fragmentaria, en lugar de una gran muralla es un gran colador, horadado por la rapidez de las langostas.

Nuevamente, sueño imposible, sueño pesado y lento arrasado por la velocidad y la dispersión de las fuerzas móviles. ¿Pero sueño de quién? Sueño de defensa de la sociedad. De la ciudad amurallada, en el caso de la polis ateniense, ciudad-cultura, ciudad-Estado. Sueño imperial en el caso del lejano oriente. En todo caso, sueño de la soberanía perfecta, sueño tranquilizador y reconfortante de un poder soberano cuyo territorio está protegido frente a las amenazas. Sueño de la ley que rige en el interior de los muros de la ciudad.

Y sin embargo, dijimos que ese sueño, puede ser para nosotros, una pesadilla. Vemos cómo se blindan las fronteras nacionales, cómo se blinda Europa frente a los refugiados sirios, africanos, cómo se blinda Gran Bretaña al interior de Europa y por supuesto cómo gana las elecciones Trump en Estados Unidos, con una propuesta que tiene como centro simbólico la construcción de un gigantesco muro en la frontera sur con México.



Porque esto es lo que es sobre todo un muro: no solamente una tecnología para impedir el paso, sino sobre todo un símbolo del poder soberano, una marcación del comienzo y el final de un lugar cualitativamente diferente (civilizado, bajo el imperio de la ley, organizado, propio). Un muro marca la irreductibilidad de un adentro y un afuera, un espacio de inclusión y un espacio de exclusión.

Cuando esa frontera de inclusión/exclusión, está motorizada por fuertes proclamas nacionalistas, de odio, miedo y desprecio del extranjero, entonces nos empieza a recorrer un escalofrío y la palabra “racismo” sucede a la palabra “xenofobia” con una facilidad que pensábamos imposible un tiempo atrás.

Y en ese momento es cuando ocurre el desastre. Encontramos un enemigo fácil. Identificamos la evidencia del mal en el poder arbitrario del tirano y en su muro como marca simbólica y ejercicio material de ese poder. El desastre termina de consumarse si encontramos frente a la evidencia del mal (la irracionalidad, las pasiones nacionalistas, narcisistas), el polo de la racionalidad, el diálogo, la apertura, el consenso y la libertad.

Así es como muchos entienden el panorama en estos momentos: el paradigma de la libertad, los derechos humanos, y la integración cosmopolita estaría sufriendo un terrible traspié con el resurgir de una derecha racista, homofóbica, violenta, que levanta muros allí donde deberíamos derribarlos. Más allá de lo seductor que pueda parecer este esquema de inteligibilidad, es más lo que oculta que lo que permite ver.  Construir un muro es instaurar un ritual para los cuerpos en tránsito.

No vamos a solucionar las cosas imaginando como John Lennon que no hay fronteras y que vamos a vivir pacíficamente entre todos. No se trata simplemente de derribar muros y con esto no quiero decir que no lo hagamos.

No me preocupan demasiado los muros porque están, como dijimos, fallados, horadados, percudidos, tuneleados, sobrevolados. Pero sí quisiera pensar ¿qué es lo que nuestra atención puesta en los muros oculta? ¿qué es lo que no nos permite ver ese estar absortos con el enemigo evidente? Y a la vez ¿qué es lo que nos permiten visibilizar?

Para pensar esto vamos a intentar utilizar algunos instrumentos de la caja de herramientas de Michel Foucault.

Dijimos ya que un muro es la expresión material más evidente de la noción de límite, implica una voluntad de detener, de prohibir el paso, de decir “no” a quien se aproxime. En fin, un muro es evidentemente represivo al mismo tiempo que es solemne. Es la solidez del “no” de la ley, del poder soberano de un territorio.

Esto es lo Foucault denomina “poder negativo”, es la idea que generalmente tenemos del poder: es el que dice que no, el que prohíbe, el que reprime, por eso Foucault lo llama poder soberano o jurídico, porque es la ley que niega y su esencia represiva consiste directamente en negar la vida, en matar. Ese es el terror que se tiene al tirano, su poder es decir que no a nuestra vida.

Sin embargo, afirma Foucault, esa no es la única forma en que el poder se manifiesta y si creemos que el poder es solamente lo que posee el que dicta la ley, el poder soberano, dejamos de ver otro tipo de poderes, que el llama “positivos”, no porque le gusten, sino porque en lugar de prohibir, como el poder “negativo”, son productivos. ¿Y qué es lo que producen? Subjetividades, formas de vida, cuerpos dóciles, poblaciones sanas. Es lo que Foucault llama el “biopoder”.

Esos poderes productivos no dependen de una ley emanada del poder soberano, sino de una multiplicidad de dispositivos en los que participamos todos tejiendo esas redes de poder: escuelas, hospitales, familias, oficinas. Dijimos que hay producción de normalidad, Foucault habla de una sociedad de normalización. ¿Pero quién dicta la norma que dirá quién la cumple y quién se desvía? ¿Quién señalará al anormal, al raro, al monstruo, al fallido, al inservible? Bueno, nuevamente lo hacemos un poco todos, pero el saber de lo normal y lo patológico lo tendrá la medicina, la psiquiatría (hoy en día hay que agregar las neurociencias) y la operación será de tipo policial.



Veamos entonces muy esquemáticamente los dos modelos y qué tipo de racismo opera cada uno: el modelo del muro es de exclusión, de reclusión, de prohibición y en última instancia de exterminio del otro. El muro es la expresión del odio y el temor. Su sueño es defender la sociedad contra la invasión extranjera, contra el ataque de los bárbaros, de los indios. Es el poder sagrado de la ley.

El segundo modelo no pone en evidencia a un soberano, es anónimo, casi invisible, opera cotidianamente no sobre los otros para reprimirlos u odiarlos, sino sobre los propios para corregirlos, producirlos y cuidarlos. Este proceso de normalización de la sociedad ya no cree que hay que cuidarse de los otros, sino que hay que cuidar que “nuestra” sociedad no degenere, hay que aceitar en este sentido prácticas de evaluación, selección, reinserción.

“Surgirán así la idea de los extranjeros infiltrados y el tema de los desviados, que son los subproductos de esa sociedad.”

No se trata de que un tipo de racismo funcione de manera independiente del otro. No se trata de elegir entre exclusión o normalización. Se trata de entender que más allá del muro (y en conjunto con él) está operando siempre un proceso eugenésico mucho más invisible, pero más insidioso y eficiente. Nuevamente en palabras de Foucault:


“Un racismo de Estado: un racismo que una sociedad va a ejercer sobre sí misma, sobre sus propios elementos, sobre sus propios productos; un racismo interno, el de la purificación permanente, que será una de las dimensiones fundamentales de la normalización social.”

Me pregunto si el justificado rechazo que sentimos frente al avance de las políticas "negativas" del estilo de Trump, va a hacer que nos arrojemos más abiertamente a la instrumentación "positiva" de normalización globalizante del neoliberalismo, pensando que allí reside algún tipo de salvación. Me pregunto si esta evidencia del racismo de Trump, va a impedirnos ver cómo operan los mecanismos eugenésicos en nuestro entorno.  

domingo, 22 de enero de 2017

Niños, larvas e inmanencia absoluta

Hay criaturas que ejercen un magnetismo especial en nosotros. Criaturas que parecen habitar mundos fabulosos y desconocidos. Extrañas formas de vida que nos invitan a replantear nuestra existencia, que desapropian las identidades en las que nos reconocemos y las esencias que nos vertebran. En este sentido, la pregunta ‘¿cómo será aquella vida tan distinta a la nuestra?’ no hace más que evidenciar un anhelo de vivenciar otra experiencia, aunque más no sea en el mundo de la fantasía. Pero no es sino hasta el momento en que ese interrogante se formula en primera persona, que puede cobrar relevancia, porque la experiencia singular es la que ansía esa experiencia de otro habitar. Un famoso cuento de Julio Cortázar explora el encuentro y la transformación de un hombre en una extraña criatura anfibia, conocida como “axolotl”. La relación que entabla el protagonista y narrador de la historia implica, para comenzar, una extraña forma de identificación, lo cual es casi paradójico porque la identidad y la extrañeza parecen rechazarse mutuamente. Sin embargo es lo que se evidencia luego de los primeros encuentros con los axolotl: “desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos.”[1] No hay que dejar de subrayar entonces el carácter paradójico de esta vinculación en la que lo perdido está presente y la distancia puede seguir uniendo. Sin embargo, debemos preguntarnos en todo caso ¿qué es lo que está perdido, qué es lo que ha quedado distante? Hemos hablado de una experiencia diferente, de una forma de vida ajena. Algo de este orden ocurre con estos seres anfibios, con estos habitantes de dos mundos. Y un signo de ello tiene que ver con su mirada. “Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar.”[2] Esa otra vida, que a la vez guarda un cierto grado de familiaridad, la podemos quizás pensar respecto a la animalidad que habita en todo hombre. Pero sin embargo, el protagonista afirma desde su sensibilidad que los axolotl “no eran animales”[3], subrayando de esta manera una familiaridad inversa, no ya la del hombre con el animal, sino la del animal con el hombre. En el juego de transformación que el cuento de Cortázar plantea, no asistimos simplemente a un devenir-animal del hombre, sino a la vez, a una humanización del animal, en la que los límites entre ambos se indistinguen y comienza a cobrar más importancia el “entre” de lo que sucede entre ellos que el resultado acabado de la transformación.



Esta lectura nos acerca a los escritos de Jacques Derrida, quien en reiteradas ocasiones trabajó sobre lo que sucede “entre” el hombre y el animal como modo de deconstrucción del humanismo. En su seminario La bestia y el soberano o en obras como El animal que luego estoy si(gui)endo la mirada del animal desapropia al hombre de su lugar privilegiado: “quién soy en el momento en que, sorprendido desnudo, en silencio, por la mirada de un animal, por ejemplo, los ojos de un gato, tengo dificultad, sí, dificultad en superar una incomodidad.”[4] La desnudez sería condición exclusiva de la humanidad, un animal nunca estaría desnudo pues jamás se viste, los hombres somos los únicos que escondemos nuestro cuerpo –nuestro sexo- con la vestimenta. Se suele creer que lo propio de los animales es estar desnudos sin saberlo y que no conocen el pudor. Se cree también que lo propio del hombre es tener la posibilidad de querer estar desnudo, de hacer o dejarse hacer algo a partir del pudor de la desnudez. Pero lo que hay aquí, afirma Derrida, es un intento más de definir lo que sería lo propio del hombre. El protagonista del cuento de Cortázar también siente una incomodidad frente a la mirada de los axolotl, pero no tiene que ver con la desnudez, al menos no con la desnudez en su sentido primario, sino en todo caso con un dejar al desnudo el miedo y la fascinación por esa otra forma de vida. Algo misterioso y enigmático que estaría inscripto en su estado larval. “Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma.” [5] Efectivamente algo “larvado” es algo disfrazado o enmascarado, la larva esconde lo que vendrá más adelante en el desarrollo madurativo del animal. Algo escondido, aún una existencia a medias, fantasmática o espectral, larva puede ser traducido del latín como “fantasma”. Tal como Derrida lo hubiera conceptualizado ni-vivo, ni-muerto, indecidible en su pertenencia a dos mundos, acechante como un espectro en su existencia anfibia.



            Sin embargo, la figura a la que me quiero dirigir, todavía no ha aparecido más que de forma embrionaria. Porque este trabajo no pretende ser una exégesis del cuento de Cortázar desde una perspectiva derridiana. La intención es poner en tensión algunos conceptos que nos permitan pensar a la infancia y el juego. Con esa finalidad, el axolotl puede fungir como una figura para desplegar algunas singularidades de la experiencia y la vida infantil. Para tender este puente, haré referencia especialmente a un pequeño artículo publicado por Giorgio Agamben en 1996, titulado Per una filosofía dell’infanzia. Efectivamente, el texto comienza con la descripción del axolotl, como una criatura de apariencia infantil pero perfectamente capaz de reproducirse. Es decir, una criatura que conserva, como afirmaba el cuento de Cortázar, características larvales, pero sin embargo no continúa su desarrollo y adquiere “tempranamente” su capacidad reproductiva. En este sentido, el axolotl es uno de los casos de paedomorphosis o neotenia, es decir que permanece como una especie de características infantiles.
       


     Este particular “infantilismo” invita a Giorgio Agamben a pensar en términos que ha trabajado en diversos escritos, centrados en la “potencia de no”. Basándose en una lectura original de la teoría del acto y la potencia aristotélicos, Agamben se ha permitido pensar la suspensión de la potencia, esto es, la no realización de lo que la potencia promete o posibilita: el acto. Lejos de ser una simple impotencia, la potencia de no, abre posibilidades impensadas. En nuestro caso nuevas formas de vida en relación a la obstinación infantil. Mientras que todas aquellas especies que realizan su potencia, simplemente obedecen de forma determinista a su desarrollo natural, “el neoténico infante se encuentra a sí mismo en la condición de también ser capaz de prestar atención a aquello que no está escrito, de prestar atención a las posibilidades somáticas arbitrarias y no codificadas.”[6] Esta dimensión corporal liberada de su supuesta finalidad, permite al cuerpo un habitar presente que modifica radicalmente las condiciones de ese vivir. Por eso Agamben afirma, continuando la estela del pensamiento heideggeriano, que sólo el infante estaría en un “mundo”, que sólo él estaría arrojado fuera de sí y en ese sentido a la escucha del ser. Esta forma de existencia que no está tomada por ninguna especificidad, es la que le permitiría al niño “al contrario de cualquier otro animal, nombrar las cosas en su lenguaje y, de este modo, abrirse ante sí mismo una infinidad de mundos posibles.”[7] Por eso decíamos que la vida del niño estaría especialmente marcada por su apertura y su posibilidad.



            Pero hay que aclarar que esta posibilidad no es una mera posibilidad lógica, estamos hablando de la vivencia de la propia posibilidad. Para dar cuenta de lo que esto significa, Agamben distingue dos tipos de juego en los niños: un primer juego codificado, con limitaciones determinadas, que repone en algún sentido la codificación biológica y por eso mismo es cerrazón; por otro lado, el poner la vida en juego, que implica a la propia vida biológica: “el niño juega con su función fisiológica, o, mejor, la juega, y de este modo, se complace en ella.”[8] El juego no es un momento reglado de interrupción de la vida, sino el modo en que esa vida establece sus propios mundos: “es jugando que el adulto adquiere su forma de vida.”[9] Salvando las enormes diferencias disciplinares y conceptuales, la obra de Donald Winnicott confirma hasta cierto punto, la importancia del juego en la vida infantil, inclusive podemos leer la distinción entre el juego reglado y no reglado, debido a la capacidad inventiva de los niños. En el artículo de 1942 titulado ¿Por qué juegan los niños? podemos leer que no se trata solamente del placer que comporta, de expresar agresividad o controlar la ansiedad, sino que es un modo privilegiado de constituir experiencia y un mundo propio. En este sentido, la apertura de posibilidades de la vida infantil se ejerce en el juego como en ningún otro ámbito, pero, insistimos el juego no es el momento de “jugar” según los términos del adulto, sino la actividad, la actitud de juego vital que el niño tiene como experiencia del mundo.

            Esta relación entre el niño y su mundo, la especificidad de esta experiencia que no puede separarse de esa particular vivencia del entorno, es retomada por Agamben nuevamente en el léxico de Heidegger: “¿Cuál es el Dasein de un niño? Uno podría decir que es una inmanencia sin lugar ni sujeto, un aferrarse que no se aferra ni a una identidad ni a una cosa, sino simplemente a su propia posibilidad y potencialidad. Es una absoluta inmanencia que es inmanente a nada.”[10] ¿Qué es lo que tenemos que entender aquí por esta inmanencia que no tiene lugar ni sujeto, que es absoluta? En principio estamos hablando de una condición previa a la constitución de un lugar o de un sujeto, nos referimos a la pura potencia en tanto no actualizada, por eso su Dasein, su ser-ahí es un estar-ahí que no necesita de un mundo previo y que no podría sostener esa apertura de los posibles si el mundo le fuera dado previamente. Al aferrarse a su propia potencia, se aferra a su modo de vida en tanto abierta y no determinada. Agamben dedica un artículo entero al concepto de “inmanencia absoluta”, trabajando sobre todo en consonancia con el último artículo de Gilles Deleuze titulado “La inmanencia. Una vida”.[11] No pretendo desarrollar en este breve trabajo todas las implicancias de este texto, sino simplemente señalar que la inmanencia absoluta es un modo de pensar la vida o, mejor aún, que cierto modo de darse la vida puede pensarse como una inmanencia absoluta, como un estar aferrado a sí mismo y a su propia posibilidad. La inmanencia absoluta implica la emancipación de cualquier sobredeterminación trascendente.



            Continuando con la lectura del artículo Per una filosofía dell’infanzia, encontramos entonces al niño como “el paradigma de una vida que es absolutamente inseparable de su propia forma, una absoluta forma-de-vida sin resto.”[12] Afirmar que el niño no es separable de su propia forma quiere decir que no podemos aislar en él su vida biológica o su nuda vida. El artículo que abre su obra Mezzi senza fine (1996) se titula justamente “Forma-de-vida”, allí Agamben desarrolla este concepto alrededor de la distinción entre bios y zoé, esto es, entre una vida cualificada políticamente y una vida simplemente natural, común a hombres, animales o vegetales. Tal como habíamos visto, la vida del niño, que no puede separarse de su forma, eso es lo que arrebata el poder soberano, distinguiendo una nuda vida a la que el niño como tal está sustraído. Esto significa que el niño, como tal, no es capturable por los modos que la política tiene para administrar la vida. ¿Cómo capturar algo que es inmanencia pura, que no tiene otra forma que la de su posibilidad? Y hay que subrayar que para Agamben el pensamiento es también, como la vida del niño forma-de-vida inseparable de su posibilidad. “El pensamiento es forma-de-vida, vida indisociable de su forma, y en cualquier parte en que se muestra la intimidad de esta vida inseparable, en la materialidad de los procesos corporales y de los modos de vida habituales no menos que en la teoría, allí hay pensamiento, sólo allí.”[13] A partir de esta caracterización de Agamben podemos quizás pensar en la relación que se puede establecer entre la vida del niño y el pensamiento, que parecerían en un primer sentido excluirse mutuamente. En términos agambenianos justamente el pensamiento “maduro”, del hombre inserto en las dinámicas de producción regladas, no es vida indisociable de su forma, ni potencia que mantiene su absoluta inmanencia. Hay además, afirma Agamben, pensamiento en la materialidad de los procesos corporales, algo que ya vimos asociado a la vida y la experiencia del niño, cuya vida se juega en esos procesos corporales. De ahí que la filosofía tenga un interés tan especial en la niñez, porque no cree que se trate de un período preparatorio que es menester superar, sino una forma-de-vida que puede abrirse a sus posibilidades como el pensamiento en su potencia absoluta.

            Lo que permite al niño sustraerse a la captura de la diferenciación de una vida simple, es justamente esta relación primaria con su propia corporalidad: “la vida del niño es inaferrable, no porque trascienda hacia otro mundo, sino porque se aferra a este mundo y a su propio cuerpo de un modo que los adultos encuentran intolerable.”[14] Ese aferrarse a su mundo y su cuerpo es lo que hemos nombrado antes como inmanencia absoluta. La pregunta en todo caso sería ¿por qué los adultos encuentran ese aferrarse intolerable? En otras palabras ¿por qué el adulto pierde su absoluta potencia, salvo en los casos en los que puede recuperarla de alguna manera con el ejercicio del pensamiento no capturado? Quizás por el hecho de querer capturar a su vez. Agamben afirma que este aferrarse a sí implica una fuerza que no toma otro objeto, por eso, insistimos, su absoluta inmanencia.



Volvamos entonces al cuento de Cortázar. Esta “potencia de no”, esta inoperosidad del pensamiento ¿no es lo que parece en un principio la vida del axolotl? Un flotar sin sentido, mirando sin mirar, pegado al vidrio, rompiendo con cualquier idea de productividad adulta. También es lo que le sucede al protagonista del cuento a medida que avanza la identificación con el axolotl, cada vez hace menos, se queda pegado el vidrio, contemplando. Realizando su propia vida teórica. “Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.”[15] Una incapacidad que lo libera del mundo productivo, como sucede en algún sentido con el protagonista del cuento de Melville Bartleby, o el escribiente, una narración que Agamben analiza con interés, en la que asistimos a una transformación que también incapacita y a la asunción explícita de una potencia de no, que trastoca el orden de las potencias capturadas por el aparato económico. “Como escriba que ha dejado de escribir es la figura extrema de la nada de la que procede toda creación y, al mismo tiempo, la más implacable reivindicación de esta nada como potencia pura y absoluta.”[16] Pero dije que íbamos a volver al cuento de Cortázar y me fui, de cuento en cuento. Cuando el protagonista se encuentra como axolotl, justamente se encuentra ejercitando en su aparente quietud la pura potencia del pensamiento: “Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él”, el estado de suspensión del acto es justamente lo que caracteriza al pensamiento: paramos para operar como pensamiento.

            A partir de estas notas sobre el cuento de Cortázar y el artículo de Agamben, podemos pensar entonces el estado larval, enmascarado, espectral, inmaduro de la niñez, como un momento de afirmación radical de la propia experiencia. En la vida infantil el juego no es simplemente un medio para construir un mundo en común con el mundo adulto, sino ante todo una relación muy seria con la propia corporalidad y con el estar en un mundo que se constituye abierto y más vital que ninguno, aunque desde la mirada del adulto, se vea allí una pura pasividad o una detención sin sentido. Si seguimos la intuición de Cortázar, hay algo en esa vida larval que nos seduce, hay una potencia que quedó clausurada y que reclama, con una voz queda y una mirada que no se condice con la nuestra, una liberación de las posibilidades vitales.





[1] Cortázar, J., Final del juego, Ediciones B, Buenos Aires, 1996, p. 75.
[2] Ibídem, p, 76.
[3] Ibídem.
[4] Derrida, El animal que luego estoy si(gui)endo, Madrid, Trotta, 2008. p. 17.
[5] Cortázar, J., Final del juego, Ediciones B, Buenos Aires, 1996, p.77.
[6] Agamben, G., Teología y lenguaje, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2012, p., 29.
[7] Ibídem.
[8] Ibídem, p. 30.
[9] Ibídem.
[10] Ibídem.
[11] Agamben, G., La potencia del pensamiento, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2007.
[12] Agamben, G., Teología y lenguaje, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2012, p. 31.
[13] Agamben, G., Medios sin fin, Valencia, Pre-textos, 2010, p. 20.
[14] Agamben, G., Teología y lenguaje, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2012, p. 31.
[15] Cortázar, J., Final del juego, Ediciones B, Buenos Aires, 1996, p. 75.
[16] Agamben sobre Bartleby, p. 111

domingo, 8 de enero de 2017

Subjetividad y derecho en Friedrich Nietzsche

Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo,
 tiempo atrás, una figura más razonable y que ahora está rota.
Pero éste no parece ser el caso.
Franz Kafka

Sabemos que Friedrich Nietzsche fue uno de los críticos más agudos de la noción de subjetividad moderna. Entendemos que este ataque al sujeto de la modernidad, se desarrolló en un contexto más general de enfrentamiento con la tradición metafísica y sólo en ese sentido podemos comprender su relevancia. Por otra parte, se trata de un enfrentamiento que no siempre ha tomado la misma forma ni se ha realizado con las mismas armas. Y sus implicancias son tan grandes que todavía la comunidad filosófica está intentando dar cuenta de ellas. Al mismo tiempo, la intervención nietzscheana en la conceptualización de la subjetividad no se agota simplemente en un momento negativo, que tendría su complemento en un momento posterior propositivo. Desde el principio mismo de su obra, podemos ver aparecer escorzos, aristas, figuras varias de nuevos tipos de subjetividad. En particular, nos interesa atravesar algunas de estas nuevas características de la subjetividad en relación al sujeto de derecho clásico, es decir, pretendemos poner de relieve en la crítica al concepto de sujeto moderno, qué aspectos conciernen a su figura en tanto sujeto de derecho y qué formas nuevas podemos vislumbrar para pensar en una nueva configuración entre sujeto y derecho. Evidentemente esta reflexión se solapa en numerosas ocasiones con el aspecto específicamente moral y el político del sujeto, pero creemos que la deriva jurídica no ha sido tan explorada como las anteriores en los estudios nietzscheanos.  Con este fin, realizaremos una breve descripción del problema general, esto es, de la crisis de la metafísica y sus consecuencias para la concepción del sujeto moderno; luego intentaremos trabajar con algunos textos tempranos de Nietzsche para rastrear allí los lugares en los que podemos señalar nuevas formas de pensar el derecho y la subjetividad.



Erróneamente se suele sindicar a Nietzsche como el asesino de dios, cuando el trabajo que realiza es ante todo diagnóstico de la época que le tocó transitar. En todo caso, podemos ver cómo su tarea parte de la evidencia de la muerte de dios para poder desde allí indicar las diversas consecuencias de esta pérdida del fundamento y los modos en que vuelven a aparecer una y otra vez intentos de instaurar nuevos principios metafísicos que den cuenta, a partir de ellos, de todo lo existente. Es lo que Nietzsche llamaba las “sombras de dios”: la moral, la gramática, el sujeto se erigen como sucedáneos dispuestos a ser esa roca inamovible sobre la cual construir, en forma jerárquica, la totalidad de lo que es. “El sujeto moderno se presenta como nueva sombra de dios, una vez muerto éste. Esto significa que el sujeto ocupa en la modernidad el lugar dejado vacante por el dios muerto, y cumple sus funciones fundamentadoras del ámbito de lo ontológico, de lo gnoseológico y de lo ético-político.”[1] Es justamente esta última función, la ético-política, la que nos interesa en relación al sujeto moderno. Si entendemos que el sujeto es una ficción útil, ¿Qué características asignadas a su figura podemos entender que son útiles para el funcionamiento del orden jurídico, moral, político? ¿Podemos pensar otro orden jurídico una vez que esta conceptualización moderna del sujeto ha entrado en crisis? ¿Debemos hacerlo? ¿Qué implicancias para nuestras formas de comprender el acto moral y el sistema jurídico tienen las nuevas figuras de la subjetividad que esboza Nietzsche? Estos son algunos de los interrogantes que jalonan esta breve incursión en algunos escritos nietzscheanos para intentar encontrar allí indicios de una nueva relación entre sujeto y derecho. El último paso que lleva del “mundo verdadero” hacia la fábula, de acuerdo a esta famosa sección de El crepúsculo de los ídolos, plantea también la pregunta por lo que queda una vez operado el desenmascaramiento: “Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No!,¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!”[2] Está claro entonces que no pretendemos encontrar en los textos nietzscheanos la verdadera relación entre sujeto y derecho, sino la posibilidad de fabular diversos modos de esta relación, ya que el sujeto de derecho moderno aparece como una figura difícil de deconstruir.



Veamos entonces a partir de los propios textos nietzscheanos algunas características de este sujeto moderno. En los fragmentos póstumos podemos leer la historia psicológica del “sujeto” como un resto de la distinción operada entre una acción y un agente.[3] Efectivamente, podemos pensar al sujeto moderno como el concepto garante de que las acciones puedan ser asignadas a un individuo determinado. Para eso tenemos que asignar a este individuo una conciencia racional y libre, que le permite entonces reconocerse a sí mismo como portador de la responsabilidad de la acción que es, en tanto libre, una elección que le pertenece para los otros y para sí mismo a esa identidad individual. Como contrapartida, Nietzsche pone claramente en duda que el querer y el pensar sean resultado de la actividad de ese “yo” que se autoadjudica su dominio.[4] Aunque una exposición más detallada encontraría diferencias más que importantes entre los filósofos modernos, podemos trazar una línea de continuidad que une al sujeto racional moderno y al contrato social como modelo de legitimar el nuevo orden político, fundándolo en este sujeto autónomo. Sobre esta dupla Estado-sujeto se funda el derecho positivo y emerge con toda su fuerza el sujeto de derecho que puede contratar, comprar y vender amparado por las leyes estatales. Históricamente, este sujeto universal se corresponde con la burguesía que se está haciendo de derechos políticos y económicos de los que hasta ese entonces carecía. Pero la burguesía como tal no puede corresponder exactamente con este sujeto pensante, este sujeto impersonal del cogito cartesiano o las categorías a priori kantianas. ¿Dónde está pues este sujeto isotópico? Debemos por supuesto responder que no se encuentra en ningún lugar que no sea histórico, que se lo debe producir como tal. En La genealogía de la moral podemos encontrar seguramente los desarrollos más certeros en este sentido. Pero nuestra intención para este breve trabajo, es analizar algunos textos más tempranos de su producción, en particular El nacimiento de la tragedia de su primera etapa trágica-metafísica y Humano, demasiado humano, que marca la ruptura de ese primer período con la crítica a la metafísica.



En los numerosos análisis de El nacimiento de la tragedia mucho es lo que se ha dicho sobre Apolo y Dionisos como figuras divinas que representan instintos artísticos contrapuestos. Sin embargo nos interesa pensar ahora en estas dos divinidades desde sus influencias en el universo de lo político. El mismo Nietzsche establece algunos vínculos en la obra, aunque sin desarrollarlos en profundidad, por lo que nos proponemos trabajar sobre estos indicios para desplegar desde allí algunas problemáticas. Afirma Nietzsche que

“así como cuando hay una propagación importante de excitaciones dionisíacas se puede siempre advertir que la liberación dionisíaca de las cadenas del individuo se manifiesta ante todo en un menoscabo, que llega hasta la indiferencia, más aún, hasta la hostilidad, de los instintos políticos, igualmente es cierto, por otro lado, que el Apolo formador de estados es también el genio del principium individuationis, y que ni el Estado ni el sentimiento de la patria pueden vivir sin afirmación de la personalidad individual.”[5]

Tenemos entonces aquí la doble afirmación de la apoliticidad del espíritu dionisíaco y de Apolo como divinidad que provee la base para la formación del Estado. Sin voluntad individual no hay Estado, como los filósofos contractualistas supieron señalar. Mientras que Dionisos es la abolición de esta reunión de individuos diferenciada, estratificada, que es la sociedad civil. En La visión dionisíaca del mundo Nietzsche ya había sostenido que en las fiestas de Dionisos “todas las delimitaciones de casta que la necesidad y la arbitrariedad han establecido entre los seres humanos desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y el de humilde cuna se unen para formar los mismos coros báquicos.”[6] La festividad dionisíaca es excepción, interrupción festiva y desbordante de un ordenamiento sociopolítico. No puede haber Estado dionisíaco. Pero seguramente tampoco podamos pensar el funcionamiento estatal con una represión completa del espíritu dionisíaco, de manera que si lo dionisíaco no puede constituir Estado, seguramente pueda allí cumplir algún papel y en este sentido, complementar el orden político. Volvamos entonces sobre las características principales del instinto apolíneo: el Estado se funda sobre la moderación, el sosiego, el control de las emociones salvajes y la capacidad de analizar (de distinguir, es decir, de individuar) y de decidir del sujeto moderno. Parece que el Estado tiene a la base un conjunto de individuos que son dueños de sí, cuya conciencia cartesiana es accesible y permite saber qué conviene y qué no conviene para la existencia y la prosperidad de ese sujeto en la sociedad. Si bien en este período Nietzsche todavía no emprendió su crítica radical a la metafísica y es deudor de concepciones muy cercanas a Schopenhauer, entendemos que el papel político de la individuación apolínea es un claro ejemplo del rol asignado a determinada forma de subjetividad, que el joven Nietzsche ya concibe en tensión. El instinto dionisíaco, apolítico por excelencia, puede quizás ser pensado como una irrupción en el campo de este tipo de política apolínea y como la posibilidad de pensar otras aristas de la vida en comunidad. Si Apolo es el fundador del Estado, una política dionisíaca tiene que ser una política no estatalizante. Una política de la desmesura que pueda interpelar y poner en crisis el imaginario del binomio político moderno: sujeto-Estado. En el mismo sentido cae también la figura del sujeto de derecho tradicional, no podemos, en principio más que pensarlo apolíneo: individuado, mesurado, dueño de sí.



            Humano, demasiado humano es la obra que marca el comienzo de la crítica a la metafísica y el consiguiente distanciamiento de la filosofía schopenhaueriana. La filosofía tendrá que ser, desde este momento, eminentemente histórica y podemos observar en esta obra los primeros rasgos de lo que luego será su enfoque genealógico. En el aforismo 18 sostiene que son dos las principales afirmaciones de la metafísica: la sustancia (la identidad, la invariabilidad de lo existente) y la libertad (el libre albedrío). En los dos casos, afirma Nietzsche, se trata de errores fundados en formas primitivas de concebir al mundo y nuestra relación con él. A la sustancia opondrá el devenir y al libre albedrío la causalidad.[7] El problema del libre albedrío lleva a una breve historia de la responsabilidad que termina en la disolución completa de esta última. “Se hace así sucesivamente al hombre responsable de sus efectos, luego de sus actos, luego de sus motivos y, por último, de su ser. Descúbrese entonces por último que este ser tampoco puede ser responsable, por ser una consecuencia entera y absolutamente necesaria, y derivar de elementos e influjos de cosas pasadas y presentes.”[8] Si hay necesidad, entonces no hay asidero para la responsabilidad, Nietzsche concluye entonces que nadie es responsable de sus actos ni de su ser y tenemos que entender aquí justamente a este “nadie” designando al sujeto moderno responsable de su ser y de sus actos. Esta figura ya no puede sostenerse, entonces ¿qué sucede con la responsabilidad, la culpa, el castigo? En el aforismo 66 vislumbramos una primera respuesta, allí Nietzsche afirma que “Nuestro crimen contra los criminales consiste en que los tratamos como canallas.”[9] El modo en que punimos a los criminales no habla de ellos tanto como de nosotros, los que creemos que son canallas, en tanto han decidido realizar actos que van contra lo acordado por la ley. Pero si nosotros nos convertimos en criminales al suponer en ellos esta identidad moral corrupta, ¿qué tipo de penalidad podemos legítimamente ejecutar sobre estos sujetos para castigar sus acciones? Sobre la pena muerte, Nietzsche sostiene que así no se castiga la culpa del asesino, porque la culpa la tienen los padres y los educadores, no hay responsabilidad de quien comete el acto.[10] Lo que sucede con el “ajusticiamiento” es la puesta en escena de mecanismos que ocultan la disolución de la culpa en el conjunto de determinaciones que llevaron al asesino a cometer ese acto. Aparece aquí solapadamente un término que va a ir ganando importancia en la obra posterior de Nietzsche: la inocencia. Como contracara de la culpa y de la responsabilidad, vemos surgir al hombre sabio como aquel que es capaz de comprender la disolución de la responsabilidad individual y la inocencia como consecuencia inmediata de este cambio en el modo de entender las acciones. Podemos ver cómo esta inocencia está atravesada por una concepción determinista a la que Nietzsche no va a adscribir más adelante, pero que le sirve en este momento para combatir la idea de “libre albedrío”, entonces afirma que a pesar de la enorme complejidad y de la aparente libertad, un entendimiento omnisciente podría calcular todas las acciones de todos los hombres, incluyendo su conciencia errónea de libertad.[11] Si aceptamos esta hipótesis entonces tenemos que reconsiderar todo el funcionamiento de lo que denominamos procedimientos de justicia. Parte de este trabajo lo emprende el mismo Nietzsche en esta obra intentando pensar el origen de la justicia y del derecho como resultado de una dinámica de fuerzas y conveniencias.

            Volvamos entonces a pensar los desafíos que quedan por pensar ya desde estas primeras críticas al sujeto moderno en tanto individuo-responsable de sus propias acciones. Creemos que el concepto de “inocencia” que esbozamos al finalizar este trabajo, puede ser fructífero para pensar figuras posibles de la subjetividad que no porten sobre sí el peso de la culpa. Sin embargo, entendemos que no podemos simplemente escindir en una subjetividad responsable y una inocente, lo que hasta ahora era la unidad sólida del sujeto moderno. En todo caso, tenemos que preguntar al derecho hasta qué punto puede albergar dentro de él la inocencia de los actos y, en ese caso, pensar qué transformaciones implicaría, qué nuevo derecho y qué nuevas subjetividades se pueden poner en juego, si la inocencia debilita el fundamento moral del derecho.

[1]Cragnolini, Mónica (2006), Moradas nietzscheanas, Buenos Aires: La cebra, p. 28
[2] Nietzsche, Friedrich (2002), Crepúsculo de los ídolos, Madrid: Alianza, p. 58
[3] Nietzsche, Friedrich (1998), El nihilismo: escritos póstumos, Barcelona, Península, p. 35
[4] Así en el aforismo 124 de Aurora titulado “¡Lo que es querer!” o en el aforismo 17 de Más allá del bien y del mal donde aparece la famosa sentencia “Ello piensa”, entre muchos otros lugares de su obra.
[5] Nietzsche, Friedrich (1998). El nacimiento de la tragedia. Buenos Aires: Alianza, p. 167
[6] Ibíd., p. 232
[7] Nietzsche, Friedrich (2007), Humano, demasiado humano, Madrid: Akal, p. 53
[8] Ibíd., p. 68
[9] Ibíd.,  p. 79
[10] Ibíd., p. 80
[11] Ibíd., p. 94