martes, 28 de diciembre de 2010

DESCARTES EN HOLANDA


Admiro el estilo de Descartes.
Su limpidez. Su orden. Su fortaleza.
Alejandra Pizarnik


Ciertamente René Descartes fue un filósofo nómade. En lo que a la geografía europea se refiere, Francia le quedó chica ya de joven. El aire de París, según palabras del mismo Descartes "predispone a concebir quimeras en vez de pensamientos filósoficos. Veo allí tantas personas que se equivocan en sus opiniones y en sus cálculos, que me parece una enfermedad universal." Pero sobre todo es su particular territorio filosófico el que no le permite afincarse en la tradición escolástica, ni salir aún de ella completamente. Descartes viaja, huye de su destino de escritor maldito, teme ser condenado como Galileo, teme ser blasfemo, él que es a la vez tan piadoso. Si hay una tierra segura en su aventura, se trata del vasto universo de la matemática. Allí -donde sólo puede azotar tempestades el Genio Maligno- se siente seguro. Pasa buena parte de su vida en Holanda, vuelve a Francia en reiteradas ocasiones y muere en Suecia a los 53 años, hay quien dice de una neumonía y hay quien dice que fue envenenado con arsénico.

No tengo un feudo.
No tengo un lugar, estoy en tránsito.
Nada me pertenece, excepto el pie que pisa,
la lógica que mueve
mi pie.
Soy el soberano
de mí mismo,
en fuga.
Dénme el libro del mundo.
No quiero otra lectura.
Viajo para mirar.
(Viaja para intentar
disciplinar la angustia.
El terror le acaricia la nuca.
Viaja sin mirar atrás, sin cesar y sin mapa.
Viaja para eviatar
el beso irreversible del terror).*

El sueño de Descartes es el de casi todos los filósofos clásicos. Quiere encontrar el modo de fundamentar la totalidad de lo que hay. Ese es su pecado porque Dios -para aquellos que lo educaron pacientemente en latín- ya existe. Para lograr encontrar esta piedra fundamental en la que se parará todo el edificio de la ciencia moderna, Descartes debe partir al mundo en dos. (Debe excluir de este mundo a Dios, que es una sustancia separada). Hay cosa pensante -res cogitans- y hay cosa extensa -res extensa-. El pensamiento puede existir separado del sustrato físico. De esta manera el Cogito, el 'yo pienso' puede erigirse como fundamento. Y ya hay aquí lo que según la historia de la filosofía llegaría recién doscientos años más tarde. Ya hay la muerte de Dios. El yo que piensa no necesita de Dios para existir. Sólo requiere de él para pensar correctamente. Dios es el garante de que no cometamos errores cuando pensamos (de la misma manera que alejarse de París mantiene a resguardo).

Descartes, el hombre piadoso, tiene una hija por fuera de lo que las reglas eclesiásticas aconsejan. Una hija natural. Su nombre es Francine y él la ama.

Entre los triángulos,
el álgebra y los astros
relampaguea la risa irresistible
de Francine.
Reina invencible
sobre el hombre adormecido
que fui.
Avanzo sosteniéndome
de la irreproducible
arquitectura de sus labios.


A los cinco años Francine muere como consecuencia de la fiebre escarlata. Su cuerpo muere. Ese cuerpo que es puro mecanismo, como el de los animales, autómatas perfectos de la creación. Las explicaciones sobre cómo nuestro cuerpo mecánico se comunica con nuestra alma, no serán nunca satisfactorias. Pero la vida de Descartes después de la muerte de Francine tampoco lo será. Él intenta un contrabando imposible. Dicen que manda a fabricar una muñeca igual que su hija, que pueda moverse autónomamente con mecanismos de relojería. Que allí intenta encontrar en esa piel de porcelana, en sus ojos de vidrio, a Francine.






Entonces papá visitó al artesano
que me resucitó con piezas de metal
y mecanismos perfectos de relojería.
Fui su única hija.
Soy su entrañable autómata.
Soy su niña soñada.
El capitán ha entrado al camarote.
Ha visto el cofre.
Me ha visto, horrorizado.
Y me ha arrojado al mar.
Francine vuelve a morir,
ahogada.
El agua enfurecida
arrastra una muñeca levemente más alta
que mi última estatura.
Se la traga.
Papá mira mis dedos
aferrándose desesperados
a la espuma.
Lee en mis ojos su desesperación.
Un pedazo rasgado de mi vestido blanco
gira en un remolino a la distancia.
Papá asiste al espectáculo del indecible horror.
Papá comienza a morir.
Papá naufraga.




*Todos los poemas están tomados del libro Descartes en Holanda de Mariel Manrique, editado este año por Paradiso. Lo recomiendo fervorosamente.

sábado, 25 de diciembre de 2010

PARA ESTAS FIESTAS

Seguramente haya que seguir pensando sobre la unión de la excepción y el deseo. Se "pide un deseo" cuando se avista una estrella fugaz, o se ataja una pestaña, o se tira una moneda en una fuente. También están los pedidos de deseos que aparecen en esas excepciones pautadas cíclicamente que son las fiestas. Se piden tres cuando se cumple años. Y sobre todo en estas fechas, en las que todos entregan unos a otros tarjetas -ya no tarjetas, más bien sms o posteos en facebook- deseando "los mejores deseos". Quizás este último caso sea el más interesante porque allí el deseo queda abierto, sin especificarse ante la emergencia del pedido. Es sintomático, de todas maneras, que en la mayor parte de los casos los deseos "no se cumplen" cuando salen del ámbito de lo secreto. El deseo es ocultamiento o no es propiamente deseo.

Quiero dejar aquí, a modo de presente (lo que en este caso está a la vista) de fin de año, dos textos para acercarnos a aquello que el deseo indica. Así sea.

Georges Bataille: el deseo como apertura interior.

"El erotismo es uno de los aspectos de la vida interior del hombre. En este punto solemos engañarnos, porque continuamente el hombre busca fuera un objeto del deseo. Ahora bien, ese objeto responde a la interioridad del deseo. La elección de un objeto depende siempre de los gustos personales del sujeto; incluso si se dirige a la mujer que casi todos elegirían, lo que suele entrar en juego es un aspecto intangible, no una cualidad objetiva de esa mujer. Esa mujer podría no tener, si no nos afectase en nuestro ser interior, nada que forzase la preferencia. En una palabra, hasta cuando se conforma con la mayoritaria, la elección humana difiere de la elección del animal: apela a esa movilidad interior, infinitamente compleja, que es propia del hombre. El animal tiene en sí mismo una vida subjetiva, pero, al parecer, esa vida le es dada tal como lo son los objetos inertes: de una vez por todas. El erotismo del hombre difiere de la sexualidad animal precisamente en que moviliza la vida interior. El erotismo es lo que en la conciencia del hombre pone en cuestión al ser. Por sí misma, la sexualidad animal introduce un desequilibrio, y ese desequilibrio amenaza la vida; pero eso el animal no lo sabe. En él no se abre nada parecido a un interrogante."


Gilles Deleuze & Félix Guattari: el deseo productor.



"Si el deseo produce, produce lo real. Si el deseo es productor, sólo puede serlo en realidad, y de realidad. El deseo es este conjunto de síntesis pasivas que maquinan los objetos parciales, los flujos y los cuerpos, y que funcionan como unidades de producción. De ahí se desprende lo real, es el resultado de las síntesis pasivas del deseo como autoproducción del inconsciente. El deseo no carece de nada, no carece de objeto. Es más bien el sujeto quien carece de deseo, o el deseo quien carece de sujeto fijo; no hay más sujeto fijo que por la represión, El deseo y su objeto forman una unidad: la máquina, en tanto que máquina de máquina. El deseo es máquina, el objeto del deseo es todavía máquina conectada, de tal modo qué el producto es tomado del producir, y que algo se desprende del producir hacia el producto, que va a dar un resto al sujeto nómada y vagabundo. El ser objetivo del deseo es lo Real en sí mismo. No existe una forma de existencia particular que podamos llamar realidad psíquica. Como dice Marx, no existe carencia, existe pasión como «ser objeto natural y sensible». No es el deseo el que se apoya sobre las necesidades, sino al contrario, son las necesidades las que se derivan del deseo: son contraproductos en lo real que el deseo produce. La carencia de un contra-efecto del deseo, está depositada, dispuesta, vacualizada en lo real natural y social. El deseo siempre se mantiene cerca de las condiciones de existencia objetiva, se las adhiere y las sigue, no sobrevive a ellas, se desplaza con ellas, por ello es tan fácilmente deseo de morir, mientras que la necesidad mide el alejamiento de un sujeto que perdió el deseo al perder la síntesis pasiva de estas condiciones. La necesidad como práctica del vado no tiene más sentido que ese: ir a buscar, capturar, ser parásito de las síntesis pasivas allí donde estén. Por más que digamos: no se es hierba, hace tiempo que se ha perdido la síntesis clorofílica, es preciso comer... El deseo se convierte entonces en este miedo abyecto a carecer. Pero justamente, esta frase no la pronuncian los pobres o los desposeídos. Ellos, por el contrario, saben que están cerca de la hierba, y que el deseo «necesita» pocas cosas, no estas cosas que se les deja, sino estas mismas cosas de las que no se cesa de desposeerles, y que no constituían una carencia en el corazón del sujeto, sino más bien la objetividad del hombre, el ser objetivo del hombre, para el cual desear es producir, producir en realidad. Lo real no es imposible; por el contrario, en lo real todo es posible, todo se vuelve posible. No es el deseo el que expresa una carencia molar en el sujeto, sino la organización molar la que destituye al deseo de su ser objetivo. Los revolucionarios, los artistas y los videntes se contentan con ser objetivos, nada más que objetivos: saben que el deseo abraza a la vida con una potencia productiva, y la reproduce de una forma tan intensa que tiene pocas necesidades."

domingo, 12 de diciembre de 2010

VILLA SOLDATI


El momento de las papas calientes. No quiero mencionar a los muertos. Hay algo del espectáculo de los muertos en cámara, de los muertos-costo-político que me repugna. Como si los resortes de todos nosotros se dispararan al unísono, en el clímax de la mostración mediática de lo evidente. Aquello que no podíamos desconocer, aquello en lo que Mauricio Macri tenía razón: la política es administración. Y es Foucault el que completa lo que no está dicho: que es administración de la vida y de la muerte. Ya no el derecho soberano de hacer morir o dejar vivir, sino el poder del administrador de hacer vivir o dejar morir. Tres, cuatro. Inocultables. No quiero mencionar a los muertos.

Son dos las categorías básicas en las que se dividen políticamente las muertes que mueren de pobreza. Todas esas muertes son anónimas, no portan nombre. Sobre esa nada de cuerpo dilacerado ni siquiera se monta el olvido. Una muerte es un nombre que se ausenta y hay quienes no son olvidados. Este es el primer grupo, el que no va de la vida a la muerte, porque no mueren (tres, cuatro) los fantasmas.

El segundo grupo es tan anónimo como el primero, pero es el de los muertos en evidencia. Está compuesto por aquellos que no pudieron ser ocultados. Botín para la carnicería de las culpabilidades reales o apócrifas. Mochila a punto de detonar. "Esta muerte es tuya", como suicidio con dedicatoria. Y entonces todos corremos a limpiarnos. Políticos de ambos bandos, ciudadanos de indignación por facebook, señoras que miran a Mirtha Legrand. Todos repetimos como una polifonía perversa "Yo señor, no señor, ¿pues entonces quién lo tiene?".

Salpicados de sangre ajena, pretendemos explicar cómo se (impersonal) llegó a esto. Y no hay momento más interesante para el análisis de una situación, compleja, traumática, perturbadora, como el momento de las explicaciones. Explicar es expeler, exculpar, exorcizar. El discurso explica la complejidad de la situación y de ese modo diluye las responsabilidades de los actores. Pero aún más importante -porque cabe a cada uno de nosotros la lucidez de resistir a la dilución- es lo que sale a luz en el discurso. Porque es en el proceso de exculparnos donde quedan en evidencia nuestros supuestos, nuestras formas de comprensión de lo que ha sucedido.


Hay que festejar que se hayan alzado tantas voces críticas sobre uno de los discursos de Mauricio Macri. En él, explicaba de qué manera estamos siendo invadidos por delincuentes provenientes de los países limítrofes.

"estamos todos conscientes que la Argentina viene expuesta a una política inmigratoria descontrolada donde el Estado no se ha hecho cargo de su rol, creo que los argentinos estamos abiertos a recibir gente honesta que quiera venir a trabajar a nuestro país, pero tenemos derecho a saber de quiénes son, y no esta situación en la cual convivimos con una situación descontrolada."

Como dije, hay que festejar que inmediatamente se llamó la atención sobre lo xenófobo de este discurso. Pero creo que vale la pena detenerse sobre lo que permanece resonando, insistente en estas palabras.

"todos los días llegan cien, doscientas personas nuevas a la Ciudad de Buenos Aires, que no sabemos quiénes son porque llegan de esa manera irregular."

¿Qué es este 'quiénes son' que reclama Macri? ¿Qué es lo que pregunta? La regulación consiste justamente en controlar la categorización del quién. Lo que se resiste a la regulación es lo descontrolado, aquello que no puede ya ser administrado en tanto el Estado es el garante de la regla. En la mitología de la ciudad bien administrada, todos sabemos quién es cada uno: está Mauricio el Administrador, está Juan el Vendedor, está María la Prostituta, está Pepe el Policía, está Carlos el Trabajador. Este 'derecho a saber quiénes son' es el derecho de administración, exige la regulación de la vida en los parámetros de la producción y el control. Edad, sexo, prontuario, disponibilidad de bienes, aptitud y actitud frente al trabajo. Si bien está claro que aún en la ciudad este 'derecho a saber quiénes son' nunca tiene permeabilidad total, estamos en el lugar de la construcción de ese quién, lo producimos y controlamos en la medida en que está constreñido a adaptarse a tal o cual quién entre los sujetos administrables.

¿Pero qué ocurre con el extranjero? ¿No se trata justamente de aquel que en tanto tal es inadministrable por excelencia? El sociólogo polaco Zygmunt Bauman afirma sobre la categoría del extranjero:

"Para evitar confusiones, señalemos desde el principio que el extranjero no es simplemente un desconocido: alguien a quien no conocemos bien, no conocemos en absoluto o de quien ni siquiera hemos oído hablar. Se trata, en todo caso, de lo contrario: la característica más notable de los extranjeros es que son, en gran medida, conocidos. Para decir de alguien que es un extranjero, primero debo saber algunas cosas acerca de él o ella. En primer lugar, ellos entran, de vez en cuando, en mi campo de visión, entran sin que nadie los invite, y me obligan a observarlos de cerca. Lo quiera yo o no, ellos se instalan firmemente en el mundo que ocupo y donde actúo, y no dan muestras de pensar en irse. Si no fuera por eso, no serían extranjeros; simplemente, no serían "nadie". Se confundirían con las muchísimas figuras intercambiables y sin rostro que se mueven en el trasfondo de mi vida cotidiana -casi siempre sin molestar, sin llamar la atención, atentos sólo a ellos mismos-, figuras que miro pero no veo. Escucho, pero no oigo lo que dicen. Los extranjeros, por el contrario, son gente a quien veo y oigo. Y precisamente porque noto su presencia, porque no puedo ignorar esta presencia ni tornarla insignificante apelando al simple recurso de no prestarles atención, me resulta difícil entenderlos. No están, por decirlo de algún modo, ni cerca ni lejos. No son parte de "nosotros", pero tampoco de "ellos". No son ni amigos ni enemigos. Por esta razón, causan confusión y ansiedad. No sé exactamente qué esperar de ellos ni cómo tratarlos."


Esto es claro, porque el extranjero como tal es fácilmente identificable. En ese sentido, sabemos quién es. Podemos señalarlo con el dedo y decir 'él es distinto a mí', tal como funciona la conciencia crítica de la locura según Foucault. Ella denuncia al loco en tanto diferente de la voz razonable que lo identifica, aunque no pueda decir mucho más que el peligro que implicaría borrar esa línea divisoria para su propia identidad, aunque no intente comprender a la locura.

El extranjero habla distinto, tiene otras costumbres, pone en tela de juicio nuestras seguridades no por el hecho de que sea un delincuente, sino simplemente porque no es fácilmente asimilable. Se constituye en amenaza, por eso es que no viene, sino que invade. Por eso es que no ocupa, sino que usurpa. La xenofobia es etimológicamente, el temor (phobos) al extranjero (xénos). Pero una vez planteada la amenaza, ¿cómo resolverla? Se puede echar a los extranjeros, o restringir su entrada y a los que ya están aquí se los puede mantener separados de distintas maneras. Volvamos a Bauman:

"En los casos en que la separación territorial es incompleta o se torna impracticable, la separación espiritual adquiere mayor importancia. La interacción con los extranjeros se reduce estrictamente a las transacciones comerciales. Se evitan los contactos sociales. Se realizan grandes esfuerzos para evitar que la inevitable proximidad física se convierta en proximidad espiritual. Los más obvios de esos esfuerzos preventivos son el rechazo o la hostilidad abierta. Frecuentemente una barrera hecha de prejuicios y rechazo ha sido más eficaz que el más grueso de los muros de piedra. Por otra parte, se insta constantemente a evitar el contacto aduciendo riesgo de contaminación, en sentido metafórico o literal: se cree que los extranjeros son portadores de enfermedades contagiosas, que están infectados por insectos, que no respetan las normas de la higiene y, por lo tanto, constituyen una amenaza para la salud; o que divulgan costumbres e ideas mórbidas, practican la magia negra o profesan cultos sombríos y sangrientos, difunden la depravación moral y el relajamiento de las creencias. El rechazo salpica todo lo que está vinculado con los extranjeros: su manera de hablar y de vestir, sus rituales religiosos, la forma en que organizan su vida familiar, y hasta el olor de las comidas que preparan."


Quisiera para concluir hacer una rápida mención al concepto derridiano de 'hostipitalidad'. Con este término Jacques Derrida quiere conservar la fuerza de la raíz latina hostis, de la que derivan la familia de palabras huesped, hospital, hospitalario y también hostil. En inglés queda quizás más claro con el verbo 'to host' o palabras como host, hostel. Allí reside la ambigüedad de la recepción del extranjero, del otro que siempre conserva su hostilidad y al que hospedo u hospitalizo. La hostipitalidad mantiene al otro en su diferencia, es una hospitalidad que no borra el ser-otro mediante la homologación y en este sentido lo amenazante del otro siempre está presente.

Respecto al insensato del siglo XVII, Foucault afirma que "la hospitalidad que lo acoge va a convertirse en la medida de saneamiento que lo pone fuera de circulación". Es decir que el precio que deben pagar los extranjeros para no ser expulsados o aniquilados, es someterse a la administración tal como ella lo requiere. Eso es ejercer el derecho a saber quiénes son. Concluyo nuevamente con un pasaje de Historia de la locura en la época clásica:

"el desocupado no será ya expulsado ni castigado; es sostenido con dinero de la nación, a costa de la pérdida de su libertad individual. Entre él y la sociedad se establece un sistema implícito de obligaciones: tiene el derecho a ser alimentado, pero debe aceptar el constreñimiento físico y moral de la internación."

sábado, 4 de diciembre de 2010

EL GATO INSTITUYENTE

"Cuando, cada tarde, se sentaba el gurú para las prácticas del culto, siempre andaba por allí el gato del ashram distrayendo a los fieles. De manera que ordenó el gurú que ataran al gato durante el culto de la tarde. Mucho después de haber muerto el gurú, seguían atando al gato durante el referido culto. Y cuando el gato murió, llevaron otro gato al ashram para poder atarlo durante el culto vespertino. Siglos más tarde, los discípulos del gurú escribieron doctos tratados acerca del importante papel que desempeña el gato en la realización del culto como es debido."

Para comenzar con el análisis de este cuento sufí es importante comprender que el gurú está ya inserto en una red de significaciones que lo preceden. Esto es, las “prácticas del culto” de las que él forma parte, son prácticas rituales instituidas, que se llevan a cabo de una forma y en un lugar específico pertenecientes a la comunidad religiosa de la India. Y si bien veremos que con la intromisión del gato, el gurú va a terminar realizando una modificación de estas prácticas, el sentido de esta modificación sólo puede entenderse sobre el fondo ya instituido en el que se encuentra. Al respecto Castoriadis afirma “Hasta el profeta trabaja en y por lo instituido, incluso si lo trastoca y toma apoyo en él.”

Es entonces sobre estas prácticas del culto como institución, desde donde partimos para nuestra interpretación del cuento. Castoriadis afirma que la visión más corriente sobre las instituciones es la ecónomico-funcional, aquella que intenta ver cuál es la función que cumple una institución en una determinada sociedad y de esta manera intenta leer en cada institución y en cada práctica que se da en ella, alguna función útil a la sociedad que la ha creado. Así podemos entender que el gurú pidiendo atar al gato, lo está haciendo con un objetivo específico que cumple una función real, la continuación sin molestias del culto de la tarde. Pero veremos rápidamente cómo esta función se comienza a autonomizar hasta presentarse completamente independiente del motivo primero por el que ataban al gato, sobre todo en el acto de traer un nuevo gato simplemente para atarlo. En este punto podemos afirmar que se está pasando al plano simbólico en el que el gato atado durante el culto, como significante, es por sí mismo una estructura de significaciones lo suficientemente densa como para que no podamos asignarle un solo significado. Si entendemos con Castoriadis que lo instituido no puede reducirse a un conjunto de funciones, entonces ya desde un primer momento el hecho de atar al gato excede la función de que continúe el culto de la tarde sin molestias. Bien podrían haberse adoptado otras soluciones, desde matar al gato hasta llevarlo a otro lugar. Entonces para Castoriadis siempre hay excedencia respecto a un significado cerrado, no solamente en el ejercicio simbólico de atar al gato siglos después, sino ya en el primer momento de atar al gato para cumplir una supuesta función específica. No podemos reducir esta acción a su función específica en el momento de hacerla por primera vez, ni aún cuando ya autonomizada de su primera supuesta función se ha transformado en símbolo. Castoriadis mismo ejemplifica la imposibilidad de reducir lo simbólico a lo funcional en el plano del ritual religioso: “los detalles tienen una referencia, no funcional, sino simbólica”.

Ahora bien, la lectura que parece proponer el mismo narrador del cuento (que nos da a los lectores una información sobre el origen de la acción de atar al gato, privilegiada sobre la información que tienen los discípulos del gurú siglos más tarde), parece ser nuevamente la de reducir el simbolismo a una funcionalidad primera. Parece querer decirnos ‘siglos después, lo que tenía una simple función práctica, ha devenido autónomo, es símbolo al que los nuevos discípulos asignan significados que en realidad son arbitrarios y no guardan relación con su significado originario’. Pero desde el punto de vista de Castoriadis, podemos afirmar que esta postura del narrador que critica los “doctos tratados” porque desconoce la función original de atar al gato, es tan reduccionista como lo que denuncia. Porque supone que sí hubo un primer momento originario donde había una función que cumplir, donde no había excedencia, donde el gato-atado como significante y el ritual-sin-distracciones como funcionalidad, formaban parte de un núcleo cerrado y suficiente en sí mismo. De acuerdo a Castoriadis lo simbólico no se adapta completamente a lo funcional en ningún caso y tampoco es sencillo determinar el límite exacto entre lo funcional y lo simbólico. ¿Es el primer momento en que atan al gato puramente funcional? ¿Es el gato atado siglos después puramente simbólico? En ambos casos la respuesta debe ser negativa.

Afirmamos entonces que siempre hay una excedencia y ella se asienta, tiene su origen, se enraíza, en lo imaginario. Lo imaginario radical es lo que permite la creación y la transformación, el principio inaccesible que es capaz de crear nuevas significaciones y entonces puede instituir allí donde encuentra lo instituido. En la práctica ritual instituida en el Ashram, aparece el momento instituyente del gurú. No es, afirma Castoriadis, que haya una necesidad a la base (que el gato deje de molestar) y desde ahí se actúa, se instituye un acto funcional y simbólico. Sin la existencia del imaginario radical no podríamos siquiera hablar de una necesidad, no habría un sentido por el cual en la comunidad religiosa se pudiera llegar a un acuerdo (aunque sea tácito) sobre las molestias que causa el gato. Desde allí aparece como imagen, lo imaginario segundo o efectivo, que es ya lo que podemos interpretar como simbólico.

“Si dijimos que el simbolismo presupone lo imaginario radical, y se apoya en él, no significa que el simbolismo no sea, globalmente, sino imaginario efectivo en su contenido.”

De allí que Castoriadis afirme que para muchas sociedades la ley está dada por Dios, lo imaginario por excelencia, aquello a lo que no se puede propiamente asignar una función ni encerrar en un símbolo, lo que es propiamente irrepresentable y es excedencia por definición. El sentido último, la divinidad, es ubicua e inasible. Es por eso que la sociedad como tal estará siempre sujeta al cambio y a la transformación y no podremos hablar nunca de unas instituciones que colmen de una vez y para siempre las necesidades de ella. Sostiene Castoriadis que estas necesidades surgen de lo imaginario y por esto se recrean continuamente. En este sentido podemos leer la afirmación del final del cuento cuando los discípulos abogan por “la realización del culto como es debido”. Se puede tratar tanto la de la primacía de lo imaginario sobre lo funcional, la alienación y autonomización de lo instituido (el gato devenido símbolo separado de su función originaria); como también de una nueva forma de lo instituyente que surge por sobre lo instituido anteriormente (el gato como parte indispensable en el ritual). En lo imaginario encontramos la raíz tanto de la alienación como de la creación.