domingo, 21 de agosto de 2016

TENER UNA IDEA ES ALGO RARO

Exposición en la Noche de las ideas
20 de agosto de 2016, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires

Tener una idea es algo raro. Homenaje a Gilles Deleuze

Gracias por acercarse hoy hasta acá. El título de esta charla es “Tener una idea es algo raro. Homenaje a Gilles Deleuze”.

Vamos a empezar por la segunda parte: no me gusta la palabra “homenaje”, remite a una situación muy institucional, en la que descubrimos un busto de bronce del autor y le rendimos culto a una estatua. Es decir a una imagen muerta ante la cual nos arrodillamos.

Nada más ajeno a lo que quisiera hacer en este encuentro, nada más ajeno a lo que provoca Deleuze. Nunca un deseo de arrodillarse y adorar, sino una aceleración de todas las partículas de nuestro cuerpo, un ponerse a vibrar con movimientos inesperados, que impone nuevos ritmos y velocidades a lo que somos y que nos arroja a una deriva intensa y alegre.

Escuchemos las palabras de Deleuze:
(Conversaciones 10) “Si yo no fuera capaz de admirar y amar a nadie o a nada, me sentiría como muerto, momificado.”



En lugar de “homenaje”, mejor hablemos de admiración y de amor. ¿Qué significa ser capaz de admirar? Significa, como decía Zaratustra, tener el ojo puro para las potencias ajenas. No puede admirar el envidioso, no puede admirar el resentido, no puede admirar el competitivo. Admirar es un acto de amor, porque implica una generosidad en la entrega a una intensidad ajena, en lugar de una negación mezquina en la que prima la incomprensión.

(La isla desierta 181) “La enfermedad del mundo actual es la incapacidad para admirar: cuando se está «en contra», se rebaja todo a la altura propia, escudriñando y cacareando. No es así como hay que proceder: hay que elevarse hasta los problemas que plantea un autor genial, hasta lo que no dice en aquello que dice, para extraer de ahí algo que se le deberá siempre, aunque se pueda también volver contra él. Hay que estar inspirado, poseído por los genios a quienes se denuncia.”

La enfermedad del mundo actual es la falta de generosidad, y Deleuze lo dice muy bien, se trata de una incapacidad. Porque para poder acercarse a una creación filosófica, artística, científica, es necesario aumentar nuestra capacidad perceptiva, para tratar de estar a la altura de lo que ahí está sucediendo: hay que saber recorrer los argumentos, aguzar el oído, aumentar la capacidad perceptiva. Es por un lado una disposición amorosa, receptiva y por otro lado un paciente trabajo de exploración de zonas desconocidas para nosotros.

Cuando difundo los cursos o charlas de filosofía que hago, siempre pongo la frase “no se necesitan conocimientos previos”, no porque crea que es adecuada, sino porque muchos no se acercan a los textos o encuentros filosóficos porque tienen miedo de no entender. ¿Y si ese miedo no fuera más que el resultado que una educación terriblemente estupidizante ha realizado en nosotros? ¿Y si no se tratara de poseer las claves de la comprensión, sino de la disposición de la atención, de la generosidad de la conexión, de querer aprender a acompañar la sensibilidad de lo que se nos propone?

(Mil Mesetas, 10) “Nunca hay que preguntar qué quiere decir un libro, significado o significante, en un libro no hay nada que comprender, tan sólo hay que preguntarse con qué funciona, en conexión con qué hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y metamorfosea la suya, con qué cuerpos sin órganos hace converger el suyo. Un libro sólo existe gracias al afuera y en el exterior.”



Hablamos del exterior de un libro, de las intensidades y de los cuerpos. Siempre recomiendo a mis alumnos, antes de empezar un curso que comiencen a leer los textos sin preocuparse demasiado por lo que no entienden, sin tararse en ese problema y tratando de aprender a seguir el movimiento que el pensador propone, sin interponer objeciones, quejas y críticas rápidas.

Ese tipo mezquino de la crítica es lo que más vemos, por ejemplo, en un museo como este: de arte moderno. Nos acercamos a una obra y decimos cosas tales como: “Eso lo podría haber hecho mi sobrinito de 5 años” o “Los artistas de ahora ya no son como los de antes que sabían pintar” o “Lo único que les interesa es la guita, porque el arte se convirtió en negocio” o “Hacen cualquier cosa provocativa con tal de figurar”.

Hacemos ese tipo de críticas desde la más absoluta mezquindad. Y no se trata de que haya verdad o falsedad en esas observaciones, muchas veces pueden contener algo del orden de lo verdadero. La pregunta en todo caso es por qué frente a la multiplicidad de aspectos que una obra de arte propone, elegimos realizar solamente la interpretación más pobre y más mezquina, que nos impide cualquier tipo de aprendizaje y de transformación.

Además de ser provocativa o de haber triunfado en el mercado del arte, quizás la obra despliega un lenguaje artístico diferente que no queremos tomarnos el trabajo y el riesgo de recorrer. La mezquindad y la pobreza implican pretender que las categorías con las que venimos pertrechados para acercarnos a una obra filosófica, artística, científica, sean suficientes y sean adecuadas para ese encuentro con la obra.

No estamos dispuestos a suspender el juicio para acompasar nuestro movimiento a uno ajeno. Me pregunto cuánto es lo que nos perdemos cada vez que decimos “eso no es una obra de arte”, “esa propuesta es una locura”, “esa idea es utópica”, “esa es una mala persona”, es decir, cada vez que dejamos en evidencia que elegimos la conexión más mezquina que afirma nuestra posición en lugar de permitirnos transformarla.

Porque ahí radica la cuestión de la admiración, la generosidad y el amor. ¿Estamos dispuestos a entregarnos a un trabajo de recepción amoroso que nos desapropie de aquellas certezas que nos constituyen? Eso no implica aceptar sin crítica todo lo que se nos proponga, las únicas opciones no son arrodillarse o escupir, las únicas opciones no son el dogma o el rechazo. También podemos acompañar, percibir, conectar, vibrar, y aún así ser críticos.



La pregunta entonces es ¿cómo vamos a enfrentar lo novedoso? Aquello para lo cual no tenemos aún categorías. Volvamos a Deleuze:

(La isla desierta 182) “En toda modernidad, en toda novedad, hay conformismo y creatividad, un conformismo insulso y también «una musiquilla nueva», algo que se conforma a la época y también algo intempestivo: separar lo uno de lo otro es la tarea de quienes saben amar, que son a la vez los verdaderos destructores y creadores. Ninguna destrucción sin amor es buena.”

¿Qué se hace cuando la ola viene y golpea, sino acomodar el cuerpo a esa potencia? A la ola no se le hace frente, uno se desliza sobre ella, intenta acompasarse a ese nuevo ritmo, para lograr hacer propia esa intensidad. Y si logramos deslizarnos aunque sea un momento, si logramos abandonarnos a un movimiento que no nos pertenece completamente, que nos desapropia al mismo tiempo que nos potencia, ¡qué inmensa alegría, ¿no?!

Hay una sola palabra para nombrar la capacidad de los cuerpos para habitar adecuadamente las intensidades que los ritman. Se llama “baile”. Por eso siempre afirmo que hay que seguir a un filósofo, a un artista, a un científico como a una pareja de baile: aceptando los pasos que propone, su modo particular de llevarnos por la pista, el dibujo que va realizando, los rodeos y las pausas que construye, su modo de tomarnos de la mano o de abrazarnos.

Estudiar el pensamiento de un nuevo filósofo es una aventura tan excitante y tan desapropiadora, como conocer una nueva pareja de baile. Solamente una mezquindad o una pobreza absolutas harían que dijéramos “qué mal que baila tal o cual” sin habernos dejado guiar generosamente.

Por eso es que los ejercicios de admiración son tan importantes y por eso es que son tan raros, porque estamos tan ocupados en afirmar nuestra identidad (con lo difícil que es), que ya no queremos dejarnos guiar, tenemos mucho miedo de perder nuestra propia posición. Preferimos entonces actuar como policías o maestros y marcar los errores, las faltas y los pasos en falso de todo lo nuevo.

Pero tengamos algo en claro, la actitud mezquina nos deja fuera de la pista de baile. La elección mezquina frente a la posibilidad del aprendizaje, nos deja hundidos en nuestra mezquindad, siempre repitiendo la misma musiquita, incapaces de perdernos en ritmos nuevos. Retomemos entonces la frase de Deleuze:

(Conversaciones 10) “Si yo no fuera capaz de admirar y amar a nadie o a nada, me sentiría como muerto, momificado.”

Más amor y admiración por los grandes creadores, y menos moscas venenosas, como hubiera dicho Friedrich Nietzsche.

Vamos ahora hacia la primera parte del título de nuestra charla “Tener una idea es algo raro”, admirando para comenzar al gran Platón.


Aún sin ser expertos en la obra de Platón, sabemos que muchas veces se denomina a lo más propio de su propuesta filosófica “la teoría de las Ideas”. En la famosa “alegoría de la caverna” el prisionero que se libera de sus cadenas y sale fuera de la caverna, es el que puede contemplar las ideas.

Pero no se trata de una contemplación física, no ve las ideas con los ojos sino con el entendimiento, porque las Ideas no se encuentran en el mundo sensible, en el mundo físico accesible por los sentidos, sino en el mundo supra-sensible, accesible por el entendimiento, también por eso llamado mundo “inteligible”.

Más allá del cielo, en el mundo suprasensible es el alma quien puede contemplar las Ideas, lo realmente verdadero, mediante su entendimiento (noûs).

(Fedro p. 264 - 247c) “A ese lugar supraceleste, no lo ha cantado poeta alguno de los de aquí abajo, ni lo cantará jamás como merece. Pero es algo como esto -ya que se ha de tener el coraje de decir la verdad, y sobre todo cuando es de ella de la que se habla-: porque, incolora, informe, intangible esa esencia cuyo ser es realmente ser, vista sólo por el entendimiento, piloto del alma, y alrededor de la que crece el verdadero saber, ocupa, precisamente, tal lugar.”

¿Qué son las Ideas platónicas entonces? Son entidades metafísicas, esencias inmateriales y eternas, perfectas e iguales a sí mismas. Son, en este sentido la garantía de la identidad, respecto al caos de cambios e imperfecciones que ocurren en este mundo, el mundo físico en el que las cosas cambian y mueren y dejan de ser lo que eran, como cualquier tango tan bien sabe añorar.

Las Ideas son los modelos perfectos de los que aquí solo tenemos copias de mala calidad. Así, cualquier acción que denominamos buena “participa” de alguna manera de la Idea de Bien. Las Ideas son lo absolutamente estable y como tales permiten explicar el cambio, así como ordenar y jerarquizar nuestro mundo.

¿Podemos “tener” una Idea en sentido platónico? Claro que no, ¿cómo podríamos “tener” algo eterno y perfecto? Como mucho podemos contemplarlo, pero para ser más precisos puede hacerlo solamente nuestra alma y bajo ciertas condiciones. En todo caso, nosotros como compuestos de alma y cuerpo en este mundo podemos recordar algo de lo que contempló nuestra alma.

Esta ontología platónica continúa la polémica que teníamos respecto al amor a lo nuevo, o a lo que permanece. Para Platón, contemplar lo que permanece reconforta, es como volver a casa y si accedí a esa contemplación, entonces a partir de ella puedo marcar las diferencias y los extravíos, lo que antes denominamos el comportamiento del policía. Si llegué a contemplar la Idea de Justicia, puedo entonces gobernar la ciudad de un modo más justo, dictaminando cuáles son las acciones justas y cuáles las injustas en todos los casos.

Tener una Idea, en sentido platónico es, entonces, imposible. En todo caso podemos intentar recordarla vagamente, es decir, redescubrirla, pero jamás podemos tenerla y menos crearla, porque la Idea es previa a nosotros.



Así lo explica Deleuze en su Abecedario:


(Abecedario, H de Historia de la Filosofía, 120) “Su punto de partida es el siguiente: “Suponed entidades tales que no sean más que lo que son: las llamamos Ideas.” De esta suerte, crea un verdadero concepto, que  no existía con anterioridad. La idea de la cosa en tanto que pura: es la pureza lo que define a la Idea, bien. Pero esto sigue siendo aparentemente abstracto. ¿Por qué? Bueno, si leemos, si nos dejamos conducir a la lectura de Platón, todo se torna muy concreto. No dice lo que dice al azar, no suelta lo primero que le viene a la cabeza, no crea al azar el concepto de Idea.”

Fíjense que interesante, primero Deleuze dice “si nos dejamos conducir a la lectura de Platón”, si bailamos con él, ¿qué encontramos? Que lo que él llama Idea, es una creación conceptual de su filosofía. Y que, esto es lo que sostiene Deleuze, esa creación no es azarosa, ni caprichosa, ni abstracta: “no suelta lo primero que le viene a la cabeza.”

Veamos entonces a qué llama una idea Deleuze. Por supuesto, poco tiene que ver con la Idea en sentido platónico, se parece bastante más a lo que se designa con el nombre “La noche de las ideas”, a algo que tiene que ver con la creación.

(Libro ABC 137) “La idea en el sentido en el que la empleamos, que ya no se trata del de Platón, atraviesa todas las actividades creativas. Hay gente que vive toda su vida (sin que por ello sean despreciables en modo alguno) sin haber tenido una idea.”

Primera cuestión: tener una idea no es tener una ocurrencia, ni un pensamiento cualquiera. Cuando alguien dice: “Tengo una idea, ¿por qué no vamos a comer a esa pizzería?” o “Tengo una idea, hagamos un packaging diferente para vender el mismo producto a diferentes consumidores” o “Tengo una idea, el protagonista va a morir al final de la novela”, no está teniendo una idea, al menos en sentido deleuziano.

(QF 11) “Platón decía que había que contemplar las Ideas, pero tuvo antes que crear el concepto de Idea.”

¿Eso significa que los únicos que pueden tener ideas son los filósofos? Para nada, si así fuera se parecería en algún punto demasiado a Platón: eran los filósofos quienes podían con mayor facilidad salir de la caverna para contemplar las Ideas. Leamos:

(Libro ABC 137) “Tener una idea es, en todos los dominios –por otra parte, no concibo ningún dominio en el que no haya motivos para tener ideas- algo raro, y no obstante tener una idea es una fiesta, algo que no ocurre todos los días.”

De acá el título de la charla “Tener una idea es algo raro”, no pasa todos los días, como vimos, hay quienes no tienen una sola idea en toda la vida y no está circunscripto a ninguna disciplina en particular.



(137) “Diría que un pintor no tiene menos ideas que un filósofo: sencillamente no se trata del mismo tipo de ideas. Así que habría que preguntarse, si reflexionamos sobre las diferentes actividades del ser humano, ¿bajo qué forma se presenta una idea en tal o cual caso? En filosofía, al menos, acabamos de verlo. En filosofía, la idea se presenta en forma de concepto y hay creación de conceptos; no hay descubrimiento del concepto, uno no descubre conceptos: uno los crea. Hay tanta creación en una filosofía como en un cuadro, en un cuadro, en una obra musical.”

Si les interesa profundizar sobre qué significa la creación para Deleuze, tanto la creación filosófica, como la artística y la científica, la obra de referencia es “¿Qué es la filosofía?”, su último gran libro junto a Félix Guattari.

Filosofía, arte y ciencia crean cosas bien distintas: si la filosofía crea conceptos y la ciencia funciones, el arte crea perceptos y afectos.

Hay una conferencia de Deleuze que les recomiendo, la pueden ver en Youtube  https://www.youtube.com/watch?v=dXOzcexu7Ks (igual que el Abecedario) llamada “¿Qué es el acto de creación?”

Allí dice: (Dos regímenes de locos, 281) “No tenemos ideas en general. Una idea –igual que quien la tiene- es algo ya abocado a tal o cual dominio. Se trata de una idea para una pintura, o para una novela, o para la filosofía, o para la ciencia. Y, evidentemente, la misma persona no puede tener todas esas ideas. Hay que tratar las idas como potenciales ya inscritos en tal o cual modo de expresión e inseparables de ese modo de expresión.”

Una y otra vez Deleuze insiste en el carácter concreto de las ideas y también en las disciplinas creadoras: Ciencia, Arte, Filosofía.

¿Qué pasa entonces con otro tipo de disciplinas? Hoy en día escuchamos hablar de “creativos” para referirnos a los publicitarios o a los diseñadores, también escuchamos hablar de “creación” e “innovación” en relación a los negocios y los “emprendiemientos”. Algo de esto está presente en el espíritu de esta noche de las ideas, cito: “La propuesta es producir un encuentro entre creativos, emprendedores, artistas y filósofos”.




Creo que no podemos dejar de preguntarnos qué tipo de encuentros podemos tener entre actividades tan distintas. Deleuze no tiene ninguna duda de que haya una afinidad y una influencia entre filosofía, ciencia y arte, aunque cada una realice creaciones distintas. Pero ¿qué pasa en cambio con las otras actividades? Comunicar bien, como puede hacer un publicista, ¿es tener una idea?

Volvamos a la conferencia de Deleuze (Dos regímenes 186) “Creo que tener una idea es algo que, en cualquier caso, no pertenece al orden de la comunicación. Aquí es donde quería llegar. Todo aquello de lo que se nos habla es irreductible a toda comunicación. Esto no es grave. ¿Qué quiere decir? En un primer sentido, la comunicación es la transmisión y la divulgación de una información. Pero ¿qué es una información? No es nada complicado, todo el mundo lo sabe, una información es una colección de consignas. Cuando se nos informa, se nos dice lo que se supone que debemos creer. En otras palabras, informar es hacer circular una consigna. Las declaraciones de la policía se llaman con toda razón comunicados.” (Acá en Argentina lo sabemos muy bien, ¿verdad?: “Comunicado Número 1”).



Para Deleuze, la sociedad contemporánea está en un proceso de transición desde lo que Foucault denominó “sociedad disciplinaria”, que corresponde a la producción industrial y las instituciones asociadas a ella (escuela, fábrica, hospital, cárcel), hacia lo que denomina una sociedad de “control”, en la que estos lugares de encierro ya no son centrales para la producción de subjetividad y otro tipo de dispositivos más sutiles son los que realizan estas funciones. Ya no necesitamos “cuerpos dóciles”, sino “creativos”.

Se dice que estamos en la era de la información, que estamos en la era de la comunicación, justamente ahí encuentra Deleuze uno de los mayores problemas respecto a nuestras posibilidades de creación:

Volvamos a ¿Qué es la filosofía? (QF 16) “Se llegó al colmo de la vergüenza cuando la informática, la mercadotecnia, el diseño, la publicidad, todas las disciplinas de la comunicación se apoderaron de la propia palabra concepto, y dijeron: ¡es asunto nuestro, somos nosotros los creativos, nosotros somos los conceptores! Somos nosotros los amigos del concepto, lo metemos dentro de nuestros ordenadores. Información y creatividad, concepto y empresa.”

Deleuze está belicoso, porque lo que está triunfando en las sociedades que llamamos neoliberales es el marketing, es la “creatividad” al servicio del mercado y la administración de la vida. Lo que está triunfando es la colonización de todos los aspectos de nuestra vida por técnicas de evaluación que responden a un criterio de rendimiento empresarial.

(QF 17) “Ciertamente, resulta doloroso enterarse de que “Concepto” designa una sociedad de servicios y de ingeniería informática. Pero cuanto más se enfrenta la filosofía a unos rivales insolentes y bobos, cuanto más se encuentra con ellos en su propio seno, más animosa se siente para cumplir la tarea, crear conceptos, que son aerolitos más que mercancías.”



¿Se trata entonces de que nuestra capacidad creadora quede neutralizada, reconducida, utilizada para que circulen cómodamente identidades y  mercancías? ¿Se trata de que  toda la potencia disruptiva de lo que nos atraviesa, se transforme en un desierto cuantificable por lo que los emprendedores llaman “Tasa Interna de Retorno”?

Podríamos pensar que estoy exagerando, pero creo que tenemos que pensar más seriamente que nunca por qué se nos invita, una y otra vez desde los lugares de enunciación más importantes a tener “ideas” en sentido  no deleuziano, es decir: a producir dispositivos que hagan más eficientes el manejo de la información y la comunicación.

Tendríamos que preguntarnos muy seriamente por qué llamamos “tener una idea” o “ser un emprendedor exitoso” al hecho de haber logrado mercantilizar hasta el último extremo pensable los afectos.

Los llamados “emprendedores exitosos”, “creativos” o “innovadores” no hacen otra operación que hacer cuantificable, mensurable, calculable, mercantilizable y evaluable, lo que hasta ahora se mantenía por fuera de esos circuitos.

Les pongo dos ejemplos bien simples: los emprendedores exitosos de hoy no son los que ponen una empresa para producir un alimento, sino los que nos venden una experiencia afectiva: un día de campo inolvidable con nuestros amigos para producir nuestros propios alimentos. A esa mercantilización de la amistad llaman “creatividad”.  Hay infinidad de casos de este tipo.

El segundo ejemplo es más central respecto al problema de la “sociedad de control” de la que nos habla Deleuze, quizás alguno de ustedes lo leyó en el diario en los últimos días, dos especialistas en computación argentinos, cito la nota del diario Infobae:


idearon un sistema que permite analizar patrones del discurso de los pacientes de modo tal que se puedan identificar diferentes trastornos psiquiátricos en estadíos tempranos. Presentaron esta idea a Google, que decidió otorgarles unas beca de investigación por un año para que completen el proyecto.”

"Si bien hoy nos estamos centrando en esquizofrenia y bipolaridad esto se puede usar en recursos humanos, selección de personal, criminología, cualquier cosa que afecte a la salud mental", destacó Slezak, que ya lleva años trabajando en el campo de la interacción entre la computación y la neurociencia.

No hace falta haber leído a Foucault para entender lo que esto significa. Cualquiera que trabaje en el campo de la educación, la salud mental, entiende sus implicancias y también nos permite entender fácilmente por qué la neurociencia es hoy también una disciplina tan “exitosa”. Lo que Deleuze afirmó hace unos 25 años no es consecuencia de ningún espíritu paranoico, sino lo que se nos propone ahora descaradamente como creación e innovación.



Volvamos entonces a la conferencia ¿Qué es el acto de creación?:

(Dos regímenes, 288) “¿Qué relaciones mantiene la obra de arte con la comunicación? Ninguna. La obra de arte no es un instrumento de comunicación. La obra de arte no tiene nada que ver con la comunicación. La obra de arte  no contiene, en sentido estricto, la menor dosis de información. Por el contrario, hay una afinidad fundamental entre la obra de arte y el acto de resistencia.”

Esto es un llamamiento a las disciplinas creadoras: arte, ciencia y filosofía no solamente no deben confundirse con la publicidad, las neurociencias y el marketing, sino que deben profundizar su rol de resistencia a esa tendencia. ¿Y esto por qué señor Deleuze? ¿Por puro afán de rebelión? ¿Por qué le interesa llevar siempre la contra? ¿No nos había hablado usted de generosidad?

Pues justamente por eso, veamos: (Dos regímenes 284) “Un creador no es alguien que trabaje por placer. Un creador es alguien que hace aquello de lo que tiene una necesidad absoluta.”

¿Cómo podemos crear, cómo podemos tener ideas si no podemos prestar oídos a esa necesidad absoluta? Hablábamos del creador como un bailarín al que hay que seguir generosamente. ¿Puede “tener” él una idea? Tampoco, como sabemos, el bailarín no hace sino escuchar y seguir a una música que lo excede. A eso se refiere Deleuze con la “necesidad absoluta”.

(Abcedario 137) “Las ideas son algo muy obsesivo, son como cosas que van y vienen, que se alejan, y luego cobran distintas formas, y a través de esas distintas formas, por más variadas que sean, resultan reconocibles.”

¿Pero cómo podemos crear en relación a algo que nos excede si tenemos que obedecer a una lógica previa que no conoce más variante que la fórmula costo-beneficio, cuantificación y mensurabilidad? ¿Cómo podemos seguir habitando nuevos ritmos e intensidades si suena una y otra vez la misma musiquita cuantificadora de fondo?

¿Cómo podemos habitar la multiplicidad si la música del mercado es uniforme? Este es un problema que se le presenta a cualquier creador. Y Deleuze una y otra vez nos invitó a realizar una actividad como creadores  que poco tiene que ver con la mercantilización y con la comunicación, nos invitó a crear un pueblo que falta. Voy a cerrar con estas dos citas al respecto y si en todo caso les interesa el tema lo podemos hablar en la discusión posterior.



(Dos regímenes, 289) “¿Qué relación hay entre las luchas de los hombres y la obra de arte? La más estrecha y, para mí, la más misteriosa. Exactamente aquello que Paul Klee quería decir cuando decía: “Ya sabéis, falta el pueblo.” El pueblo falta y, a la vez, no falta. Que falta el pueblo quiere decir que esta afinidad fundamental entre la obra de arte y un pueblo que aún no existe nunca será algo claro. No hay obra de arte que no apele a un pueblo que aún no existe.”


Y sobre la literatura (Crítica y clínica, 16) “Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta”.          

lunes, 15 de agosto de 2016

FENOMENOLOGÍA DEL CONSUMO

Hospital ZGA Manuel Belgrano
X Jornadas de Salud Mental – 2016
Ponencia en el Panel “Formas de subjetivación en la cultura de consumo”

“El señor Leopoldo Bloom comía con fruición órganos internos de bestias y aves. Le gustaba la espesa sopa de menudos, las ricas mollejas que saben a nuez, un corazón relleno asado, lonjas de hígado fritas con raspaduras de pan, ovas de bacalao bien doradas. Sobre todo le gustaban los riñones de carnero a la parrilla, que dejaban en su paladar un rastro de sabor a orina ligeramente perfumada.” 
James Joyce, Ulises

Poco importa que no tengamos los mismos gustos extravagantes que el Señor Bloom. Lo que está claro es que no podemos dejar de consumir, de engullir, de tragar, de aniquilar, si es que queremos mantenernos con vida. Este es un punto de partida que no admite contestación. La única posibilidad de pensar que podamos hacer tal cosa como “dejar de consumir” implicaría algún tipo de realidad adánica o inmaterial, en la que el alimento y la violencia no estuvieran involucrados. Abandonemos entonces momentáneamente las utopías para pensar de qué modo las distintas modalidades de consumo, articulan diversas figuras subjetivas.

Voy a partir desde Hegel, porque si hablamos de “formas de subjetivación” se lo debemos sin dudas a su legado. Le debemos la enseñanza de que no estamos constituidos sino por las relaciones que tenemos con los otros y con el mundo. Para comenzar a comprender algo de lo que nos sucede en nuestra “cultura de consumo”, tenemos que comprender qué tipo de consumo pre-cultural sigue operando en nosotros y cómo la cultura, cualquier cultura, no es otra cosa que una modificación de esa relación primaria de consumo.

El primer momento del consumo es, por supuesto, el que organiza el apetito en nuestra corporalidad animal. El apetito es la fuerza que lanza a nuestro cuerpo a apropiarse de lo ajeno para poder mantenerse con vida. En este momento nuestra conciencia está más interesada en el mundo como alimento que en sí misma o en otro como nosotros. Y por eso no podemos hablar propiamente todavía de subjetividad y menos de cultura. ¿Encontramos satisfacción en el consumo del alimento? Sí, porque lo niego, porque lo “tomo completamente” (esta es la etimología de “consumir”) es decir, porque cancelo su autonomía.

Esto es central, la satisfacción según Hegel es siempre autosatisfacción, pero no me satisfago sino aniquilando lo que no soy yo. La autosatisfacción siempre necesita una mediación, en este caso el alimento. Me satisfago en relación conmigo mismo, pero no me relaciono conmigo sino a través de otro. Por eso esta satisfacción es pasajera, porque me como una manzana o un jabalí pero sigue habiendo muchas manzanas y jabalíes que no puedo consumir. Cuanto más me satisface el alimento, más independencia cobra y no logro cancelar toda esa independencia. Por eso asistimos a una satisfacción pasajera, a la puesta en marcha de un circuito apetito-satisfacción-apetito que sólo tiene fin con la muerte.



Para salir de este estadio más animal que humano, tenemos que despreciar de algún modo este apetito y sólo lo hacemos porque hay otro objeto que nos llama con más fuerza. Es decir, porque hay una satisfacción que parece ser más completa, porque si el apetito me llevaba a encontrarme conmigo, a reconciliarme conmigo mismo, nada mejor que encontrar a otro yo, a otro como yo, es decir, nada mejor que el reconocimiento en lo otro, de mí mismo.

El pasaje de la animalidad a la humanidad implica, para Hegel, que me interese más un otro como yo (otra autoconciencia) que el alimento. ¿Y cómo demuestro eso? Bueno, si ya estamos insertos en una cultura, como nosotros, comiendo con los modales adecuados de la mesa y no “como un animal” o, si estamos compartiendo una bandeja con sándwiches, en lugar de comerme el último, me aguanto y espero o pregunto si alguien lo quiere. Los dos ejemplos tienen sentido solamente para otro que pueda reconocerlos. Si quedo solo, sin nadie que pueda reconocer ese acto como libre, me vuelvo a animalizar. Entonces, el apetito sigue estando ahí, pero su fuerza es menor que la del reconocimiento y por eso puedo despreciarlo.

Todo acto de consumo en el ámbito de la cultura implica entonces una doble posibilidad de satisfacción del apetito, una más primaria y animal en la que el otro no está involucrado y otra más valiosa que suspende la primera para lograr el reconocimiento. Pero, si suspendo completamente la satisfacción del apetito, si desprecio la cosa, me allano el camino a la muerte. Y eso es justamente lo más valorado en el ámbito de una comunidad: morir por la Patria, realizar una huelga de hambre, es decir, realizar un acto libre, que muestre que no estoy simplemente determinado a conservarme como ser vivo, que soy otra cosa que cuerpo y apetito animal.

¿Cómo salimos de nuestro primer momento como conciencia apetente? Arriesgando la vida, no por el alimento (como el animal), sino en una lucha por el reconocimiento con el otro. Lo sagrado para el hombre no es respetar la vida del otro, sino poner a prueba al otro en una lucha a muerte: si le interesa más conservar su vida, entonces no se diferencia del animal, está más cerca del ciclo de la vida, que de la comunidad humana. Si está dispuesto a arriesgarla para ser reconocido como una autoconciencia libre, entonces se humanizan mutuamente en ese acto de luchar a matar o morir contra el otro.

El único acto libre (humano) que puedo realizar para el otro (cuando todavía no hay cultura) es negar mi apego animal a la vida. Pero esto no puede funcionar. Porque si los dos nos trenzamos en una lucha a muerte por el reconocimiento, entonces terminamos muertos los dos o al menos uno y no puedo ser reconocido por un cadáver.

Esta falla en el reconocimiento mutuo es central, porque si las dos autoconciencias, abandonan juntas y recíprocamente su animalidad, despreciando el mundo para encontrar valor solamente en el otro, el mundo queda olvidado. Quedamos detenidos en un idilio con el otro, casi melancolizados, con el mundo exterior cancelado, como los andróginos del mito de Aristófenes en el Banquete, que apenas encuentran su mitad se quedan abrazados hasta morir.

¿Qué implica que falle este reconocimiento mutuo según Hegel? Que va a tener que articularse de un modo más complejo, con una mediación, es decir, que vamos a encontrar satisfacción en el otro, pero a través del mundo. En el problema que nos ocupa hoy, a través del mundo de las elecciones de consumo que realicemos. Pero para eso falta, lo que está diciendo Hegel es que si al comienzo no hay reciprocidad en el reconocimiento, hay desigualdad.



Una de las dos autoconciencias tiene miedo a morir, queda apegada a la naturaleza y se subjetivará como siervo o esclavo del que sí puso en riesgo su vida que se transforma así en su señor o amo. Y recién ahora se puede dar un paso más. El señor se convirtió en tal por despreciar su condición natural, él quiere relacionarse con otro como él, no con la naturaleza. Por eso le va a dejar al siervo la relación con la naturaleza, ya que el siervo no la despreció.

Si soy señor es que hay un siervo para mí y que él es el que se “ensucia las manos” con la naturaleza, es decir, me sirve. Ahora sí llegamos al segundo momento del consumo. Porque la manzana o el jabalí que me trae el siervo, ya no son puramente naturales, sino que están mediadas por el siervo para mí. La satisfacción del señor no puede estar en el apetito animal, si no, no sería señor, sino en que el otro le sirva. Este objeto es “para él”, lo importante es que se lo trae el siervo y entonces puede adueñarse completamente del objeto, consumirlo, aniquilarlo, porque es para él, no es naturaleza.

(Fenomenología del Espíritu) “Por el contrario, a través de esta mediación la relación inmediata se convierte, para el señor, en la pura negación de la misma o en el goce (Genuss), lo que la apetencia no lograra lo logra él: acabar con aquello y encontrar satisfacción en el goce. La apetencia no podía lograr esto a causa de la independencia de la cosa; en cambio, el señor, que ha intercalado al siervo entre la cosa y él, no hace con ello más que unirse a la dependencia de la cosa y gozarla puramente; pero abandona el lado de la independencia de la cosa al siervo, que la transforma.”

¿Qué tenemos en este segundo momento? Un señor que goza con la posesión de lo que hizo otro para él, lo que goza no es el objeto como natural, sino el dominio sobre el otro encarnado en el objeto. (El sadismo del cliente en el restaurant quejándose  de que no se lo sirve adecuadamente: “¿acaso mi plata no vale?”).

Consumir implica participar de un derecho de señores, estar en una relación de dominio en relación al otro a través de la cosa que otro dispuso para mí.

Pero si encontramos otro tipo de satisfacción en este momento desde la posición del señor, también aparece una satisfacción nueva desde la subjetivación del siervo. Es él quien va a transformar, a trabajar la naturaleza que no puede consumir, lo va a hacer para su señor y encontrará la satisfacción en la satisfacción del otro. Su miedo a la muerte, lo hace renunciar a la aniquilación del objeto, entonces sólo le queda transformarlo para su señor. El siervo va a ser el que, trabajando la naturaleza para el otro, le de una forma humana, es decir, va a ser el motor de la cultura, de la naturaleza mediada por el hombre.

Así logra una ventaja por sobre el señor, que quedó dependiendo del trabajo del siervo. El señor no puede producir, sólo gozar/aniquilar lo que trabaja el siervo. Este se libera, es decir, se humaniza, mediante el trabajo, negando la forma natural e imponiendo una forma propia “domina” a la naturaleza y encuentra satisfacción al ver su forma en ella. Es la satisfacción de toda producción propia, de todo trabajo en el que nos podemos reconocer, de toda producción cultural.



Pero no toda producción cultural, no todo trabajo es consumido por el otro. Ni toda cultura es llamada una “cultura de consumo”.

Invitemos a Marx a la mesa y entremos en la organización capitalista de la producción y el consumo. El problema principal de la producción de tipo capitalista no es la explotación, sino la imposibilidad de realizarnos en el trabajo, porque no podemos imponerle a la naturaleza nuestra propia forma. El trabajador asalariado que vende su fuerza de trabajo, no puede ya reconocerse en el producto que realiza, es el proceso de deshumanización que Marx llama alienación, es una regresión hacia la cosa.

Como sabemos, el capitalismo no solamente implica la privatización de los medios de producción y la imposibilidad de decidir autónomamente cómo vamos a producir. A la vez implica la mercantilización de la fuerza de trabajo. Es decir, ya no tenemos un señor para quien trabajar, sino que tenemos que buscarnos uno y para eso tenemos que seducirlo, tenemos que ser una mercancía adecuada. Si teníamos la capacidad de expandir las relaciones humanas a las cosas, el capitalismo expande la lógica del mercado a las relaciones humanas. En el capitalismo se mercantilizan todas las relaciones culturales que antes quedaban por fuera del mercado: la educación, la religión, el amor, el ocio.

Ahora sí llegamos a una “cultura de consumo”: cuando todas las relaciones humanas pueden ser transformadas en un bien de cambio, ese es el poder fagocitador absoluto que el capitalismo muestra a diario. Pero para poder vender absolutamente cualquier cosa, es necesario que haya compradores, es decir, alguien que encuentre en el consumo, en el goce de la apropiación completa su satisfacción: en términos hegelianos, un señor.



La “cultura de consumo” nos coloca todo el tiempo en la situación del amo, se nos promete el goce del objeto, de la relación humana hecha “para nosotros”, de la situación de dominio, de la posesión completa y su aniquilación. Pero para que eso sea posible, la relación que yo consumo tiene que presentarse formada para mí, no independiente, no autónoma, tiene que ser apropiable.

Y si la “cultura de consumo” implica, no consumir muchos objetos, sino sobre todo la mercantilización de la subjetividad, lo humano que devino mercancía y objeto de consumo, entonces tenemos que producirnos a nosotros mismos, nuestros cuerpos, gestos y actitudes (lo único a lo que podemos dar forma para el otro) para que puedan seducir a los posibles consumidores-amos con los que nos encontramos.

Desde la perspectiva del consumidor, este goce no alcanza a satisfacernos, tenemos el problema del amo, nos apropiamos de la cosa, pero no podemos poner en ella nada propio, nada nuestro, no hay lugar para la creación, no podemos producir, no podemos dar forma. ¿Cómo intenta dar una solución parcial a este problema el mercado? Organiza un pequeño espacio de producción en el acto mismo del consumo: personalizá, diseñá tu propio objeto de consumo, elegí la combinación de tu ropa, el color de tu auto, las aplicaciones de tu celular, el color de pelo de tu pareja, etc. No seas simple aniquilador, sé también un creador.

Desde la perspectiva de la subjetividad que tiene que producirse para seducir al consumidor, tenemos que empobrecernos, porque la cosa que se puede gozar es la apropiable, lo que es para mí absolutamente, tenemos que presentarnos al otro con la flexibilidad de ser diseñados, de adaptarnos.

Como siervo, la naturaleza que domestico para el otro, soy yo mismo. ¿Y cómo lo hago en una cultura de consumo? Justamente mediante tales o cuales elecciones de consumo. Me doy forma, me transformo en sujeto de la cultura, me diseño, me constituyo para el otro por mis elecciones de consumo. Así me hago apropiable, consumible para el otro, quien sin embargo no puede encontrar allí su satisfacción completa.


De este modo comienza a difuminarse la línea divisoria entre el consumidor y lo consumido, al mismo tiempo que la creación y la formación (la cultura) queda capturada por las demandas del consumo. Esta parecería ser la utopía de una “cultura de consumo”, conjurar toda creación para hacer de la naturaleza y sobre todo de las relaciones con los otros, objetos de consumo. Deberíamos preguntarnos entonces de qué modo podemos multiplicar los espacios y las dinámicas de lo inapropiable.