Existen fuerzas terribles que
constantemente le amenazan y que oponen a la verdad científica “verdades” de un
tipo completamente diferente con las más diversas etiquetas.
Friedrich Nietzsche
Conocemos el enorme escenario de conflictos sociopolíticos
que signó a Europa durante la primera mitad del siglo XX. No podemos dejar de
mencionar las dos grandes guerras, el ascenso de los fascismos y las
revoluciones comunistas. Sabemos también que la magnitud de estos sucesos, así
como la enormidad de las matanzas cometidas, tuvieron a la base un desarrollo
científico-tecnológico sin precedentes. Fueron consecuencia directa del
avanzado estadio técnico tanto las bombas atómicas arrojadas sobre la población
civil japonesa, como la puesta en marcha de la “solución final” (Endlösung der Judenfrage) planificada y ejecutada de acuerdo a un modelo de
producción industrial. Pero aún más allá de estas inconmensurables atrocidades,
podemos afirmar que la encrucijada histórica de esos años en Europa no pudo
haber tomado esas dimensiones ni esos derroteros si un continuo y cada vez más
acelerado avance de la ciencia y la tecnología no hubiera generado enormes
cambios en los modos de vida de sus habitantes. De alguna manera la promesa de
la Ilustración, el indefinido progreso moral y material, había concluido en una
catástrofe sin precedentes.
En ese convulsionado panorama son pocos sin embargo los que
se atrevieron a sostener una actitud crítica respecto a la forma de pensar cómo
se produce el conocimiento, que consecuencias sociales y políticas conlleva o cuáles
son las fronteras de lo que puede ser considerado verdadero, tanto en el nivel
de las ciencias naturales como en el de las humanas. Sabemos que una de las
tradiciones más fuertes en el ámbito de la epistemología, el positivismo
lógico, enraíza históricamente en estos momentos. Para esta corriente de
pensamiento, el conocimiento científico debe revestir características que se le
asignan a las denominadas “ciencias duras”: universalidad, forzocidad,
formalidad, neutralidad ética[1].
Privilegiando una historia interna de la ciencia, el neopositivismo se ocupó de
organizar el lenguaje científico de tal forma que nada externo a ella
interfiriera en la búsqueda del conocimiento. El progreso ilimitado que propuso
la Ilustración y que fue refrendado por el positivismo, encontraba aquí
entusiastas epígonos que allanarían el camino hacia una acumulación de
conocimientos y un acercamiento continuo hacia la verdad[2].
Walter Benjamin compartió con varios
de los positivistas lógicos la grave situación económica y social de la
República de Weimar y el ascenso del nacionalsocialismo al poder. Como muchos
de los que se agrupaban en el denominado Círculo de Viena, tuvo que huir de las
zonas de influencia de Alemania a medida que se multiplicaban las persecuciones
y sabemos que su trágica muerte en Port-Bou, fue consecuencia de los
contratiempos que sufrió en su desesperado escape de la Gestapo. Sin embargo,
allí se detienen las semejanzas. Benjamin se distingue explícitamente de toda
raigambre positivista y encontramos en cambio coincidencias con los desarrollos
que más tarde haría la tradición de epistemología francesa (Bachelard, Canguilhem,
Foucault). Aunque no es nuestra intención afirmar que Benjamin haya sido un
epistemólogo, sí queremos hacer énfasis en sus formulaciones y
problematizaciones explícitas sobre este campo: el conocimiento, la verdad y el
método fueron parte importante de sus reflexiones. Entendemos que sus
concepciones filosóficas, estéticas, históricas y políticas estuvieron
atravesadas por la emergencia de teorizar lo que iba construyendo un pensador
original como pocos. Sus reflexiones sobre el conocimiento no tuvieron como
origen el intento de poner a prueba los resultados de una comunidad neutral de
investigación o la pretensión de encontrar la fórmula que permita distinguir al
conocimiento científico del pseudocientífico; Benjamin tuvo que ensayar métodos
novedosos en el contexto de una lucha política que fue crucial no solamente
para él sino para el destino mismo de Occidente. Hemos afirmado que estas
reflexiones tienen puntos en común con la epistemología francesa, pero no
pueden reducirse a ella y creemos que tienen aportes originales para contribuir
a una epistemología ampliada. La finalidad de este breve trabajo es intentar
señalar algunos de estos aportes y entendemos que es una investigación que
merece ser profundizada.
Lo que constituye la singularidad de
Benjamin es la heterogeneidad de influencias que fueron conformando su
pensamiento y el atravesamiento histórico particular en el que se encontraba.
La tradición mesiánica judía fue desde su formación universitaria y en adelante
a través de su amigo Gershom Scholem, uno de sus pivotes fundamentales. Por
otro lado, a partir de la amistad con Ernst Bloch y luego de la lectura de Historia y conciencia de clase de Georgy
Lukacs en 1923, Benjamin se proclamará materialista histórico y formará parte
de la tradición marxista, aunque debamos hablar de un marxismo heterogéneo: “La
experiencia de nuestra generación: que el capitalismo no morirá de muerte
natural.”[3]
¿Cómo pueden conjugarse marxismo y teología? ¿No parten acaso de fundamentos
completamente contrapuestos? Sumemos a estas dos grandes tradiciones las
influencias artísticas que en Benjamin tienen un peso capital: Baudelaire,
Valéry, Kafka, Proust; mencionemos también las lecturas de Nietzsche, la
influencia del psicoanálisis freudiano y el peso de la teoría crítica, sobre
todo de la mano de su amigo Theodor W. Adorno. Podríamos sin duda adjudicarle a
Benjamin las palabras que Friedrich Nietzsche le dirigiera a Rohde en 1870:
“Ciencia, arte y filosofía crecen ahora tan juntos dentro de mí, que en todo
caso pariré centauros.”[4]
Desde las ortodoxias, la filosofía de Benjamin es ciertamente monstruosa, sobre
todo porque articula una extraña convivencia de elementos pertenecientes a
reinos extraños entre sí. Veamos entonces algunas de sus preocupaciones sobre
la problemática del conocimiento. No hay ciertamente un tratado o una obra
dedicada específicamente al tema y es necesario tener en cuenta gran parte de
sus publicaciones en las que aparecen desarrollos más o menos extensos sobre el
problema de la verdad y el método. Aprovecharemos, sin embargo, la sección de
su Libro de los pasajes[5]
titulada “Teoría del conocimiento, teoría del progreso” porque encontramos
concentrados allí una cantidad de aportes suficientemente ricos para esta breve
aproximación.
Lo
primero que tenemos que señalar, es que Benjamin pretende separarse
tajantemente de las concepciones continuistas de la temporalidad y del saber.
Es menester entender que las formas tradicionales de dar cuenta del saber están
inscriptas en un modo de comprender el tiempo como homogéneo y continuo.
Solamente en esa línea de tiempo puede el positivismo dar cuenta del progresivo
avance en los “descubrimientos” que llevan a un acercamiento hacia la verdad
que está esperando por fuera de la temporalidad humana. En cambio, para
Benjamin no hay verdad por fuera del tiempo y ésta se manifiesta justamente en los
instantes en los que se articula una conjunción particular que irrumpe como una
iluminación. “Hay que apartarse decididamente del concepto de ‘verdad atemporal’.
Sin embargo, la verdad no es –como afirma el marxismo- únicamente una función
temporal del proceso de conocimiento, sino que está unida a un núcleo temporal,
escondido a la vez tanto en lo conocido como en el conocedor.”[6]
Ni atemporalidad, ni proceso, sino momento único en el que algo estalla entre
los dos polos del conocimiento: entre el sujeto que conoce y lo conocido hay
una posible unión en la que ambos se precisan. De esta manera Benjamin marca
las enormes diferencias que lo separan de una tradición marxista-hegeliana en
la que la verdad se va desplegando en la temporalidad misma. Si el núcleo de
esa temporalidad que irrumpe está escondido, aparecerá como corte, como
fogonazo iluminador, como instantánea fotográfica, aquí queda en evidencia la
matriz teológico-mesiánica de Benjamin. “En los terrenos que nos ocupan, sólo
hay conocimiento a modo de relámpago. El texto es el largo trueno que después
retumba.”[7]
Dijimos que pretendemos mostrar
algunos puntos en común con la epistemología francesa. En este sentido es
pertinente traer aquí las reflexiones sobre la verdad-cielo y la verdad-rayo
que Michel Foucault contrapone y articula en su curso El poder psiquiátrico de 1973-74 en el Collège de France. Allí afirma que el saber científico supone que hay verdad en
todo momento y en todos lados, se accederá a ella más fácilmente o no, se
utilizarán instrumentos, pero la verdad recorre el mundo y no hay nada a lo que
no pueda preguntársele “¿quién eres, en verdad?”[8]
Esta verdad la puede decir quien quiera, mientras cuente con los medios, “los
instrumentos necesario para descubrirla, las categorías indispensables para
pensarla y el lenguaje adecuado para formularla en proposiciones”[9].
Foucault llama a esto ‘una tecnología de la verdad demostrativa’. Esta
concepción moderna de la verdad recubre y tapa una anterior, que pensaba que la
verdad tiene su tiempo y su lugar, su geografía y su kairos. Foucault ejemplifica con el oráculo de Delfos, con la
alquimia, con la medicina hipocrática. Esta verdad tiene sus mensajeros
exclusivos (adivinos, sabios, locos), es una verdad no universal, sino rara, dispersa,
una verdad acontecimiento. “Esta verdad discontinua podría recibir el nombre de
verdad rayo, en contraste con la verdad cielo, universalmente presente bajo la
apariencia de las nubes.”[10]
En la verdad-cielo-demostrativa se trata de conocer y la relación es
sujeto-objeto. En la verdad-rayo-acontecimiento hay una relación arriesgada,
“belicosa, de dominación y de victoria y, por tanto, no de conocimiento sino de
poder.”[11]
La verdad demostrativa intentaría ocultar su imbricación en las relaciones de
poder, presentándose como neutral.
Si
bien no podemos identificar esta verdad-rayo que describe Foucault con las
descripciones benjaminianas, hay aristas compartidas. Para el filósofo alemán,
esta relación con la verdad también se presenta esquiva, es una situación de
acecho, caza y resistencia. Rara vez la verdad se deja sorprender, como si
fuera una pura pasividad que posara para la cámara. “La
verdad (como un niño, como una mujer que no nos ama) se niega a quedarse
tranquila y sonreír ante el objetivo de la escritura cuando nosotros nos
acomodamos bajo el paño negro.”[12]
Se pretende entonces una búsqueda activa de la verdad, una activación que tiene
que interrumpir el curso “normal” de los acontecimientos. Porque Benjamin se
está enfrentando a una concepción progresista de la verdad, que está presente
tanto en algunas formas ortodoxas del marxismo (el despliegue histórico e
ineluctable) como en la socialdemocracia burguesa. En el Libro de los pasajes afirma que “se puede considerar como uno de
los objetivos metódicos de este trabajo mostrar claramente un materialismo
histórico que ha aniquilado en su interior la idea de progreso. Precisamente
aquí, el materialismo histórico tiene todos los motivos para separarse con
nitidez de la forma burguesa de pensar. Su concepto principal no es el
progreso, sino la actualización.”[13]
Sabemos que el progreso es para Benjamin la catástrofe. El tren, la máquina
emblema del progreso técnico y la revolución industrial, debe ser descarrilado.
Ni el mismo Benjamin podría haber imaginado que esos mismos trenes llevarían a
los judíos como él a las entrañas de los campos de exterminio. La
actualización, en cambio, tiene que ver con la inserción de un tiempo pasado en
el momento presente, para la dislocación del continuo de la temporalidad.
En este sentido, el momento del despertar juega un papel
crucial para introducir algo del orden de lo onírico en el continuo de la vida
consciente. Es aquí donde vemos la influencia que el psicoanálisis y el
surrealismo tienen en la forma de pensar benjaminiana. “¿Ha de ser el despertar
la síntesis entre la tesis de la conciencia onírica y la antítesis de la
conciencia de vigilia? El momento del despertar sería entonces idéntico al
“ahora de la cognoscibilidad”, en el que las cosas ponen su verdadero gesto
–surrealista-. Así, en Proust es importante que la vida entera se vuelque en el
punto de fractura de la vida, dialéctico en grado máximo: en el despertar.
Proust comienza exponiendo el espacio del que despierta.”[14]
Este es un ejemplo de la
particular interpretación de la dialéctica en términos de Benjamin. La síntesis
entre la vigilia y el sueño es el ahora del despertar, en el que una verdad que
rompa con la vida como continuo consciente puede presentarse para fracturar esa
vida. Es en esos momentos del “entre” la vigilia y el sueño donde puede
aparecer la verdad, para escabullirse rápidamente, como pasa cuando queremos
recordar los sueños apenas nos hemos despertado. Para Freud los lapsus del
discurso no son materiales desechables que interrumpen la comunicación de una
verdad que se transmite de un sujeto a otro, sino un acervo precioso que
permite dar cuenta de una verdad inconsciente no asequible directamente por el
discurso de la vigilia. A diferencia de los positivistas lógicos que intentaban
reducir los equívocos y las desviaciones en los enunciados, se trata de
adentrarse a través de esas interrupciones de la norma. Así también Benjamin
está más interesado por esas interrupciones a las que hay que saber atender. “Comparar los intentos de otros con
expediciones navales en las que el polo Norte magnético desvía los barcos.
Encontrar ese polo Norte. Lo que para
otros son desviaciones, para mí son los datos que determinan mi rumbo. Sobre
los diferenciales de tiempo, que para otros perturban las “grandes líneas” de
la investigación, levanto yo mi cálculo.”[15]
Esas grandes líneas de investigación son justamente aquellas que desprecian lo
pequeño, lo único, singular. Se esfuerzan en cambio para subsumir toda la
realidad en leyes generales y reducir así todo el ámbito de los fenómenos a
casos de esas leyes. Benjamin tiene, muy por el contrario, una mirada atenta a
lo nuevo pero también a lo antiguo y no simplemente para mostrar las relaciones
causales entre uno y otro punto del tiempo, sino para hacer revivir el pasado y
modificar el presente. “¿De qué modo es posible unir una mayor captación
plástica con la realización del método marxista? La primera etapa de este
camino será retomar para la historia el principio del montaje. Esto es,
levantar las grandes construcciones con los elementos constructivos más
pequeños, confeccionados con un perfil neto y cortante. Descubrir entonces en
el análisis del pequeño momento singular, el cristal del acontecer total. Así
pues, romper con el naturalismo histórico vulgar.”[16]
Benjamin intenta un camino lateral pero que se reconoce dentro de los límites
del marxismo. La utilización de la técnica de montaje implica la conciencia de
la fragmentación de la subjetividad de la vida moderna. Se trata entonces de
ser capaz de tomar instantáneas, atisbar pequeños destellos aparentemente
inconexos entre sí, para lograr esa plasticidad que el “naturalismo histórico
vulgar” no es capaz de aprehender ni apreciar. Lo que particularmente nos interesa
del enfoque benjaminiano es su atención a las singularidades y a los aspectos
inconscientes individuales y colectivos. No abundan los abordajes que permitan
dar cuenta del acontecer histórico, cultural y político sin reducir esas
complejidades a las “grandes líneas de investigación” de las que Benjamin
quiere desviarse.
Para concluir, volvamos a ver por
qué hemos sostenido que Benjamin es afín a la epistemología francesa y se
diferencia de la tradición neopositivista. Frente a la universalidad, Benjamin
enfoca su lente en la singularidad, pero aún más, esa singularidad pasada no
permanece como tal inamovible, esperando a que vayamos a desenterrar su verdad,
puede ser transformada, reactivada, vivificada, actualizada a la luz del
presente. Frente a la continuidad, Benjamin privilegia la ruptura, el corte, la
escansión, el desvío, la calle lateral, el “entre” que se abre entre la vigilia
y el sueño. Frente a la neutralidad ética y política, Benjamin entiende que la
verdad tiene que cumplir un papel político urgente, irrumpiendo en el supuesto
progreso histórico que no es otra cosa que la acumulación de las derrotas de
los oprimidos. Frente al método único y privilegiado, que sería adecuado y
concordante con la verdad única a ser desenterrada, Benjamin propone la
experimentación de nuevos métodos acorde a nuevas constelaciones de verdades.
“El método científico se caracteriza porque desarrolla nuevos métodos al
conducir a nuevos objetos. Es el mismo caso que el de la forma en el arte,
caracterizada por desarrollar nuevas formas al conducir a nuevos contenidos. Y
es que sólo externamente posee una obra de arte una sola forma, y el tratado un solo
método.”[17]
[1] Díaz, E., Entre la tecnociencia y el deseo. La
construcción de una epistemología ampliada, Buenos Aires, Biblos, 2007, p.
18.
[2] “Una de las características de la epistemología de la concepción
heredada es pensar el desarrollo de la ciencia como un proceso acumulativo o
progresivo en el que existe continuidad.” Ibídem, p. 46
[4] Citado por Andrés Sánchez
Pascual en Nietzsche, F., El nacimiento
de la tragedia, Buenos Aires, Alianza, 1998, p. 11.
[5] Das Passagen-Werk fue
un proyecto monumental en el que Benjamin trabajó desde 1927 hasta que tuvo que
huir de Paris cuando los nazis tomaron la ciudad en 1940. Si bien nunca llegó a
concluirlo y contamos solamente con una versión en borrador publicada por Rolf
Tiedemann en 1982, la influencia de este trabajo en las obras publicadas (como La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica) es innegable. En este sentido, aunque la sección “Teoría del
conocimiento, teoría del progreso” se refiera en varios casos directamente a
los métodos de producción de Das
Passagen-Werk, podemos tomar lo que allí se sostiene como indicadores
importantes del pensamiento de Benjamin más allá de esta obra.
[9] Ibídem.
[10] Ibídem, p. 271.
[11] Ibídem.