Pues la embriaguez es mágica y conduce a comarcas que aclaran, iluminan e informan acerca del funcionamiento de la razón, acerca de sus límites. No pretendo hacer el elogio del amigo de las embriagueces que lo convierten en un vasallo, en un trozo de carne embebido en alcohol. Esas prácticas que hacen del usuario un objeto que padece y no un sujeto que desea no tienen mi beneplácito. No tanto por razones de orden moralizador como por el cuidado puesto en la escultura de sí, en el voluntarismo estético del que he dicho, en otros libros, hasta qué punto, a mi juicio, debería estructurar un temperamento, un carácter.
El estado cuyo elogio hago es la embriaguez que supone el espíritu turbado por los vapores del alcohol y no derrumbado a causa de dosis excesivas. La práctica del vino, y de los brebajes mágicos, implica el gusto por el margen, el límite, la franja más allá de la cual se sabe que no hay retorno. Exige que se domine el cuerpo con la suficiente precisión y destreza para que pueda pedírsele solamente rozar universos en los cuales uno podría perecer en cuerpo y alma, confundidos, si faltaran la habilidad, el sentido de la delicadeza. Para hablar de este estado en el cual se experimenta la ligereza, antes de que se trate de una caída demasiado pesada, me gustaría poder recurrir al término que Littré señala en una discreta apostilla de su diccionario y es la embriedad, una mezcla de embriaguez y ebriedad, si doy crédito a la factura del concepto, un mixto de fascinación por los abismos y las prácticas de aproximación. La palabra nueva descontaminaría la embriaguez de las ocurrencias adoptadas, desde la revolución industrial, por el lado del alcoholismo. La embriedad permitiría la experimentación de una línea divisoria, que es la mejor invitación a no caer de manera habitual más allá de los límites descubiertos. La embriaguez del alcohólico supone un hombre convertido en objeto, incapaz ya de abstenerse de bebidas inquietantes. A menudo, su dependencia debe relacionarse con una incapacidad para encontrar en él lo que permitiría la firmeza, la resistencia para con los dolores del mundo. La necesidad de consuelo imposible de saciar mediante fuerzas mentales a menudo conduce a buscar la ayuda de sustancias psicotrópicas, portadoras de alma, si se me permite una distorsión etimológica. Ese alcohol no es tanto el signo metafísico de una riqueza como el testigo de una miseria grande, de una pobreza de temperamento.
Del libro de Michel Onfray, La razón del gourmet, filosofía del gusto.
El estado cuyo elogio hago es la embriaguez que supone el espíritu turbado por los vapores del alcohol y no derrumbado a causa de dosis excesivas. La práctica del vino, y de los brebajes mágicos, implica el gusto por el margen, el límite, la franja más allá de la cual se sabe que no hay retorno. Exige que se domine el cuerpo con la suficiente precisión y destreza para que pueda pedírsele solamente rozar universos en los cuales uno podría perecer en cuerpo y alma, confundidos, si faltaran la habilidad, el sentido de la delicadeza. Para hablar de este estado en el cual se experimenta la ligereza, antes de que se trate de una caída demasiado pesada, me gustaría poder recurrir al término que Littré señala en una discreta apostilla de su diccionario y es la embriedad, una mezcla de embriaguez y ebriedad, si doy crédito a la factura del concepto, un mixto de fascinación por los abismos y las prácticas de aproximación. La palabra nueva descontaminaría la embriaguez de las ocurrencias adoptadas, desde la revolución industrial, por el lado del alcoholismo. La embriedad permitiría la experimentación de una línea divisoria, que es la mejor invitación a no caer de manera habitual más allá de los límites descubiertos. La embriaguez del alcohólico supone un hombre convertido en objeto, incapaz ya de abstenerse de bebidas inquietantes. A menudo, su dependencia debe relacionarse con una incapacidad para encontrar en él lo que permitiría la firmeza, la resistencia para con los dolores del mundo. La necesidad de consuelo imposible de saciar mediante fuerzas mentales a menudo conduce a buscar la ayuda de sustancias psicotrópicas, portadoras de alma, si se me permite una distorsión etimológica. Ese alcohol no es tanto el signo metafísico de una riqueza como el testigo de una miseria grande, de una pobreza de temperamento.
Del libro de Michel Onfray, La razón del gourmet, filosofía del gusto.