domingo, 13 de mayo de 2018

EL PRÍNCIPE

1. Teatro de operaciones

Gramsci comienza sus notas sobre esta obra de Maquiavelo observando que "El carácter fundamental de El Príncipe no consiste en ser un tratado sistemático, sino un libro viviente en el que la ideología política y la ciencia política se funden en la forma dramática del mito." ¿Cómo realizar una obra viviente que pueda anudar teoría y praxis colocando a esta última en un lugar preeminente en relación a las condiciones mismas de lo pensable? 

Más allá de la mención gramsciana a la "forma dramática" de la obra, hay otros elementos que permiten atravesar la lectura de El Príncipe como si se tratara de una obra teatral en la que despliegan diversos actores y aunque el Príncipe sea el principal de ellos, nunca es el único, en todo caso su figura está compuesta por el conjunto de relaciones que mantiene con el resto de los actores en el escenario de las operaciones políticas.

Desde la dedicatoria que abre el texto, Maquiavelo fundamenta su saber en “el conocimiento de las acciones de los grandes hombres, aprendido con una larga experiencia de las cosas modernas y una continua lección de las antiguas.” Se trata entonces de las acciones de hombres que han cumplido la función de príncipes tanto en la actualidad como en el pasado y como se indica en varias ocasiones en el transcurso de la obra, hay que aprender a imitar estas acciones cuando son ejemplares. 

Recordemos la famosa definición de la tragedia, del teatro trágico griego en la Poética de Aristóteles: mímesis praxeos, imitación o representación de una acción. Poner la acción de los hombres en primer lugar, porque el arte del gobernante es un arte eminentemente práctico, se trata de obrar en un escenario en el que el príncipe no puede ver por sí mismo lo que todos los otros actores están haciendo. 

Maquiavelo presenta escenas que incluyen personajes diversos: príncipes, reyes, papas, secretarios, generales, soldados, súbditos, sabios que juegan en un escenario siempre constrictivo, el campo abierto o la ciudad amurallada, el terreno de caza, el castillo, el camino de alianzas que entretejen una y otra vez las sucesivas conquistas, necesidades y pactos políticos. Se trata de poner en evidencia que no hay acción que no forme parte de un juego mucho más amplio, el príncipe debe comprender su posición en el escenario adecuadamente y lograr una lectura, un diagnóstico lo más claro posible de los otros actores que conforman la escena.



Ese teatro de operaciones políticas, pensadas desde una perspectiva estratégica, implica por supuesto que quien manda posea los conocimientos del arte de la guerra, de su disciplina y su práctica, eso lo hará también más respetable.

“Y es un arte de tanta excelencia que no solamente conserva a los que han nacido príncipes, sino que además muchas veces hace ascender hasta ese grado a los hombres de fortuna privada; y en sentido contrario se ve que cuando los príncipes han reflexionado más acerca de delicadezas que acerca de las armas, perdieron su estado.”

¿Cómo se ejercitan las artes de la guerra en tiempos de paz? Con la mente y con las obras. En este caso Maquiavelo recomienda la caza, como un modo de “acostumbrar el cuerpo a las molestias”, recorrer y conocer el territorio. Se trata de accionar y para eso, hay que ir al territorio, no basta con la teoría. Es justamente el conocimiento del teatro de operaciones lo que hará del príncipe un buen gobernante. Teniendo en cuenta, por supuesto, que ese terreno excede los accidentes geográficos que pueden tornarse escenario de las batallas. No se trata de elevarse a las abstracciones de la filosofía política, sino de tener los pies sobre el terreno, conocer y recorrer sus singularidades, sus momentos y las pasiones que animan a sus diversos actores.

2. ¿Más allá del bien y del mal?

Se supone que en este teatro de operaciones, Maquiavelo habría recomendado al príncipe utilizar todos los medios a su disposición para la resolución favorable de los conflictos políticos, independientemente de cualquier tipo de medida moral. Todo tipo de tropelías y crueldades podrían ser cometidas legítimamente en el caso de que sea necesario para que el gobernante conserve su lugar de poder.

Por supuesto, asistimos en esta obra a una ruptura entre virtud ética y virtud política y a una subordinación de la primera a la última. Pero esto no significa que no haya concepto alguno del bien y del mal, lo que sucedes es que Maquiavelo le está indicando al príncipe lo que hace al ámbito propio de lo político y en ese sentido está independizando, al menos parcialmente, el mundo ético del mundo político.




El capítulo VIII del libro se titula "De los que han llegado al principado por medio de crímenes". 
Allí aconseja Maquiavelo que cuando no se llega al principado por fortuna o virtud, sino por crímenes, es lo mejor dejar de cometerlos lo antes posible para mantener el poder.

Aquí queda claro que la virtud política implica también límites éticos, a la vez que se subraya que no hay violencia que pueda lograr la estabilidad de un gobernante si no hay una aprobación del mismo por medios no coactivos.

“No obstante no se puede llamar virtud al hecho de asesinar a sus conciudadanos, traicionar a los amigos, no tener fe, ni piedad, ni religión: y estos métodos pueden llegar a conquistar poder, pero no gloria.”

Por un lado, es evidente que si Maquiavelo está denominado crueldades a este tipo de acciones, es que no son indiferentes moralmente. Pero rápidamente se deja en claro que el buen o mal uso de ese tipo de acciones dependerá de la habilidad política.

Se trata de “usar bien o mal las crueldades. Bien usadas (si es lícito del mal decir que es bueno) se pueden llamar las que se hacen de una sola vez por la necesidad de asegurarse y luego no se insiste en ellas sino que son transformadas en algo que sea de la mayor utilidad posible para los súbditos.”

Maquiavelo tiene plena conciencia (y el paréntesis sobre la licitud de llamar bueno al mal lo pone en evidencia) de la instrumentalización política de actos moralmente reprobables. Hay algo de ambigüedad en la cualificación de los crímenes, si puede haber un “buen uso” de ellos, se trata de cometer los crímenes todos juntos, de concentrarlos y no de administrarlos dosificadamente en el tiempo. Al mal paso, darle prisa.

“Pero como mi intención es escribir una cosa útil a quien la comprenda, me pareció más conveniente ir directamente a la verdad efectiva de la cosa que a la representación imaginaria de ella. Y muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca jamás se vieron ni se supo que hayan existido verdaderamente.”

La contraposición propuesta entre “la verdad efectiva de la cosa” y su “representación imaginaria” es la explicitación del realismo y el desprecio por el imaginario, es la afirmación de la importancia del ser en detrimento de un deber ser que poco se asemeja al teatro de operaciones concreto. A ese deber ser no se imagina simplemente perfecto, irreal, se lo imagina bueno moralmente, cuando “la verdad efectiva de la cosa” es más bien un mundo donde todos, aún los príncipes, somos buenos y malos, caritativos y crueles.



“Puesto que hay tanta distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir, quien deja de lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende más bien su ruina que su propia preservación. Porque un hombre que quiera hacer en todas partes profesión de bueno es inevitable que termine arruinado entre tantos otros que no son buenos. De donde resulta necesario a un príncipe que quiera conservar [su poder] aprender a poder no ser bueno y usar esto o no según su necesidad.”


Dejar de lado al príncipe imaginario y concentrarse en el efectivamente existente, implica comprender por qué va a ser alabado o censurado y entender a la vez que no se pueden evitar los vicios en un sentido pleno. El príncipe debe ser prudente, y eso implica entender que hay determinados vicios que pueden arrebatarle el estado y otros que le serán indispensables para sostenerlo. Aquí queda clara la subordinación del mundo ético a las necesidades políticas: “no apartarse del bien si puede pero saber entrar en el mal si lo necesita”.

3. Verdad, imaginación, simulación.

Está claro que la verdad efectiva de la cosa debe prevalecer por sobre la imaginación bienpensante, pero esto se refiere al saber del príncipe. ¿Qué sucede respecto de sus súbditos? ¿Qué relación con la verdad tendrá para con ellos? Más vale que el príncipe sea astuto a que sea honesto, los buenos príncipes, afirma Maquiavelo “han sabido envolver con astucia los cerebros de los hombres”.

El príncipe debe simular que es virtuoso, porque como dijimos, no hay fuerza de ejército alguno que torne al gobernante independiente de la imagen que tienen sus súbditos sobre él. Por este motivo, al mismo tiempo que debe ser hábil y prudente en la utilización de diferentes recursos, incluyendo por supuesto la violencia, debe poder dar una imagen tal que no transparente sus artes de gobierno.

Hay que subrayar que el engaño y la simulación no son simplemente modos de manipulación que se ejercen verticalmente sobre los gobernados, sino que se cuenta con el deseo de dejarse engañar de estos últimos. Comprender que son pocos los que buscan la verdad es ocuparse de la verdad efectiva de la cosa.

“Pero es necesario saber colorear bien esta naturaleza, y ser un gran simulador y disimulador: y es que son tan ingenuos los hombres, y hasta tal punto obran según las necesidades presentes, que quien engaña encontrará siempre quien se deje engañar.”

La simulación de la piedad, la lealtad, la integridad y la religión se darán sobre todo por la palabra y la vista, porque “los hombres en general juzgan más según los ojos que según las manos”. La apariencia y finalmente el éxito se impondrán a todos los actos moralmente reprobables que hayan sido necesarios para ese éxito. Las preguntas aparecen sobre todo cuando la operación fracasa. 




Así es que además de ser león, el príncipe debe aprender a actuar como un zorro: no alcanza con la fortaleza física y el temor, debe ser hábil, esquivo y tramposo cuando sea necesario.


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