sábado, 24 de diciembre de 2016

SI DIOS NO EXISTE, NO TODO ESTÁ PERMITIDO

Se llega a la filosofía por un camino que tiene algo de táctil en su temporalidad. Hay algo en nuestro presente que nos toca, hay una urgencia por pensar lo que nos toca, lo que nos golpea, lo que vibra en nosotros hoy. No hay filosofía si no hay una pregunta urgente, una pregunta que quema la piel. Pero tampoco hay filosofía sin demora. Pensar es demorarse, es romper cierta temporalidad compartida del hoy.

Al comienzo de “El Banquete” de Platón, Aristodemo y Sócrates se encuentran en la calle y van a la casa de Agatón para celebrar este famoso banquete.

“Entonces Sócrates, concentrando de alguna manera el pensamiento en sí mismo, se quedó rezagado durante el camino.”

Filosofar es, ya desde la época de Sócrates, quedarse rezagado respecto al presente. Y aún más necesaria es esa demora en el presente nuestro, que no hace otra cosa sino demandarnos habitar el ritmo de las soluciones. Sobre todo cuando el presente se constituye como maquinaria de medición de resultados y como cálculo de eficiencias y planes de desarrollo, debemos reafirmar a la filosofía como actividad inútil, atrasada y marginal.



Los filósofos estamos comprometidos con el presente, pero no como nos mandan que lo estemos. Nuestro presente es denso, está cargado de historia, nuestro amor al saber es un amor improductivo. Pero tiene efectos en el presente, toda vez que permita dislocar la temporalidad que se nos impone.

Entonces ¿Cuál es hoy el problema que nos toca? ¿Cuál es hoy la pregunta urgente? ¿Aquella sobre la que debemos demorarnos?

Tiene que ver con el papel que le cabe a la filosofía y a toda actividad de creación. En un mundo sin fundamentos absolutos. ¿Cuál es el lugar desde el que damos valor a nuestros actos?

Retomo entonces el título de esta exposición. “Si Dios no existe, entonces no todo está permitido.” Es por supuesto, una reformulación de la famosa frase de Dostoievsky y parte desde una certeza que no me interesa discutir: no vamos a hablar sobre la existencia o la inexistencia de Dios.

Partimos desde la orfandad. Estar sin Dios, es estar perdido, sin norte, sin fundamento desde el cual actuar. Escuchemos brevemente las palabras de (San) Agustín de Hipona en sus Confesiones.

“Yo me aparté de ti y anduve perdido, Dios mío. En mi juventud anduve errante, muy lejos de tu camino estable y me convertí a mí mismo en tierra baldía.”

Conocemos la historia de San Agustín: es una historia con final feliz, de pérdida y reencuentro, de andar errante para volver nuevamente al redil, a la tranquilidad del camino estable.



Pero si Dios no existe, como dice Dostoievsky, entonces no hay vuelta posible a ese camino estable, ya no sabemos si estamos perdidos o no, hay errancia infinita y todo está permitido.

Escuchemos la frase de Dostoievsky completa: “Si Dios no existe, todo está permitido y si todo está permitido, la vida es imposible”.

Sabemos ya que la vida no es imposible sin fundamentos absolutos, en todo caso puede ser bastante más complicada, pero las oportunidades para crear nuevos mundos y nuevas formas de vida están abiertas como nunca antes. Y sin embargo, parece que estamos entrampados como en ningún otro momento, parece que vivimos en un mundo en el que poco podemos hacer y en el que no podemos creer en el valor de nuestra acción.

Por eso quiero reformular la primera pregunta, la pregunta por el valor de nuestros actos y plantear más bien esta otra ¿Cuáles son los mecanismos por los que la creación queda obturada? Si ya no hay una trascendencia que nos limite ¿Qué es lo que hoy nos limita?

Los nostálgicos de los fundamentos absolutos y los grandes relatos tranquilizadores le echan la culpa a quienes denominan “pensadores posmodernos”, empezando por el abuelo de la criatura, Don Friedrich Nietzsche y llegando unos cien años después hasta Gilles Deleuze.

¿Cuál habría sido el pecado de los filósofos posmodernos de acuerdo a esta lectura? Al negar o al 
combatir una verdad absoluta, un fundamento último, eso que antes llamamos Dios, no hay nada que valga más que otra cosa y entonces todo queda relativizado.

¿Y cuál es el problema del relativismo? Que es una posición conservadora, porque si todo vale lo mismo, no hay motivos por los cuales transformar, luchar, crear, hacer. Es decir, no hay un valor en el cambio, mejor que todo siga como está y si hay una transformación, que sea superficial, porque la misma idea de cambio profundo o radical estaría invalidada.

El mundo en el que solamente son posibles, pensables y deseables los cambios superficiales es el mundo del capital contemporáneo y por eso muchos acusan a estos pensadores de ser funcionales al statu quo actual.

Los que hacen esta lectura sobre los mal llamados filósofos posmodernos tienen dos inconvenientes. El primero es que no leyeron a los filósofos que critican. Quiero decir, realmente quien piensa que Nietzsche o Deleuze habilitan y promueven un relativismo canchero y falto de compromiso, nunca abordaron sus obras.

Pero eso es lo de menos, no tenemos que desplegar acá la actitud profesoril: “leyeron mal acá, ¿ven? Si hubieran leído correctamente lo que el autor quiso decir…” Ese es un problema menor, un problema para los sacerdotes del sentido originario. Lo que importa no es el origen, el error respecto al origen, sino el efecto de esas lecturas y el efecto es la neutralización de la potencia disruptiva que tienen las propuestas de Nietzsche y de Deleuze.

Lo que me preocupa de esas lecturas es que nos invitan a pensar en un binomio excluyente: o hay un fundamento absoluto y otorgamos valor al mundo a partir de él, o ya nada vale la pena y nos abandonamos a una afirmación banal del presente, a una simple administración de la repetición, a una eficiente utilización de cierta creatividad al servicio del mercado.



Una forma bastante simple de reconocer la tontería es esta manera que tiene de presentarse proponiendo un binomio excluyente: o Dios o el caos absoluto, o la Verdad o la banalidad. La vida sin embargo suele ser bastante más compleja, más rica, plena de matices, la vida no es tonta, sino nosotros cuando intentamos pensarla con esquemas fáciles que siempre le quedan chica.

Por eso tenemos que ser pacientes en nuestra intensidad, demorarnos en este ser tocados por la vida, tenemos que practicar la generosidad de transitar los caminos que nos saquen tanto de la pobreza del dogmatismo como de la pobreza de la banalidad.

Entremos entonces en la obra de Nietzsche con este problema en la mano: En otros tiempos era la moral la que impedía la creación. Pero si Dios ha muerto, si ya no hay una verdad que mande de modo absoluto ¿Qué es lo que impide ahora la creación?

Esto es lo que Nietzsche trata de pensar una y otra vez en la primera parte de la que quizás sea su obra principal: “Así habló Zaratustra”.

Quiero compartir con ustedes algunos fragmentos de la sección titulada “Del árbol de la montaña”. Allí Zaratustra dramatiza justamente este problema que acabamos de plantear. Tenemos a un joven que ha podido escaparse del rebaño y de la moral establecida por los buenos y los santos.  Al que tiene esta fortaleza Nietzsche lo llama “noble”:

“El noble quiere crear cosas nuevas y una nueva virtud. El bueno quiere las cosas viejas, y que se conserven. Pero el peligro del noble no es que se vuelva bueno, sino insolente, burlón, destructor.”

Evidentemente este joven tuvo la fortaleza de alejarse de la moral del rebaño, pero no la suficiente para ser un creador. Sigue Zaratustra:

“Ay, yo he conocido nobles que perdieron su más alta esperanza. Y desde entonces calumniaron todas las esperanzas elevadas. Desde entonces han vivido insolentemente en medio de breves placeres, y apenas se trazaron metas de más de un día.”

¿Les suena? Ya no creo en ninguna moral, pero tampoco soy capaz de crear perspectivas nuevas sobre el mundo, entonces me dedico a despreciar a los que sí lo intentan. Estoy siempre “de vuelta” ¿Para qué te vas a comprometer si nada tiene sentido? Eso es lo que dice el que no quiere tomarse el trabajo de comprometerse, porque no le dan las fuerzas.

¿Y para qué sí le alcanzan las fuerzas? Para breves placeres, para metas de no más de un día. Esta es la figura que Zaratustra llama el “libertino”. Se dedica a administrar sus placeres.

Y creo que es una figura mucho más cercana a nosotros que la figura del santo, del que sostiene una moral absoluta. Ese no es ya nuestro problema, la figura que triunfa hoy en día es la figura del que descree de su propia capacidad de transformación. Así transforma su fuerza creadora en fuerza reactiva, se transforma en un agente de la pobreza, en un conservador de la nada. Y arruina no solamente su potencia sino la de los otros. 

Esta actitud es, en palabras de Nietzsche:

“para todos los que están llenos de fuerza y creatividad, un obstáculo; para todos los dubitativos y extraviados, un laberinto; para todos los desfallecidos, un terreno pantanoso; para todos los que corren detrás de metas elevadas, un grillete atado al pie; para todos los gérmenes recién nacidos, una niebla venenosa.”

Esta cita es de la primera Consideración intempestiva de Nietzche. Es decir de un pensamiento que va contra el presente, que es inactual, que va contra sus contemporáneos.

Nietzsche entiende que bajo la máscara del odio al fanatismo y a la intolerancia (es decir, bajo la máscara de lo políticamente correcto, del liberalismo), se intenta paralizar todo movimiento fresco, poderoso y realmente creador.

En esta Consideración intempestiva Nietzsche acuña el término “cultifilisteo”, es decir, quien hace de la cultura un comercio, un negocio.

El cultifilisteo puede entretenerse con el arte y la filosofía, inclusive experimentar un poco, mientras ninguna consecuencia se entrometa con la vida seria (es decir: su familia, sus negocios, su profesión), la separación es estricta, divertimento por un lado, seriedad por el otro.

"¡Pobre del arte que comience a tomarse en serio a sí mismo y plantee exigencias que atenten contra los sueldos, los negocios y los hábitos del filisteo, es decir, que atenten, en consecuencia, contra lo que para él es lo serio!  El filisteo aparta sus ojos de semejante arte como si estuviera viendo algo obsceno, y con el ademán propio de un guardián de la castidad advierte a toda virtud necesitada de amparo que ni siquiera se le ocurra mirar.”



Tenemos la piel impermeabilizada cuando el arte, la cultura, la filosofía, son simplemente un entretenimiento para un sábado a la noche.

Volvamos entonces a nuestra pregunta urgente: ¿por qué esta figura es la que hoy triunfa? ¿Por qué nuestra fuerza creadora, nuestra vitalidad, nuestra corporalidad, queda neutraliza, reducida a divertimento? ¿Por qué nuestra cultura queda reducida a banalidad, es decir desvitalizada?

Nietzsche da una respuesta compleja, no se trata de un solo factor. Pero hay dos aspectos centrales que subraya: una vez que ha muerto Dios la vida queda capturada por el Estado y por el mercado.

¿Cuál es la concepción que Nietzsche tiene del Estado en “Así habló Zaratustra?

“Estado se llama al más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: “Yo, el Estado, soy el pueblo”.”

Nietzsche es conocido por su crítica a la moral del rebaño, a la moral del pueblo, pero pocos son los que tienen en cuenta que para él es mucho peor la forma Estado que la forma Pueblo.
El pueblo por lo menos tiene una fe, tiene un amor, tiene un fundamento, sigue a su Dios, ese Dios es su creación.

El problema del Estado es que no permite ninguna verdadera creación, no se trata más que de “aniquiladores” que ponen trampas, en lugar de mantenernos unidos bajo una fe, el Estado se mantiene mediante el poder represivo y pequeños placeres que nos proporciona. Hay enemistad manifiesta entre pueblo y Estado, porque hay una singularidad en cada pueblo, en su lengua, en sus costumbres, en sus derechos.

“Pero el Estado miente en todas las lenguas del bien y del mal; y diga lo que diga, miente –y posea lo que posea, lo ha robado.”

¿Por qué afirmó Nietzsche que el Estado es un “monstruo frío”? Porque no tiene el calor de la creación colectiva que tiene el pueblo, pero tampoco ninguna otra, si es frío es que está muerto, es simplemente una gran máquina, un Leviatán, un gigantesco monstruo administrativo y represivo.

¿Y entonces, cómo obtiene algo de legitimidad? Bueno, pone a los creadores a su servicio.
Acá encuentra Zaratustra el gran peligro del Estado, que se transforma en nuevo ídolo para los que ya perdieron a su dios y que organiza su propia mitología. Para eso utiliza a los nobles, a los creadores. Recordemos al creador Wagner, al amigo de Nietzsche, utilizado por el Estado prusiano, absorbido por la corte estatal. El Estado entonces funciona tomando su fuerza y legitimidad de creadores que le sirven para tener un apoyo masivo. Y Zaratustra le habla a esos valientes, para que no pongan sus fuerzas al servicio del Estado.

“Todo quiere dároslo a vosotros el nuevo ídolo, si vosotros lo adoráis: por ello se compra el brillo de vuestra virtud y la mirada de vuestros ojos orgullosos. ¡Quiere que vosotros le sirváis de cebo para pescar a los demasiados!”

¿Qué es lo que aconseja Zaratustra al creador? Huir del Estado y de sus engañosas trampas. El Estado adula, compra y manipula a los creadores para sus propios intereses.

Bien. Terminada la sección sobre el Estado en “Así habló Zaratustra”, damos vuelta la página, ¿con qué nos encontramos? La siguiente sección se titula “De las moscas del mercado”

Inmediatamente después de la captura del Estado, aparece la captura del mercado. Y esto por supuesto no es casual. Nietzsche sabe muy bien que Estado y mercado comparten muchas características, en particular su falta de vitalidad propia.

Sabemos además que el Estado moderno, que es al que se refiere Nietzsche, es una producción política del capitalismo. Digo esto, sin tener tiempo acá para desarrollarlo, pero Estado y Mercado no están necesariamente enemigos en un antagonismo, como muchos sostienen, sino que se potencian mutuamente, es así desde el origen del Estado moderno y sigue siendo así en tiempos de neoliberalismo. El Estado tomado por el mercado no desaparece como Estado, en el neoliberalismo no asistimos tanto a una desregulación como a una sobreregulación.

Pero volvamos a Nietzsche. El mercado es un lugar ensordecedor, es el lugar del aturdimiento (de la publicidad, de los falsos discursos, del continuo tintineo de las mercancías), no se puede estar silencioso y atento, no está permitido demorarse.

“Donde la soledad acaba, allí comienza el mercado; y donde el mercado comienza, allí comienzan también el ruido de los grandes comediantes y el zumbido de las moscas venenosas.”






¿Quiénes son estos “grandes comediantes” del mercado? Son los que “imponen tendencia” o promocionan una u otra cosa, los que hacen que algo valga o deje de valer. El problema para Nietzsche es que al mismo tiempo que las mayorías que participan del mercado admiran a estos grandes comediantes, no pueden comprender lo realmente creador, una sensibilidad atrofia a la otra.

“En torno a los inventores de nuevos valores gira el mundo: -gira de modo invisible. Sin embargo, en torno a los comediantes giran el pueblo y la fama: así marcha el mundo.”

Huérfanos de un sentido absoluto, quedamos presos de lo que nos indican los comediantes.
Toda la filosofía nietzscheana puede leerse como una teoría del valor. Está claro que no hay un valor intrínseco, un fundamento, un Dios. Esto el mercado lo sabe muy bien, por eso puede vendernos cualquier cosa. No hay nada que esté desvalorizado absolutamente. Pero ¿Cómo se imponen determinados valores en el mercado? Con la inestimable ayuda de estos grandes comediantes.

Nietzsche acuña una preciosa palabra para nombrar a aquellos que nos guían en el mercado, aquellos periodistas, hombres de la cultura, filósofos, artistas, neurocientíficos que nos indican cómo vivir, qué comprar, cómo ser felices dentro del mercado, los llama “bufones solemnes”.

“Lleno de bufones solemnes está el mercado -¡y el pueblo se gloria de sus grandes hombres! Estos son para él los señores del momento. Pero la hora los apremia: así ellos te apremian a ti. También de ti quieren ellos un sí o un no.”

Nuevamente, la advertencia es para el creador, que puede convertirse en uno de estos grandes hombres, que puede venderse a las fuerzas del mercado y “orientar” al pueblo respecto a lo que debe valorar/elegir/comprar. Pero el creador no quiere valorar un sí o no para guiar a los que no se atreven a valorar por sí mismos, quiere tomarse el tiempo para ver lo que algo vale desde su profundidad.

Esta es entonces la lección nietzscheana: no hay que transformarse en un sacerdote del mercado, no hay que quitarle a nadie su sí y su no, porque decir sí o decir no es lo que hace la vida, y cuando un sacerdote consigue a sus seguidores son ambos los que se arruinan.

Podríamos decir también “no hay que desear por otro”, cada uno tiene que construir y llegar a conocer sus propios deseos. Y eso sucede justamente con un sí o con un no, es decir alejados de cualquier relativismo, alejados de cualquier falta de compromiso, de cualquier banalización de lo que nos toca de forma urgente.

El relativismo, la banalización y la falta de compromiso son las armas con las que quienes podrían haber creado una nueva perspectiva, se consuelan a sí mismos y arruinan a los demás. De ese modo terminan siendo un eslabón de reproducción de lo que ya está o vendiéndose al mejor postor porque afirma que no se puede hacer otra cosa. 

Para salir de esa división excluyente: o creo en algo absolutamente o no creo en nada, hay que recorrer el camino de la propia creación. Es el camino más difícil, pero a la vez el más vital. ¿Y cómo se empieza? Hay que cortar con los circuitos ya conocidos, sobre todo los mercantilizados, encontrarse con otros, transitar nuevos espacios, habitar el propio desierto, crear una nueva forma de valor que no se transforme en una tiranía para los demás. Ese es el desafío.

Volvamos entonces a las advertencias de Zaratustra: hay que huir del Estado y del mercado para que nuestra vida no quede capturada. Nuestra creación no puede circunscribirse a esos ámbitos. Tenemos que encontrarnos en otros lugares y crear nuevas mediaciones y nuevos vínculos.

El último libro que escribe Gilles Deleuze junto con Félix Guattari, en el año 1991, pocos años antes de morir, se llama ¿Qué es la filosofía? Estamos en plena época del triunfo del neoliberalismo y el prólogo del libro está atravesado por esa batalla.



Deleuze define a la filosofía como la disciplina de la creación de conceptos. ¿Qué hace la filosofía? Crea, y ¿qué crea? nuevos conceptos con los que pensar los problemas que nos tocan. Pero resulta, problema nietzscheano, que esa creación queda capturada.

“Se llegó al colmo de la vergüenza cuando la informática, la mercadotecnia, el diseño, la publicidad, todas las disciplinas de la comunicación se apoderaron de la propia palabra concepto, y dijeron: ¡es asunto nuestro, somos nosotros los creativos, nosotros somos los conceptores! Somos nosotros los amigos del concepto, lo metemos dentro de nuestros ordenadores. Información y creatividad, concepto y empresa.”

Deleuze está belicoso, porque lo que triunfó con el neoliberalismo es el marketing, es la “creatividad” al servicio del mercado y la administración de la vida.

“Ciertamente, resulta doloroso enterarse de que “Concepto” designa una sociedad de servicios y de ingeniería informática. Pero cuanto más se enfrenta la filosofía a unos rivales insolentes y bobos, cuanto más se encuentra con ellos en su propio seno, más animosa se siente para cumplir la tarea, crear conceptos, que son aerolitos más que mercancías.”

¿Se dan cuenta por qué decía que la filosofía de Nietzsche o la filosofía de Deleuze no habilitan para nada un relativismo cínico y conservador? Una y otra vez se detienen a denunciar política y conceptualmente las formas en que la vida liberada de la moral absoluta, la vida liberada del Dios eterno, queda neutralizada, reconducida, utilizada para que circulen cómodamente identidades y  mercancías. Y así toda la potencia disruptiva de lo que nos atraviesa, se transforma en un desierto.
Recordemos el final de la cita de San Agustín: “y me convertí a mí mismo en tierra baldía.”

Pero no nos engañamos con estas palabras: “me convertí a mí mismo en tierra baldía.” Nunca se trata de un acto puramente individual, nos convertimos unos a otros en tierra baldía o nos revitalizamos unos a otros cuando nos encontramos.

Esta es otra mala lectura que suele hacerse de Nietzsche. Se suele pensar que propone una salida individual. Nada más errado. Si Nietzsche nos invita a retirarnos del rebaño es porque el rebaño es el lugar de la repetición, es el lugar en el que nos convertimos unos a otros en tierra baldía.

Nuevamente, se trata de romper con los binomios excluyentes: no se trata de estar solos o estar con los otros, sino de cómo se articulan los encuentros con los otros y con nosotros mismos. ¿Qué es lo que buscamos y lo que encontramos cuando estamos juntos?

Se trata de poder construir otro tipo de comunidad, se trata de llegar a otra forma de ser-en-común.

 En la sección de “Así habló Zaratustra” titulada “Del amor al prójimo” leemos lo siguiente:

“Vosotros os apretujáis alrededor del prójimo y tenéis hermosas palabras para expresar ese vuestro apretujaros. Pero yo os digo: vuestro amor al prójimo es vuestro mal amor a vosotros mismos.”

La figura del prójimo es la figura del espejo de nosotros mismos. Es el que va a confirmar nuestra identidad. Nos acercamos al otro como prójimo porque tenemos miedo de nosotros mismos, porque hay algo en nosotros que quiere seguir siendo tierra baldía.

Dice Zaratustra: “¿Os aconsejo yo amor al prójimo? ¡Prefiero aconsejaros la huida del prójimo y el amor al lejano! Más elevado que el amor al prójimo es el amor al lejano y al venidero; más elevado que el amor a los hombres es el amor a las cosas y a los fantasmas. Ese fantasma que corre delante de ti, hermano mío, es más bello que tú; ¿por qué no le das tu carne y tus huesos? Pero tú tienes miedo y corres hacia tu prójimo.”

Se trata de poder ser generoso con el extraño, con el lejano, con el enemigo. Pero ese extraño no es simplemente otro individuo, sino que lo extraño está también en nosotros.

Repito estas preciosas palabras: “Ese fantasma que corre delante de ti, hermano mío, es más bello que tú; ¿por qué no le das tu carne y tus huesos? Pero tú tienes miedo y corres hacia tu prójimo.”

Amar al hombre en tanto prójimo es afirmar lo que somos, aplacar la transformación, volver a encontrar nuestra identidad. ¿Qué es lo que Zaratustra ama en el hombre? Ama su posibilidad de transformación, ese fantasma, esa virtualidad que puede encarnarse si le damos carnadura, si encuentra una tierra fértil. Y esa tierra fértil son los otros. Y no solamente los otros hombres, son los otros animales, son los otros vivientes que ya nos habitan, sólo hay que aguzar el oído.

¿Pero cómo podemos aguzar el oído para lo extraño si estamos en el medio del barullo del mercado? ¿Pero cómo podemos aguzar el oído para lo nuevo si nos dejamos seducir por el canto de los honores del aparato de Estado? ¿Pero cómo podemos ser generosos con las búsquedas propias y ajenas si no podemos demorarnos, si tenemos que cumplir con cánones de producción y eficiencia? ¿Cómo podemos volver a producir una cultura que esté viva, que nos haga temblar, que nos haga pensar nuevamente?

Nietzsche no propone una creación que sea puro capricho individual, sino escucha y recepción de lo que ya se está produciendo en mí, de lo que ya se está produciendo en nosotros.

Si la creación implica recepción, entonces no se trata de una creación entendida como “lo que a mí se me ocurre”, sino entendida como “lo que en mí ocurre”, en la que la posición del yo tiene que saber obedecer una voz que manda en un nuevo lenguaje. Pero no podemos entender un nuevo lenguaje si repetimos siempre la misma cantinela de la comunicación.

Es más importante aprender a escuchar que imponer la supuesta libertad de un yo del mercado que no sabe lo que su cuerpo le está diciendo.
El trabajo mismo de la escucha, paciente y comprometido con el cuerpo y con lo vivo, será el que cree en todo caso una nueva forma de libertad que es una obediencia de otro tipo.

Obedecer es interpretar, en este sentido “crear” es crear algo que, de algún modo, ya está allí. No es una creación desde la nada, desde el capricho. Es lo que hace cualquier buen artista, crea un lenguaje, un estilo, una sintaxis desde los materiales con los que trabaja (su cuerpo, su tela, su época).

Así le dice Zaratustra a los guerreros: “Tú debes” le suena a un buen guerrero más agradable que “yo quiero”. Y a todo lo que os es amado debéis dejarle que primero os mande.”

Hay que ser muy generoso y hay que poder demorarse en una nueva escucha para encontrar aquello que nos manda.

Entonces, no “vale todo lo mismo” luego de la muerte de Dios. Desde la voluntad de poder, desde la vida siempre hay algo que se impone, no hay paridad de valores, hay creación en relación a un existente, a una corriente que nos arrastra, a una necesidad que se impone.

Esa necesidad no es uniformidad, sino pluralidad, exploración de mundos desconocidos.

“Mil senderos existen que aún no han sido nunca recorridos: mil formas de salud y mil ocultas islas de la vida. Inagotados y no descubiertos continúan siendo siempre para mí el hombre y la tierra del hombre.” ¡Vigilad y escuchad, solitarios! Del futuro llegan vientos con secretos aleteos; y a oídos delicados se dirige la buena nueva.” 

Seamos entonces esos oídos delicados. Seamos entonces ese estremecimiento en el encuentro con los otros, seamos entonces esa generosidad que rompe con el cálculo y con las leyes del mercado, antes de que nuestros oídos y nuestros corazones queden definitivamente atrofiados.




*Texto leído en La noche de la Filosofía 2016, Centro Cultural Kirchner.

domingo, 11 de diciembre de 2016

ESTAMOS EN GUERRA

Debéis amar la paz como medio para nuevas guerras. 
Y la paz corta más que la larga.
 A vosotros no os aconsejo la paz, sino la victoria. 
¡Sea vuestro trabajo una lucha, sea vuestra paz una victoria!

Así habló Zaratustra 


A comienzos de 1976 Michel Foucault dictó en el Collège de France un curso titulado "Il faut défendre la société", que fue editado en español como Defender la sociedad.  Aunque podemos encontrar varias formas de dar cuenta de las líneas centrales de este curso, hay una deriva que aparece en algunos momentos de manera explícita, pero que no deja de recorrer de un extremo al otro toda la obra: un enfrentamiento entre Nietzsche y Hegel, una contraposición entre le genealogía y la dialéctica.

Sabemos que este período de la producción foucaultiana suele denominarse "genealógico" y este curso se inserta justo en el corazón de la producción de las dos mayores publicaciones de esta etapa: Vigilar y Castigar y La voluntad de saber (el primer tomo de la Historia de la sexualidad).

En un pequeño texto de 1971, Foucault ya adelantaba esta impronta nietzscheana contra otros modos de comprender el quehacer histórico, así decía en Nietzsche, la genealogía, la historia:

"Uno quiere creer que en su comienzo las cosas eran perfectas; que salieron resplandecientes de las manos del creador, o en la luz sin sombra del primer amanecer. El origen siempre está antes que la caída, antes que el cuerpo, antes que el mundo y el tiempo; está del lado de los dioses, y al narrarlo siempre se canta una teogonía. Pero el comienzo histórico es bajo. No en el sentido de modesto, o de discreto, como el andar de la paloma, sino de irrisorio, irónico, el apropiado para deshacer cualquier vanidad:" a continuación Foucault cita un pasaje de Aurora de Nietzsche "Se intentaba despertar el sentimiento de soberanía en el hombre, invocando su origen divino: ese se ha convertido ahora en un camino prohibido; pues a su puerta está el mono."

Contra la idea de origen como momento inmaculado, como espacio privilegiado de expresión de una racionalidad no contanimada, la genealogía recorre senderos históricos olvidados, enlaza lo que la lógica estaba destinada a pensar como absurdo o imposible (el hombre y el mono). Y la historia del hombre y el mono es, como sabemos, no una historia de evolución teleológica, sino una sucesión de mutaciones azarosas, de violencias y de dominios materiales.




Afirma Foucault en Defender la sociedad:


“La explicación por abajo es también una explicación por lo más confuso, lo más oscuro, lo más desordenado, lo más condenado al azar; puesto que lo que debe valer como principio de desciframiento de la sociedad y su orden visible es la confusión de la violencia, las pasiones, los odios, las iras, los rencores, las amarguras; es también la oscuridad de los azares, las contingencias, de todas las circunstancias menudas que hacen las derrotas y aseguran las victorias.”

En lugar de remitirse a un origen natural, hay que desentrañar relaciones de fuerzas en la que cuerpos, pasiones y azares constituyen las sociedades y su historia. Y a pesar de todas sus diferencias, esto es lo que tendrían en común los filósofos juristas (Hobbes, Rousseau) con Hegel: el iusnaturalismo y la dialéctica son distintos modos del pacifismo. Mientras que los primeros abandonan la historia por la postulación de un origen (el estado de naturaleza), Hegel al poseer la clave de la racionalidad del despliegue histórico, no hace más que mostrar como insuficientes desde un punto de vista absoluto los momentos de conflicto, de negación, de violencia.

En cambio para lo que Foucault denomina "hipótesis Nietzsche", no hay tal punto de vista absoluto, ni al comienzo (ni en el origen), ni al final (momento último del despliegue de la Idea), lo que tenemos son perspectivas en pugna, irreconciliables entre sí, que no están esperando el arbitraje de una racionalidad que las contenga, las reduzca o las acerque en sus diferencias. 

Ni al comienzo ni al final encontramos la paz. La historia muestra una continuidad de guerras, de luchas, de violencias, de dominaciones, una conjunción de fuerzas que traman diferentes alianzas, que organizan hegemonías que luego se debilitan para dar lugar a otras. En este sentido, no se trata de encontrar el camino de la reconciliación, sino de desequilibrar las relaciones de dominación existentes para instaurar otras. No se trata de encontrar la verdad cercana a la paz, sino en el fragor de la batalla. Solamente comprometiéndose con una perspectiva y habitando un lado del combate, la verdad (parcial, nunca universal, nuestra verdad) puede aparecer como tal y servir a la vez como herramienta de lucha en esa batalla.

Por este motivo todo saber es, saber-poder, es decir instrumento de reconversión o afianzamiento de una determinada relación de fuerzas. Y esto es lo que nuevamente queda clausurado en la filosofía hegeliana, en la que no hay lugar para una multiplicidad de saberes que no estén contenidos como momentos de un despliegue de una racionalidad totalizante.



Volvamos a las palabras de Foucault sobre la dialéctica hegeliana:

"En el fondo, la dialéctica codifica la lucha, la guerra y los enfrentamientos en una lógica o una presunta lógica de la contradicción; los retoma en el proceso doble de totalización y puesta al día de una racionalidad que es a la vez final pero fundamental, y de todas maneras irreversible. Por último, la dialéctica asegura la constitución, a través de la historia, de un sujeto universal, una verdad reconciliada, un derecho en que todas las particularidades tendrán por fin su lugar ordenado.”

Debemos preguntarnos entonces qué tipo de consecuencias podemos vislumbrar en el plano de la acción política, de los modos de articulación del saber, de acuerdo a estos dos formas de concebir la historia. De acuerdo a la hipótesis Nietzsche, tanto las posturas esencialistas del derecho natural como la dialéctica, reducen la complejidad de la historia a una racionalidad que hay que descubrir, una vez aquietadas las aguas de la discordia. Se intentarán posturas conciliadoras, se pretenderá que nada bueno puede venir de la violencia, se invitará a deponer las armas materiales o simbólicas, se llamará a la unidad y la paz. 

Pero estos llamamientos no serían más que una táctica para hacer prevalecer una verdad que no deja de ser parcial y una paz que no es sino un modo de ocultar las dominaciones que se están ejerciendo. Para la posición nietzscheana, la derrota absoluta sería aceptar que hay una verdad universal, que todas las perspectivas queden subsumidas en un proceso de igualación que las neutralice. Se trata, por el contrario, de reactivar las luchas y de hacerlo en cada uno de los lugares en los que esas luchas se llevan a cabo. Lo que Foucault muestra muy bien es que las relaciones de poder no se concentran simplemente en un lugar privilegiado (el trono del soberano), sino que pasan a través de nosotros, se despliegan a través de diferentes relevos y alianzas de las que formamos parte. En este sentido, la invitación es la de ampliar efectivamente el campo de batalla.  

domingo, 21 de agosto de 2016

TENER UNA IDEA ES ALGO RARO

Exposición en la Noche de las ideas
20 de agosto de 2016, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires

Tener una idea es algo raro. Homenaje a Gilles Deleuze

Gracias por acercarse hoy hasta acá. El título de esta charla es “Tener una idea es algo raro. Homenaje a Gilles Deleuze”.

Vamos a empezar por la segunda parte: no me gusta la palabra “homenaje”, remite a una situación muy institucional, en la que descubrimos un busto de bronce del autor y le rendimos culto a una estatua. Es decir a una imagen muerta ante la cual nos arrodillamos.

Nada más ajeno a lo que quisiera hacer en este encuentro, nada más ajeno a lo que provoca Deleuze. Nunca un deseo de arrodillarse y adorar, sino una aceleración de todas las partículas de nuestro cuerpo, un ponerse a vibrar con movimientos inesperados, que impone nuevos ritmos y velocidades a lo que somos y que nos arroja a una deriva intensa y alegre.

Escuchemos las palabras de Deleuze:
(Conversaciones 10) “Si yo no fuera capaz de admirar y amar a nadie o a nada, me sentiría como muerto, momificado.”



En lugar de “homenaje”, mejor hablemos de admiración y de amor. ¿Qué significa ser capaz de admirar? Significa, como decía Zaratustra, tener el ojo puro para las potencias ajenas. No puede admirar el envidioso, no puede admirar el resentido, no puede admirar el competitivo. Admirar es un acto de amor, porque implica una generosidad en la entrega a una intensidad ajena, en lugar de una negación mezquina en la que prima la incomprensión.

(La isla desierta 181) “La enfermedad del mundo actual es la incapacidad para admirar: cuando se está «en contra», se rebaja todo a la altura propia, escudriñando y cacareando. No es así como hay que proceder: hay que elevarse hasta los problemas que plantea un autor genial, hasta lo que no dice en aquello que dice, para extraer de ahí algo que se le deberá siempre, aunque se pueda también volver contra él. Hay que estar inspirado, poseído por los genios a quienes se denuncia.”

La enfermedad del mundo actual es la falta de generosidad, y Deleuze lo dice muy bien, se trata de una incapacidad. Porque para poder acercarse a una creación filosófica, artística, científica, es necesario aumentar nuestra capacidad perceptiva, para tratar de estar a la altura de lo que ahí está sucediendo: hay que saber recorrer los argumentos, aguzar el oído, aumentar la capacidad perceptiva. Es por un lado una disposición amorosa, receptiva y por otro lado un paciente trabajo de exploración de zonas desconocidas para nosotros.

Cuando difundo los cursos o charlas de filosofía que hago, siempre pongo la frase “no se necesitan conocimientos previos”, no porque crea que es adecuada, sino porque muchos no se acercan a los textos o encuentros filosóficos porque tienen miedo de no entender. ¿Y si ese miedo no fuera más que el resultado que una educación terriblemente estupidizante ha realizado en nosotros? ¿Y si no se tratara de poseer las claves de la comprensión, sino de la disposición de la atención, de la generosidad de la conexión, de querer aprender a acompañar la sensibilidad de lo que se nos propone?

(Mil Mesetas, 10) “Nunca hay que preguntar qué quiere decir un libro, significado o significante, en un libro no hay nada que comprender, tan sólo hay que preguntarse con qué funciona, en conexión con qué hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y metamorfosea la suya, con qué cuerpos sin órganos hace converger el suyo. Un libro sólo existe gracias al afuera y en el exterior.”



Hablamos del exterior de un libro, de las intensidades y de los cuerpos. Siempre recomiendo a mis alumnos, antes de empezar un curso que comiencen a leer los textos sin preocuparse demasiado por lo que no entienden, sin tararse en ese problema y tratando de aprender a seguir el movimiento que el pensador propone, sin interponer objeciones, quejas y críticas rápidas.

Ese tipo mezquino de la crítica es lo que más vemos, por ejemplo, en un museo como este: de arte moderno. Nos acercamos a una obra y decimos cosas tales como: “Eso lo podría haber hecho mi sobrinito de 5 años” o “Los artistas de ahora ya no son como los de antes que sabían pintar” o “Lo único que les interesa es la guita, porque el arte se convirtió en negocio” o “Hacen cualquier cosa provocativa con tal de figurar”.

Hacemos ese tipo de críticas desde la más absoluta mezquindad. Y no se trata de que haya verdad o falsedad en esas observaciones, muchas veces pueden contener algo del orden de lo verdadero. La pregunta en todo caso es por qué frente a la multiplicidad de aspectos que una obra de arte propone, elegimos realizar solamente la interpretación más pobre y más mezquina, que nos impide cualquier tipo de aprendizaje y de transformación.

Además de ser provocativa o de haber triunfado en el mercado del arte, quizás la obra despliega un lenguaje artístico diferente que no queremos tomarnos el trabajo y el riesgo de recorrer. La mezquindad y la pobreza implican pretender que las categorías con las que venimos pertrechados para acercarnos a una obra filosófica, artística, científica, sean suficientes y sean adecuadas para ese encuentro con la obra.

No estamos dispuestos a suspender el juicio para acompasar nuestro movimiento a uno ajeno. Me pregunto cuánto es lo que nos perdemos cada vez que decimos “eso no es una obra de arte”, “esa propuesta es una locura”, “esa idea es utópica”, “esa es una mala persona”, es decir, cada vez que dejamos en evidencia que elegimos la conexión más mezquina que afirma nuestra posición en lugar de permitirnos transformarla.

Porque ahí radica la cuestión de la admiración, la generosidad y el amor. ¿Estamos dispuestos a entregarnos a un trabajo de recepción amoroso que nos desapropie de aquellas certezas que nos constituyen? Eso no implica aceptar sin crítica todo lo que se nos proponga, las únicas opciones no son arrodillarse o escupir, las únicas opciones no son el dogma o el rechazo. También podemos acompañar, percibir, conectar, vibrar, y aún así ser críticos.



La pregunta entonces es ¿cómo vamos a enfrentar lo novedoso? Aquello para lo cual no tenemos aún categorías. Volvamos a Deleuze:

(La isla desierta 182) “En toda modernidad, en toda novedad, hay conformismo y creatividad, un conformismo insulso y también «una musiquilla nueva», algo que se conforma a la época y también algo intempestivo: separar lo uno de lo otro es la tarea de quienes saben amar, que son a la vez los verdaderos destructores y creadores. Ninguna destrucción sin amor es buena.”

¿Qué se hace cuando la ola viene y golpea, sino acomodar el cuerpo a esa potencia? A la ola no se le hace frente, uno se desliza sobre ella, intenta acompasarse a ese nuevo ritmo, para lograr hacer propia esa intensidad. Y si logramos deslizarnos aunque sea un momento, si logramos abandonarnos a un movimiento que no nos pertenece completamente, que nos desapropia al mismo tiempo que nos potencia, ¡qué inmensa alegría, ¿no?!

Hay una sola palabra para nombrar la capacidad de los cuerpos para habitar adecuadamente las intensidades que los ritman. Se llama “baile”. Por eso siempre afirmo que hay que seguir a un filósofo, a un artista, a un científico como a una pareja de baile: aceptando los pasos que propone, su modo particular de llevarnos por la pista, el dibujo que va realizando, los rodeos y las pausas que construye, su modo de tomarnos de la mano o de abrazarnos.

Estudiar el pensamiento de un nuevo filósofo es una aventura tan excitante y tan desapropiadora, como conocer una nueva pareja de baile. Solamente una mezquindad o una pobreza absolutas harían que dijéramos “qué mal que baila tal o cual” sin habernos dejado guiar generosamente.

Por eso es que los ejercicios de admiración son tan importantes y por eso es que son tan raros, porque estamos tan ocupados en afirmar nuestra identidad (con lo difícil que es), que ya no queremos dejarnos guiar, tenemos mucho miedo de perder nuestra propia posición. Preferimos entonces actuar como policías o maestros y marcar los errores, las faltas y los pasos en falso de todo lo nuevo.

Pero tengamos algo en claro, la actitud mezquina nos deja fuera de la pista de baile. La elección mezquina frente a la posibilidad del aprendizaje, nos deja hundidos en nuestra mezquindad, siempre repitiendo la misma musiquita, incapaces de perdernos en ritmos nuevos. Retomemos entonces la frase de Deleuze:

(Conversaciones 10) “Si yo no fuera capaz de admirar y amar a nadie o a nada, me sentiría como muerto, momificado.”

Más amor y admiración por los grandes creadores, y menos moscas venenosas, como hubiera dicho Friedrich Nietzsche.

Vamos ahora hacia la primera parte del título de nuestra charla “Tener una idea es algo raro”, admirando para comenzar al gran Platón.


Aún sin ser expertos en la obra de Platón, sabemos que muchas veces se denomina a lo más propio de su propuesta filosófica “la teoría de las Ideas”. En la famosa “alegoría de la caverna” el prisionero que se libera de sus cadenas y sale fuera de la caverna, es el que puede contemplar las ideas.

Pero no se trata de una contemplación física, no ve las ideas con los ojos sino con el entendimiento, porque las Ideas no se encuentran en el mundo sensible, en el mundo físico accesible por los sentidos, sino en el mundo supra-sensible, accesible por el entendimiento, también por eso llamado mundo “inteligible”.

Más allá del cielo, en el mundo suprasensible es el alma quien puede contemplar las Ideas, lo realmente verdadero, mediante su entendimiento (noûs).

(Fedro p. 264 - 247c) “A ese lugar supraceleste, no lo ha cantado poeta alguno de los de aquí abajo, ni lo cantará jamás como merece. Pero es algo como esto -ya que se ha de tener el coraje de decir la verdad, y sobre todo cuando es de ella de la que se habla-: porque, incolora, informe, intangible esa esencia cuyo ser es realmente ser, vista sólo por el entendimiento, piloto del alma, y alrededor de la que crece el verdadero saber, ocupa, precisamente, tal lugar.”

¿Qué son las Ideas platónicas entonces? Son entidades metafísicas, esencias inmateriales y eternas, perfectas e iguales a sí mismas. Son, en este sentido la garantía de la identidad, respecto al caos de cambios e imperfecciones que ocurren en este mundo, el mundo físico en el que las cosas cambian y mueren y dejan de ser lo que eran, como cualquier tango tan bien sabe añorar.

Las Ideas son los modelos perfectos de los que aquí solo tenemos copias de mala calidad. Así, cualquier acción que denominamos buena “participa” de alguna manera de la Idea de Bien. Las Ideas son lo absolutamente estable y como tales permiten explicar el cambio, así como ordenar y jerarquizar nuestro mundo.

¿Podemos “tener” una Idea en sentido platónico? Claro que no, ¿cómo podríamos “tener” algo eterno y perfecto? Como mucho podemos contemplarlo, pero para ser más precisos puede hacerlo solamente nuestra alma y bajo ciertas condiciones. En todo caso, nosotros como compuestos de alma y cuerpo en este mundo podemos recordar algo de lo que contempló nuestra alma.

Esta ontología platónica continúa la polémica que teníamos respecto al amor a lo nuevo, o a lo que permanece. Para Platón, contemplar lo que permanece reconforta, es como volver a casa y si accedí a esa contemplación, entonces a partir de ella puedo marcar las diferencias y los extravíos, lo que antes denominamos el comportamiento del policía. Si llegué a contemplar la Idea de Justicia, puedo entonces gobernar la ciudad de un modo más justo, dictaminando cuáles son las acciones justas y cuáles las injustas en todos los casos.

Tener una Idea, en sentido platónico es, entonces, imposible. En todo caso podemos intentar recordarla vagamente, es decir, redescubrirla, pero jamás podemos tenerla y menos crearla, porque la Idea es previa a nosotros.



Así lo explica Deleuze en su Abecedario:


(Abecedario, H de Historia de la Filosofía, 120) “Su punto de partida es el siguiente: “Suponed entidades tales que no sean más que lo que son: las llamamos Ideas.” De esta suerte, crea un verdadero concepto, que  no existía con anterioridad. La idea de la cosa en tanto que pura: es la pureza lo que define a la Idea, bien. Pero esto sigue siendo aparentemente abstracto. ¿Por qué? Bueno, si leemos, si nos dejamos conducir a la lectura de Platón, todo se torna muy concreto. No dice lo que dice al azar, no suelta lo primero que le viene a la cabeza, no crea al azar el concepto de Idea.”

Fíjense que interesante, primero Deleuze dice “si nos dejamos conducir a la lectura de Platón”, si bailamos con él, ¿qué encontramos? Que lo que él llama Idea, es una creación conceptual de su filosofía. Y que, esto es lo que sostiene Deleuze, esa creación no es azarosa, ni caprichosa, ni abstracta: “no suelta lo primero que le viene a la cabeza.”

Veamos entonces a qué llama una idea Deleuze. Por supuesto, poco tiene que ver con la Idea en sentido platónico, se parece bastante más a lo que se designa con el nombre “La noche de las ideas”, a algo que tiene que ver con la creación.

(Libro ABC 137) “La idea en el sentido en el que la empleamos, que ya no se trata del de Platón, atraviesa todas las actividades creativas. Hay gente que vive toda su vida (sin que por ello sean despreciables en modo alguno) sin haber tenido una idea.”

Primera cuestión: tener una idea no es tener una ocurrencia, ni un pensamiento cualquiera. Cuando alguien dice: “Tengo una idea, ¿por qué no vamos a comer a esa pizzería?” o “Tengo una idea, hagamos un packaging diferente para vender el mismo producto a diferentes consumidores” o “Tengo una idea, el protagonista va a morir al final de la novela”, no está teniendo una idea, al menos en sentido deleuziano.

(QF 11) “Platón decía que había que contemplar las Ideas, pero tuvo antes que crear el concepto de Idea.”

¿Eso significa que los únicos que pueden tener ideas son los filósofos? Para nada, si así fuera se parecería en algún punto demasiado a Platón: eran los filósofos quienes podían con mayor facilidad salir de la caverna para contemplar las Ideas. Leamos:

(Libro ABC 137) “Tener una idea es, en todos los dominios –por otra parte, no concibo ningún dominio en el que no haya motivos para tener ideas- algo raro, y no obstante tener una idea es una fiesta, algo que no ocurre todos los días.”

De acá el título de la charla “Tener una idea es algo raro”, no pasa todos los días, como vimos, hay quienes no tienen una sola idea en toda la vida y no está circunscripto a ninguna disciplina en particular.



(137) “Diría que un pintor no tiene menos ideas que un filósofo: sencillamente no se trata del mismo tipo de ideas. Así que habría que preguntarse, si reflexionamos sobre las diferentes actividades del ser humano, ¿bajo qué forma se presenta una idea en tal o cual caso? En filosofía, al menos, acabamos de verlo. En filosofía, la idea se presenta en forma de concepto y hay creación de conceptos; no hay descubrimiento del concepto, uno no descubre conceptos: uno los crea. Hay tanta creación en una filosofía como en un cuadro, en un cuadro, en una obra musical.”

Si les interesa profundizar sobre qué significa la creación para Deleuze, tanto la creación filosófica, como la artística y la científica, la obra de referencia es “¿Qué es la filosofía?”, su último gran libro junto a Félix Guattari.

Filosofía, arte y ciencia crean cosas bien distintas: si la filosofía crea conceptos y la ciencia funciones, el arte crea perceptos y afectos.

Hay una conferencia de Deleuze que les recomiendo, la pueden ver en Youtube  https://www.youtube.com/watch?v=dXOzcexu7Ks (igual que el Abecedario) llamada “¿Qué es el acto de creación?”

Allí dice: (Dos regímenes de locos, 281) “No tenemos ideas en general. Una idea –igual que quien la tiene- es algo ya abocado a tal o cual dominio. Se trata de una idea para una pintura, o para una novela, o para la filosofía, o para la ciencia. Y, evidentemente, la misma persona no puede tener todas esas ideas. Hay que tratar las idas como potenciales ya inscritos en tal o cual modo de expresión e inseparables de ese modo de expresión.”

Una y otra vez Deleuze insiste en el carácter concreto de las ideas y también en las disciplinas creadoras: Ciencia, Arte, Filosofía.

¿Qué pasa entonces con otro tipo de disciplinas? Hoy en día escuchamos hablar de “creativos” para referirnos a los publicitarios o a los diseñadores, también escuchamos hablar de “creación” e “innovación” en relación a los negocios y los “emprendiemientos”. Algo de esto está presente en el espíritu de esta noche de las ideas, cito: “La propuesta es producir un encuentro entre creativos, emprendedores, artistas y filósofos”.




Creo que no podemos dejar de preguntarnos qué tipo de encuentros podemos tener entre actividades tan distintas. Deleuze no tiene ninguna duda de que haya una afinidad y una influencia entre filosofía, ciencia y arte, aunque cada una realice creaciones distintas. Pero ¿qué pasa en cambio con las otras actividades? Comunicar bien, como puede hacer un publicista, ¿es tener una idea?

Volvamos a la conferencia de Deleuze (Dos regímenes 186) “Creo que tener una idea es algo que, en cualquier caso, no pertenece al orden de la comunicación. Aquí es donde quería llegar. Todo aquello de lo que se nos habla es irreductible a toda comunicación. Esto no es grave. ¿Qué quiere decir? En un primer sentido, la comunicación es la transmisión y la divulgación de una información. Pero ¿qué es una información? No es nada complicado, todo el mundo lo sabe, una información es una colección de consignas. Cuando se nos informa, se nos dice lo que se supone que debemos creer. En otras palabras, informar es hacer circular una consigna. Las declaraciones de la policía se llaman con toda razón comunicados.” (Acá en Argentina lo sabemos muy bien, ¿verdad?: “Comunicado Número 1”).



Para Deleuze, la sociedad contemporánea está en un proceso de transición desde lo que Foucault denominó “sociedad disciplinaria”, que corresponde a la producción industrial y las instituciones asociadas a ella (escuela, fábrica, hospital, cárcel), hacia lo que denomina una sociedad de “control”, en la que estos lugares de encierro ya no son centrales para la producción de subjetividad y otro tipo de dispositivos más sutiles son los que realizan estas funciones. Ya no necesitamos “cuerpos dóciles”, sino “creativos”.

Se dice que estamos en la era de la información, que estamos en la era de la comunicación, justamente ahí encuentra Deleuze uno de los mayores problemas respecto a nuestras posibilidades de creación:

Volvamos a ¿Qué es la filosofía? (QF 16) “Se llegó al colmo de la vergüenza cuando la informática, la mercadotecnia, el diseño, la publicidad, todas las disciplinas de la comunicación se apoderaron de la propia palabra concepto, y dijeron: ¡es asunto nuestro, somos nosotros los creativos, nosotros somos los conceptores! Somos nosotros los amigos del concepto, lo metemos dentro de nuestros ordenadores. Información y creatividad, concepto y empresa.”

Deleuze está belicoso, porque lo que está triunfando en las sociedades que llamamos neoliberales es el marketing, es la “creatividad” al servicio del mercado y la administración de la vida. Lo que está triunfando es la colonización de todos los aspectos de nuestra vida por técnicas de evaluación que responden a un criterio de rendimiento empresarial.

(QF 17) “Ciertamente, resulta doloroso enterarse de que “Concepto” designa una sociedad de servicios y de ingeniería informática. Pero cuanto más se enfrenta la filosofía a unos rivales insolentes y bobos, cuanto más se encuentra con ellos en su propio seno, más animosa se siente para cumplir la tarea, crear conceptos, que son aerolitos más que mercancías.”



¿Se trata entonces de que nuestra capacidad creadora quede neutralizada, reconducida, utilizada para que circulen cómodamente identidades y  mercancías? ¿Se trata de que  toda la potencia disruptiva de lo que nos atraviesa, se transforme en un desierto cuantificable por lo que los emprendedores llaman “Tasa Interna de Retorno”?

Podríamos pensar que estoy exagerando, pero creo que tenemos que pensar más seriamente que nunca por qué se nos invita, una y otra vez desde los lugares de enunciación más importantes a tener “ideas” en sentido  no deleuziano, es decir: a producir dispositivos que hagan más eficientes el manejo de la información y la comunicación.

Tendríamos que preguntarnos muy seriamente por qué llamamos “tener una idea” o “ser un emprendedor exitoso” al hecho de haber logrado mercantilizar hasta el último extremo pensable los afectos.

Los llamados “emprendedores exitosos”, “creativos” o “innovadores” no hacen otra operación que hacer cuantificable, mensurable, calculable, mercantilizable y evaluable, lo que hasta ahora se mantenía por fuera de esos circuitos.

Les pongo dos ejemplos bien simples: los emprendedores exitosos de hoy no son los que ponen una empresa para producir un alimento, sino los que nos venden una experiencia afectiva: un día de campo inolvidable con nuestros amigos para producir nuestros propios alimentos. A esa mercantilización de la amistad llaman “creatividad”.  Hay infinidad de casos de este tipo.

El segundo ejemplo es más central respecto al problema de la “sociedad de control” de la que nos habla Deleuze, quizás alguno de ustedes lo leyó en el diario en los últimos días, dos especialistas en computación argentinos, cito la nota del diario Infobae:


idearon un sistema que permite analizar patrones del discurso de los pacientes de modo tal que se puedan identificar diferentes trastornos psiquiátricos en estadíos tempranos. Presentaron esta idea a Google, que decidió otorgarles unas beca de investigación por un año para que completen el proyecto.”

"Si bien hoy nos estamos centrando en esquizofrenia y bipolaridad esto se puede usar en recursos humanos, selección de personal, criminología, cualquier cosa que afecte a la salud mental", destacó Slezak, que ya lleva años trabajando en el campo de la interacción entre la computación y la neurociencia.

No hace falta haber leído a Foucault para entender lo que esto significa. Cualquiera que trabaje en el campo de la educación, la salud mental, entiende sus implicancias y también nos permite entender fácilmente por qué la neurociencia es hoy también una disciplina tan “exitosa”. Lo que Deleuze afirmó hace unos 25 años no es consecuencia de ningún espíritu paranoico, sino lo que se nos propone ahora descaradamente como creación e innovación.



Volvamos entonces a la conferencia ¿Qué es el acto de creación?:

(Dos regímenes, 288) “¿Qué relaciones mantiene la obra de arte con la comunicación? Ninguna. La obra de arte no es un instrumento de comunicación. La obra de arte no tiene nada que ver con la comunicación. La obra de arte  no contiene, en sentido estricto, la menor dosis de información. Por el contrario, hay una afinidad fundamental entre la obra de arte y el acto de resistencia.”

Esto es un llamamiento a las disciplinas creadoras: arte, ciencia y filosofía no solamente no deben confundirse con la publicidad, las neurociencias y el marketing, sino que deben profundizar su rol de resistencia a esa tendencia. ¿Y esto por qué señor Deleuze? ¿Por puro afán de rebelión? ¿Por qué le interesa llevar siempre la contra? ¿No nos había hablado usted de generosidad?

Pues justamente por eso, veamos: (Dos regímenes 284) “Un creador no es alguien que trabaje por placer. Un creador es alguien que hace aquello de lo que tiene una necesidad absoluta.”

¿Cómo podemos crear, cómo podemos tener ideas si no podemos prestar oídos a esa necesidad absoluta? Hablábamos del creador como un bailarín al que hay que seguir generosamente. ¿Puede “tener” él una idea? Tampoco, como sabemos, el bailarín no hace sino escuchar y seguir a una música que lo excede. A eso se refiere Deleuze con la “necesidad absoluta”.

(Abcedario 137) “Las ideas son algo muy obsesivo, son como cosas que van y vienen, que se alejan, y luego cobran distintas formas, y a través de esas distintas formas, por más variadas que sean, resultan reconocibles.”

¿Pero cómo podemos crear en relación a algo que nos excede si tenemos que obedecer a una lógica previa que no conoce más variante que la fórmula costo-beneficio, cuantificación y mensurabilidad? ¿Cómo podemos seguir habitando nuevos ritmos e intensidades si suena una y otra vez la misma musiquita cuantificadora de fondo?

¿Cómo podemos habitar la multiplicidad si la música del mercado es uniforme? Este es un problema que se le presenta a cualquier creador. Y Deleuze una y otra vez nos invitó a realizar una actividad como creadores  que poco tiene que ver con la mercantilización y con la comunicación, nos invitó a crear un pueblo que falta. Voy a cerrar con estas dos citas al respecto y si en todo caso les interesa el tema lo podemos hablar en la discusión posterior.



(Dos regímenes, 289) “¿Qué relación hay entre las luchas de los hombres y la obra de arte? La más estrecha y, para mí, la más misteriosa. Exactamente aquello que Paul Klee quería decir cuando decía: “Ya sabéis, falta el pueblo.” El pueblo falta y, a la vez, no falta. Que falta el pueblo quiere decir que esta afinidad fundamental entre la obra de arte y un pueblo que aún no existe nunca será algo claro. No hay obra de arte que no apele a un pueblo que aún no existe.”


Y sobre la literatura (Crítica y clínica, 16) “Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta”.          

lunes, 15 de agosto de 2016

FENOMENOLOGÍA DEL CONSUMO

Hospital ZGA Manuel Belgrano
X Jornadas de Salud Mental – 2016
Ponencia en el Panel “Formas de subjetivación en la cultura de consumo”

“El señor Leopoldo Bloom comía con fruición órganos internos de bestias y aves. Le gustaba la espesa sopa de menudos, las ricas mollejas que saben a nuez, un corazón relleno asado, lonjas de hígado fritas con raspaduras de pan, ovas de bacalao bien doradas. Sobre todo le gustaban los riñones de carnero a la parrilla, que dejaban en su paladar un rastro de sabor a orina ligeramente perfumada.” 
James Joyce, Ulises

Poco importa que no tengamos los mismos gustos extravagantes que el Señor Bloom. Lo que está claro es que no podemos dejar de consumir, de engullir, de tragar, de aniquilar, si es que queremos mantenernos con vida. Este es un punto de partida que no admite contestación. La única posibilidad de pensar que podamos hacer tal cosa como “dejar de consumir” implicaría algún tipo de realidad adánica o inmaterial, en la que el alimento y la violencia no estuvieran involucrados. Abandonemos entonces momentáneamente las utopías para pensar de qué modo las distintas modalidades de consumo, articulan diversas figuras subjetivas.

Voy a partir desde Hegel, porque si hablamos de “formas de subjetivación” se lo debemos sin dudas a su legado. Le debemos la enseñanza de que no estamos constituidos sino por las relaciones que tenemos con los otros y con el mundo. Para comenzar a comprender algo de lo que nos sucede en nuestra “cultura de consumo”, tenemos que comprender qué tipo de consumo pre-cultural sigue operando en nosotros y cómo la cultura, cualquier cultura, no es otra cosa que una modificación de esa relación primaria de consumo.

El primer momento del consumo es, por supuesto, el que organiza el apetito en nuestra corporalidad animal. El apetito es la fuerza que lanza a nuestro cuerpo a apropiarse de lo ajeno para poder mantenerse con vida. En este momento nuestra conciencia está más interesada en el mundo como alimento que en sí misma o en otro como nosotros. Y por eso no podemos hablar propiamente todavía de subjetividad y menos de cultura. ¿Encontramos satisfacción en el consumo del alimento? Sí, porque lo niego, porque lo “tomo completamente” (esta es la etimología de “consumir”) es decir, porque cancelo su autonomía.

Esto es central, la satisfacción según Hegel es siempre autosatisfacción, pero no me satisfago sino aniquilando lo que no soy yo. La autosatisfacción siempre necesita una mediación, en este caso el alimento. Me satisfago en relación conmigo mismo, pero no me relaciono conmigo sino a través de otro. Por eso esta satisfacción es pasajera, porque me como una manzana o un jabalí pero sigue habiendo muchas manzanas y jabalíes que no puedo consumir. Cuanto más me satisface el alimento, más independencia cobra y no logro cancelar toda esa independencia. Por eso asistimos a una satisfacción pasajera, a la puesta en marcha de un circuito apetito-satisfacción-apetito que sólo tiene fin con la muerte.



Para salir de este estadio más animal que humano, tenemos que despreciar de algún modo este apetito y sólo lo hacemos porque hay otro objeto que nos llama con más fuerza. Es decir, porque hay una satisfacción que parece ser más completa, porque si el apetito me llevaba a encontrarme conmigo, a reconciliarme conmigo mismo, nada mejor que encontrar a otro yo, a otro como yo, es decir, nada mejor que el reconocimiento en lo otro, de mí mismo.

El pasaje de la animalidad a la humanidad implica, para Hegel, que me interese más un otro como yo (otra autoconciencia) que el alimento. ¿Y cómo demuestro eso? Bueno, si ya estamos insertos en una cultura, como nosotros, comiendo con los modales adecuados de la mesa y no “como un animal” o, si estamos compartiendo una bandeja con sándwiches, en lugar de comerme el último, me aguanto y espero o pregunto si alguien lo quiere. Los dos ejemplos tienen sentido solamente para otro que pueda reconocerlos. Si quedo solo, sin nadie que pueda reconocer ese acto como libre, me vuelvo a animalizar. Entonces, el apetito sigue estando ahí, pero su fuerza es menor que la del reconocimiento y por eso puedo despreciarlo.

Todo acto de consumo en el ámbito de la cultura implica entonces una doble posibilidad de satisfacción del apetito, una más primaria y animal en la que el otro no está involucrado y otra más valiosa que suspende la primera para lograr el reconocimiento. Pero, si suspendo completamente la satisfacción del apetito, si desprecio la cosa, me allano el camino a la muerte. Y eso es justamente lo más valorado en el ámbito de una comunidad: morir por la Patria, realizar una huelga de hambre, es decir, realizar un acto libre, que muestre que no estoy simplemente determinado a conservarme como ser vivo, que soy otra cosa que cuerpo y apetito animal.

¿Cómo salimos de nuestro primer momento como conciencia apetente? Arriesgando la vida, no por el alimento (como el animal), sino en una lucha por el reconocimiento con el otro. Lo sagrado para el hombre no es respetar la vida del otro, sino poner a prueba al otro en una lucha a muerte: si le interesa más conservar su vida, entonces no se diferencia del animal, está más cerca del ciclo de la vida, que de la comunidad humana. Si está dispuesto a arriesgarla para ser reconocido como una autoconciencia libre, entonces se humanizan mutuamente en ese acto de luchar a matar o morir contra el otro.

El único acto libre (humano) que puedo realizar para el otro (cuando todavía no hay cultura) es negar mi apego animal a la vida. Pero esto no puede funcionar. Porque si los dos nos trenzamos en una lucha a muerte por el reconocimiento, entonces terminamos muertos los dos o al menos uno y no puedo ser reconocido por un cadáver.

Esta falla en el reconocimiento mutuo es central, porque si las dos autoconciencias, abandonan juntas y recíprocamente su animalidad, despreciando el mundo para encontrar valor solamente en el otro, el mundo queda olvidado. Quedamos detenidos en un idilio con el otro, casi melancolizados, con el mundo exterior cancelado, como los andróginos del mito de Aristófenes en el Banquete, que apenas encuentran su mitad se quedan abrazados hasta morir.

¿Qué implica que falle este reconocimiento mutuo según Hegel? Que va a tener que articularse de un modo más complejo, con una mediación, es decir, que vamos a encontrar satisfacción en el otro, pero a través del mundo. En el problema que nos ocupa hoy, a través del mundo de las elecciones de consumo que realicemos. Pero para eso falta, lo que está diciendo Hegel es que si al comienzo no hay reciprocidad en el reconocimiento, hay desigualdad.



Una de las dos autoconciencias tiene miedo a morir, queda apegada a la naturaleza y se subjetivará como siervo o esclavo del que sí puso en riesgo su vida que se transforma así en su señor o amo. Y recién ahora se puede dar un paso más. El señor se convirtió en tal por despreciar su condición natural, él quiere relacionarse con otro como él, no con la naturaleza. Por eso le va a dejar al siervo la relación con la naturaleza, ya que el siervo no la despreció.

Si soy señor es que hay un siervo para mí y que él es el que se “ensucia las manos” con la naturaleza, es decir, me sirve. Ahora sí llegamos al segundo momento del consumo. Porque la manzana o el jabalí que me trae el siervo, ya no son puramente naturales, sino que están mediadas por el siervo para mí. La satisfacción del señor no puede estar en el apetito animal, si no, no sería señor, sino en que el otro le sirva. Este objeto es “para él”, lo importante es que se lo trae el siervo y entonces puede adueñarse completamente del objeto, consumirlo, aniquilarlo, porque es para él, no es naturaleza.

(Fenomenología del Espíritu) “Por el contrario, a través de esta mediación la relación inmediata se convierte, para el señor, en la pura negación de la misma o en el goce (Genuss), lo que la apetencia no lograra lo logra él: acabar con aquello y encontrar satisfacción en el goce. La apetencia no podía lograr esto a causa de la independencia de la cosa; en cambio, el señor, que ha intercalado al siervo entre la cosa y él, no hace con ello más que unirse a la dependencia de la cosa y gozarla puramente; pero abandona el lado de la independencia de la cosa al siervo, que la transforma.”

¿Qué tenemos en este segundo momento? Un señor que goza con la posesión de lo que hizo otro para él, lo que goza no es el objeto como natural, sino el dominio sobre el otro encarnado en el objeto. (El sadismo del cliente en el restaurant quejándose  de que no se lo sirve adecuadamente: “¿acaso mi plata no vale?”).

Consumir implica participar de un derecho de señores, estar en una relación de dominio en relación al otro a través de la cosa que otro dispuso para mí.

Pero si encontramos otro tipo de satisfacción en este momento desde la posición del señor, también aparece una satisfacción nueva desde la subjetivación del siervo. Es él quien va a transformar, a trabajar la naturaleza que no puede consumir, lo va a hacer para su señor y encontrará la satisfacción en la satisfacción del otro. Su miedo a la muerte, lo hace renunciar a la aniquilación del objeto, entonces sólo le queda transformarlo para su señor. El siervo va a ser el que, trabajando la naturaleza para el otro, le de una forma humana, es decir, va a ser el motor de la cultura, de la naturaleza mediada por el hombre.

Así logra una ventaja por sobre el señor, que quedó dependiendo del trabajo del siervo. El señor no puede producir, sólo gozar/aniquilar lo que trabaja el siervo. Este se libera, es decir, se humaniza, mediante el trabajo, negando la forma natural e imponiendo una forma propia “domina” a la naturaleza y encuentra satisfacción al ver su forma en ella. Es la satisfacción de toda producción propia, de todo trabajo en el que nos podemos reconocer, de toda producción cultural.



Pero no toda producción cultural, no todo trabajo es consumido por el otro. Ni toda cultura es llamada una “cultura de consumo”.

Invitemos a Marx a la mesa y entremos en la organización capitalista de la producción y el consumo. El problema principal de la producción de tipo capitalista no es la explotación, sino la imposibilidad de realizarnos en el trabajo, porque no podemos imponerle a la naturaleza nuestra propia forma. El trabajador asalariado que vende su fuerza de trabajo, no puede ya reconocerse en el producto que realiza, es el proceso de deshumanización que Marx llama alienación, es una regresión hacia la cosa.

Como sabemos, el capitalismo no solamente implica la privatización de los medios de producción y la imposibilidad de decidir autónomamente cómo vamos a producir. A la vez implica la mercantilización de la fuerza de trabajo. Es decir, ya no tenemos un señor para quien trabajar, sino que tenemos que buscarnos uno y para eso tenemos que seducirlo, tenemos que ser una mercancía adecuada. Si teníamos la capacidad de expandir las relaciones humanas a las cosas, el capitalismo expande la lógica del mercado a las relaciones humanas. En el capitalismo se mercantilizan todas las relaciones culturales que antes quedaban por fuera del mercado: la educación, la religión, el amor, el ocio.

Ahora sí llegamos a una “cultura de consumo”: cuando todas las relaciones humanas pueden ser transformadas en un bien de cambio, ese es el poder fagocitador absoluto que el capitalismo muestra a diario. Pero para poder vender absolutamente cualquier cosa, es necesario que haya compradores, es decir, alguien que encuentre en el consumo, en el goce de la apropiación completa su satisfacción: en términos hegelianos, un señor.



La “cultura de consumo” nos coloca todo el tiempo en la situación del amo, se nos promete el goce del objeto, de la relación humana hecha “para nosotros”, de la situación de dominio, de la posesión completa y su aniquilación. Pero para que eso sea posible, la relación que yo consumo tiene que presentarse formada para mí, no independiente, no autónoma, tiene que ser apropiable.

Y si la “cultura de consumo” implica, no consumir muchos objetos, sino sobre todo la mercantilización de la subjetividad, lo humano que devino mercancía y objeto de consumo, entonces tenemos que producirnos a nosotros mismos, nuestros cuerpos, gestos y actitudes (lo único a lo que podemos dar forma para el otro) para que puedan seducir a los posibles consumidores-amos con los que nos encontramos.

Desde la perspectiva del consumidor, este goce no alcanza a satisfacernos, tenemos el problema del amo, nos apropiamos de la cosa, pero no podemos poner en ella nada propio, nada nuestro, no hay lugar para la creación, no podemos producir, no podemos dar forma. ¿Cómo intenta dar una solución parcial a este problema el mercado? Organiza un pequeño espacio de producción en el acto mismo del consumo: personalizá, diseñá tu propio objeto de consumo, elegí la combinación de tu ropa, el color de tu auto, las aplicaciones de tu celular, el color de pelo de tu pareja, etc. No seas simple aniquilador, sé también un creador.

Desde la perspectiva de la subjetividad que tiene que producirse para seducir al consumidor, tenemos que empobrecernos, porque la cosa que se puede gozar es la apropiable, lo que es para mí absolutamente, tenemos que presentarnos al otro con la flexibilidad de ser diseñados, de adaptarnos.

Como siervo, la naturaleza que domestico para el otro, soy yo mismo. ¿Y cómo lo hago en una cultura de consumo? Justamente mediante tales o cuales elecciones de consumo. Me doy forma, me transformo en sujeto de la cultura, me diseño, me constituyo para el otro por mis elecciones de consumo. Así me hago apropiable, consumible para el otro, quien sin embargo no puede encontrar allí su satisfacción completa.


De este modo comienza a difuminarse la línea divisoria entre el consumidor y lo consumido, al mismo tiempo que la creación y la formación (la cultura) queda capturada por las demandas del consumo. Esta parecería ser la utopía de una “cultura de consumo”, conjurar toda creación para hacer de la naturaleza y sobre todo de las relaciones con los otros, objetos de consumo. Deberíamos preguntarnos entonces de qué modo podemos multiplicar los espacios y las dinámicas de lo inapropiable.