martes, 27 de diciembre de 2011

CHOQUE DE CIVILIZACIONES

La famosa obra de Samuel P. Huntington El choque de civilizaciones (1997) se basa en un artículo casi homónimo (The Clash of Civilizations?) publicado en 1993 en la revista Foreign Affairs de Estados Unidos. Luego de la caída del Muro de Berlín, la teoría de Francis Fukuyama proclamaba el fin de la historia, como contracara del fin de la guerra fría. Huntington opone a esta visión, una que sigue teniendo el conflicto en el centro de la escena, pero ahora con múltiples actores, cuya identidad atraviesa el concepto de "civilización".

Huntington argumenta en contra de la existencia de una “civilización universal” y en particular quiere criticar la afirmación de que la civilización occidental se esté imponiendo definitivamente por sobre las otras. Por ejemplo, el inglés parece ser la lengua más importante a nivel global, pero no lo es en cantidad de hablantes y en tanto lingua franca pierde su contexto cultural y aparece como una herramienta más. Respecto a la religión, hay un aumento cada vez más fuerte de cristianos y sobre todo de islámicos, en el último caso porque tienen una tasa de reproducción mucho más grande. Otro gran error es suponer que Occidente es igual a Modernidad y entonces la modernización implica una occidentalización.

La civilización occidental desarrolla sus características principales antes de modernizarse. Estas características son: su legado clásico, el catolicismo y el protestantismo, las lenguas europeas, la separación de la Iglesia y el Estado, el imperio de la ley, el pluralismo social, la democracia representativa y el individualismo. Las reacciones no occidentales frente al avance de occidente fueron variadas, desde el rechazo completo, hasta la aceptación completa, pasando por la aceptación de la modernidad y el rechazo de lo occidental. Esto último es lo que más ha sucedido, así las otras civilizaciones se han modernizado, pero no se han occidentalizado. De hecho la modernización favorece el fortalecimiento de las civilizaciones no occidentales.

Aunque Occidente todavía domina al resto de las civilizaciones, ya comenzó su decadencia y tiene las siguientes características. Es lenta, es irregular, con avances y retrocesos, incluye dos centros: primero Europa y luego Estados Unidos. El apogeo de Occidente hacia el año 1900 está en lenta pero continua decadencia, esto se ve también en la caída en el manejo de los recursos que permiten mantener el poder. No solamente se perdió territorio y población respecto a otras civilizaciones, también estas últimas desarrollaron más su educación, salud y vida urbana y se hicieron así más poderosas. La producción también está declinando cada vez más. Y respecto al poder militar, si bien todavía hay un predominio occidental, se ha reconfigurado el orden en una multipolaridad de ejércitos poderosos.

Se puede realizar una distinción entre un poder fuerte y uno suave. El primero lidera mediante las armas y el poder económico. El segundo porque funciona como modelo para los otros. Huntington afirma que si en algún momento las otras civilizaciones podían ser atraídas de esa manera, hoy se vive un proceso de “indigenización”, esto es, un rechazo de la cultura occidental y una vuelta hacia los valores locales en detrimento de Occidente. Los nuevos regímenes democráticos no llevan, como se podría pensar, más occidentalización a los países que implementan este sistema, los que ganan las elecciones son movimientos nacionalistas y localistas, esta es “la paradoja de la democracia”. A medida que decae el poder fuerte occidental, se hace menos atractivo como modelo y decae también su poder suave.


Dentro de los resurgimientos que son la contracara de la decadencia occidental, podemos contar a las religiones, que lejos de estar en proceso de desaparición, como algunos suponían, están cada vez más fuertes. “La revancha de Dios se ha extendido por todos los continentes, todas las civilizaciones y prácticamente todos los países.” En la ex Unión Soviética, el vacío ideológico ha sido reemplazado por un nuevo fervor religioso. Esto se explica sobre todo como consecuencia de la modernización, los rápidos cambios requieren nuevas identidades y las religiones las proporcionan. La religión pasa en este sentido, por arriba de la indigenización, ya que en muchos lugares se adoptan religiones extranjeras, cuando los procesos de modernización muestran la insuficiencia identitaria de algunas religiones locales tradicionales. Huntington está preocupado sobre todo por el fortalecimiento y expansión del Islam, que toma los elementos modernizadores de la ciencia y la técnica, pero se opone a los valores occidentales (laicos, universalistas, consumistas, individualistas) a la vez que se fortalece frente a ellos.

El mundo dividido en civilizaciones

China, Japón y Asia en general, se presentan amenazantes para Huntington, por su crecimiento económico cada vez mayor y su independencia de los valores occidentales. Nos estaríamos enfrentando a un universalismo esta vez asiático. “La afirmación cultural sigue al éxito material; el poder duro genera poder suave.” También asistimos a un Resurgimiento islámico, de grandes proporciones y en expansión, que se opone a la occidentalización y atraviesa las organizaciones sociales y políticas. La explosión deomográfica trae aparejada a su vez un aumento de jóvenes de entre 15 y 25 años, que siempre se puede asociar a activismos y revoluciones. En base a estos factores se puede esperar que en las próximas décadas se multipliquen los conflictos y los “choques de civilizaciones” con Occidente y entre sí.

viernes, 16 de diciembre de 2011

LO POLÍTICO Y LA GUERRA

La polémica alrededor de Carl Schmitt poco tiene que ver con la calidad de su trabajo teórico y se centra en su participación activa en el Partido Nacionalsocialista y su afinidad explícita al Führer. Sin embargo, sus posturas antiliberales hicieron de él un pernsador en el que abrevan gran cantidad de intelectuales de izquierda. En su famoso escrito El concepto de lo político (1932) explicita la autonomía del ámbito político y sienta posición sobre los conflictos armados.


Al Estado le cabe con exclusividad determinar quién es enemigo y combatirlo (ius belli). Puede declarar la guerra y “disponer abiertamente de la vida de las personas.” Tanto de las del propio Estado, como de las del enemigo. Además, el Estado debe pacificar hacia adentro su territorio, para generar una situación de normalidad en la que el sistema jurídico pueda funcionar. Esta función le permite identificar al “enemigo interior”, al enemigo del mismo Estado. Esto puede llevar a una guerra civil o a la aniquilación o destierro del enemigo interior. En el caso de las sociedades que funcionen con “criterios económicos” los indeseables e inadaptados no tienen que ser eliminados violentamente, se los puede dejar morir de hambre.

Estas guerras contra los enemigos no pueden tener justificación ética o jurídica alguna, no hay guerra justa. Se trata simplemente de la “afirmación de la propia forma de existencia contra una negación igualmente óptica de esa forma”. No puede haber alguien o algo más allá del Estado que decida quién es o no un enemigo al que hacer la guerra, el precio es perder la autonomía política. “Las construcciones conceptuales desde las que se proclama la necesidad de una guerra justa están habitualmente a su vez al servicio de un objetivo político.” Es el pueblo políticamente organizado el que debe distinguir entre amigo y enemigo y asumir los riesgos que implica actuar en consecuencia.

Aún las declaraciones que afirman desterrar la guerra son imposibles en la realidad. Lo que hacen realmente es redefinir ciertas condiciones de paz, sobre las que el Estado se guarda en última instancia la potestad de decidir cuándo no se cumplen. Ningún pueblo puede abstenerse de decidir quiénes son sus enemigos, aunque declare la paz universal, sólo conseguirá ser sometido por otro pueblo que lo protegerá y elegirá los enemigos por él. “Porque un pueblo haya perdido la fuerza o la voluntad de sostenerse en la esfera de lo político no va a desaparecer lo político del mundo. Lo único que desaparecerá en ese caso es un pueblo débil.”

Carl Schmitt coincide con Hobbes en la relación entre protección y obediencia, que está a la base de todo Estado y también en que la existencia de los Estados, excluye por sí misma la formación de un “estado mundial” que los abarque a todos. “El mundo político es un pluriverso, no un universo.” El concepto de lo político, la decisión sobre los amigos y los enemigos, que está a la base de todo Estado, necesita justamente de un afuera. Si se lograra esa unión universal “no habría ya ni política ni Estado”.

“La humanidad” no puede hacer ninguna guerra como tal, porque no tiene enemigo, cuando un Estado cree hacer una guerra en su nombre, le está quitando el status de humano a su enemigo. La humanidad no es un concepto político. “La humanidad resulta ser un instrumento de lo más útil para las expansiones imperialistas, y en su forma ético-humanitaria constituye un vehículo específico del imperialismo económico.”

Una Liga de Pueblos puede tener dos caminos: ser utilizada en el mismo sentido que “la humanidad” para combatir al enemigo que quede afuera de tal liga, o intentar organizar un Estado mundial y apolítico. Schmitt cree que la Liga de las Naciones de 1919 es una organización interestatal, que se acerca más al primer caso. Al no cancelar los Estados, esta Liga, no suprime la posibilidad de las guerras, sino que introduce nuevas posibilidades, entre alianzas de distintos Estados. “Lo que hay que preguntarse es a qué hombres correspondería el tremendo poder vinculado a una civilización económica y técnica que comprendiese el conjunto de la tierra”. Schmitt plantea aquí una cuestión fundamental, si se llegara a tal Estado universal, se perdería la pluralidad de tal manera que habría una sola forma de libertad y pensamiento permitida a la base de esa organización. En este sentido, la arbitrariedad sería una sola.

lunes, 12 de diciembre de 2011

EL DERECHO DE GENTES

Es claro que en El derecho de gentes (1999) John Rawls retoma la senda que Kant había trazado en Sobre la paz perpetua (1795) respecto a la confederación o asociación internacional que permitiría lograr un equilibrio mundial más pacífico. Intentaremos mostrar algunas similitudes y también algunas diferencias entre las dos propuestas.


La primera y más obvia coincidencia entre la propuesta de Rawls y la kantiana, es que ninguno de los dos cree que sea bueno abolir las autonomías de los pueblos o Estados para lograr una República universal. Afirma John Rawls: “Sigo aquí a Kant […] sería un despotismo global o un frágil imperio desgarrado por frecuentes guerras civiles, en la medida en que pueblos y regiones tratarían de alcanzar libertad y autonomía.” En esta similitud podemos encontrar, sin embargo, algunos diferendos. Comenzando con la distinción entre pueblos y Estados. La unión que propone Rawls no es de Estados (como la que propone Kant), porque cree que tradicionalmente el Estado tiene una autonomía interna irrestricta y un derecho de hacer la guerra también ilimitado. Rawls cree que estas dos potestades estatales deben ser limitadas por el derecho de gentes. También afirma Rawls que los Estados tienen sus razones –la famosa “razón de Estado”- que muchas veces no son “razonables”, término que sí describiría los comportamientos de los pueblos liberales o decentes. En este sentido, aunque hayamos afirmado anteriormente que esta distinción no es de gran utilidad a fines prácticos –y estamos dentro del ámbito de la filosofía práctica, por lo que debe importarnos-, podemos marcar aquí una primera diferencia con la postura kantiana y seguir hacia otros puntos en común. Porque muchos de los argumentos que Kant utiliza para convencernos de la condición pacífica de cierto tipo de Estados, pueden ser suscriptos por Rawls respecto a cierto tipo de pueblos.

Hay todo un conjunto de supuestos en común sobre las bondades morales de la organización democrática. En el caso de Kant, en la figura de la República, en el de Rawls en la figura de los pueblos liberales. Ambos afirmarán la relación entre soberanía popular y antibelicismo, además de reforzar la importancia de las relaciones de asociación, comerciales y sociales entre los pueblos para el mantenimiento de la paz. Aunque Kant hace mayor hincapié en el papel pacificador del comercio, Rawls no deja de mencionarlo: “La idea de una razonablemente justa sociedad de los pueblos bien ordenados no tendrá un lugar destacado en una teoría de la política internacional hasta que tales pueblos existan y aprendan a coordinar las acciones de sus gobiernos en amplios esquemas de cooperación política, económica y social.” También podemos notar una coincidencia entre las virtudes de la razón pública en Kant y las amplias libertades de expresión que asisten a todo pueblo liberal de acuerdo a Rawls. Los dos están de acuerdo en que los cuerpos políticos ya organizados de esta manera, deberían liderar este principio de asociación o federación que luego se irá extendiendo al resto de los pueblos. También ambos son optimistas al respecto, Kant afirma que “la idea de un derecho cosmopolita no resulta una representación fantástica ni extravagante”, mientras Rawls comienza su exposición afirmando que su propuesta es un tipo de ‘utopía realista’. Otra similutd es el alcance del derecho cosmopolita en Kant, que “debe limitarse a las condiciones de la hospitalidad universal”, en tanto que Rawls también está interesado en limitar al mínimo posible los derechos humanos básicos que todos los pueblos deberían respetar: derecho a la vida, a la seguridad, a no ser torturado, a los que llama “los derechos humanos propiamente dichos”, que tienen un parentesco innegable con la idea de hospitalidad kantiana. Ambos sostienen además que se deben observar reglas aún en el momento de conducir una guerra. En este caso la propuesta kantiana es más pragmática (esto evitará futuras represalias y contribuirá así a la paz perpetua), mientras que Rawls pretende afirmar la imposibilidad de encontrar excepciones al respeto irrestricto de los derechos humanos fundamentales.



Si podemos marcar otra clara diferencia, tiene que ver con la intención de John Rawls de ampliar el tipo de miembros de la asociación más allá de los pueblos liberales. De esta manera Rawls quiere contemplar la pluralidad de formas de organización sociopolíticas existentes, para que puedan formar parte aquellas que, aún sin ser pueblos liberales, cumplan con ciertos requisitos. En esta categoría entran los “pueblos jerárquicos decentes” sobre todo por compartir dos características con los pueblos liberales: la decencia –asociada al respeto por los derechos humanos y al espíritu pacífico hacia los vecinos- combinada con alguna forma de soberanía popular, en este caso en la forma de “jerarquías consultivas”. De esta forma Rawls lleva el principio liberal de no intervención en la diversidad –en tanto no se violen las leyes, que en este caso tienen que ver con los derechos humanos-, más allá de las fronteras individuales, hacia las relaciones entre los pueblos.

En último lugar hay que mencionar el problema de la “guerra justa”. En Rawls es claro que la autodefensa y la protección de los derechos humanos, permiten legitimar una guerra desde un punto de vista moral. El problema aquí son los límites de lo que podemos entender como legítima defensa y lo que podemos entender como violación grave de los derechos humanos. Estas formas de practicar la guerra justa permitirían deslizar guerras estatales de dominio, bajo la máscara de la moralidad. Kant es, en este sentido, mucho más cauto. Entiende que no puede haber guerra justa y que no se debe intervenir en otro Estado blandiendo este tipo de legitimidad moral. Cree que el mantenimiento de la paz depende entre otras cosas de que los Estados más poderosos no compren, invadan o endeuden a los más débiles.


domingo, 4 de diciembre de 2011

UNA REPÚBLICA UNIVERSAL

Terminando el milenio pasado, John Rawls escribe The Law of Peoples, obra en la que desarrolla su perspectiva sobre el derecho de gentes y propone en la línea kantiana, una sociedad de pueblos. Pero tres años antes, en 1996, Jürgen Habermas había retomado las ideas kantianas para proponer en lugar de una sociedad de pueblos, una república universal. Aquí, algunas críticas que Habermas podría plantear a la idea de la "sociedad de los pueblos" rawlsiana.

No son escasas las críticas que Jürgen Habermas le haría a Rawls en el marco de la discusión entre una “República universal” y una “Sociedad de los pueblos”. Quizás la más importante de ellas se refiera directamente a la intención de John Rawls de preservar en gran medida la autonomía de cada pueblo. “Con el derecho de gentes, sin embargo las personas no están bajo uno, sino bajo varios gobiernos, y los representantes de los pueblos querrán preservar la igualdad y la independencia de su propia sociedad.” Aunque Rawls contemple la posibilidad de intervención –inclusive manu militari- externa sobre algunos pueblos, se trataría de casos excepcionales, sobre todo ligados a violaciones graves de los derechos humanos. Habermas afirma que “la comunidad internacional tiene que poder obligar a sus miembros, bajo amenaza de sanciones, al menos a un comportamiento acorde con el derecho.” En este sentido las autonomías nacionales pierden su razón de ser, porque la única manera de asegurarse el cumplimiento efectivo del derecho cosmopolita es mediante una autoridad con poder coercitivo efectivo sobre sus miembros. La crítica se extiende a esta doble ciudadanía a la que suscribirían todos los habitantes, la estatal y la cosmopolita. Por eso es que Habermas se lamenta del estado actual en el que la ONU o el Tribunal Internacional de La Haya, no cuentan con el monopolio de la fuerza, como debería ser el caso en una “República mundial”.

Jürgen Habermas

“Dado que los derechos humanos deben ser aplicados en muchos casos contra los gobiernos nacionales, debe ser revisada la prohibición de intervenir estipulada por el derecho internacional.” Afirmamos que Rawls contempla la posibilidad de intervención para salvaguardar el cumplimiento de los derechos humanos. Pero ¿quién es justamente el juez que decidirá cuándo y cómo intervenir? ¿No sucede de hecho que los países más poderosos terminan erigiéndose en jueces de los demás? ¿No podría la postura de Habermas que exige un monopolio de la fuerza terminar con estos problemas? Habermas entiende que nos encontramos en un estado transitorio y que deberíamos tender hacia ese Estado cosmopolita. Resumamos estas primeras críticas: por un lado ineficiencia de la “Sociedad de los pueblos” para que se respeten los derechos humanos y se pueda mantener la paz mundial, por otro lado redundancia de las instituciones, mediación innecesaria y perjudicial. Además, abuso de los Estados más poderosos con el mantenimiento de sus ejércitos soberanos.

Otra crítica adicional parte de la afirmación de John Rawls, quien entiende que los pueblos liberales y los pueblos jerárquicos decentes (ambos modos de ordenamiento político con algún tipo de participación democrática), son no solamente tolerantes frente a la pluralidad de sus habitantes, sino también pacíficos con sus vecinos. La guerra, como afirmamos, sólo sería practicable como autodefensa o para intervenir en una crisis humanitaria. Pero Habermas entiende que conservar las fronteras es –a la luz de los nacionalismos-, conservar el ánimo belicista de los Estados. Para ser justos con Rawls, él también entiende que la soberanía estatal tiende a ser agresiva para con los Estados vecinos, por este motivo intenta realizar una distinción entre pueblos y Estados. Pero esta diferenciación no puede dejarnos conformes desde dos posturas. La primera, puramente conceptual, en tanto Rawls define a los pueblos con un armazón institucional, que va más allá de las cualidades morales que le asigna. En este sentido, se desdibuja la diferencia con los Estados tradicionales. La segunda postura para negar esta distinción es fáctica: aún si entendiéramos que puede separarse conceptualmente un pueblo de un Estado, no entendemos quiénes serían esos pueblos, cuáles sus representantes en la sociedad de los pueblos, cómo los elegirían y qué pasaría con los Estados realmente existentes. Si afirmamos entonces que Rawls no pudo solucionar este problema, la crítica de Habermas sigue siendo válida.

John Rawls

También podemos criticar desde la postura de Habermas, la intención que tiene Rawls de incluir en la “Sociedad de los pueblos” cierto tipo de pueblos y no otros. Habermas afirma explícitamente que “hoy en día la organización mundial reúne de hecho a casi todos los Estados bajo su techo, independientemente de que estén ya constituidos de manera republicana y de que respeten o no los derechos humanos” y afirma que se trata de una etapa de transición hacia la República mundial. En este sentido, dejar afuera a los pueblos no liberales y no decentes -como pretende Rawls- sería un inconveniente. No porque Habermas piense que todos deberían formar parte de la asociación de las Naciones Unidas, ya que él reconoce que sólo los países del “Primer Mundo” podrían participar legítimamente del ordenamiento jurídico mundial. Pero como entiende que estamos en un período transicional, no permitir la participación de los países menos desarrollados, equivale a retroceder en las condiciones que permitan en un futuro integrar a sus habitantes a la “República mundial”. Esto es así porque los que tienen que ingresar son los ciudadanos cosmopolitas, no los pueblos –sean o no decentes-, eso es lo que pretende Habermas en última instancia. Podemos expresar esta diferencia en otros términos. Mientras que Rawls pretende convertir a todos los pueblos en liberales o decentes, Habermas pretende convertir a todos los ciudadanos en genuinos cosmopolitas (cuyas características incluirán una ética liberal).

Por último, es muy importante la crítica que podría realizar Habermas al sistema de intervención pensado por Rawls, para los casos en que haya pueblos –se supone que no serán liberales ni decentes- que violen los derechos humanos. Se puede entender que esta postura permite una moralización de las guerras, en la que en nombre de los derechos humanos, los Estados continúen con sus tradicionales prácticas expansivas, esta vez legitimadas. Habermas afirma que para evitar esta posibilidad, no queda más que realizar una conversión efectiva y profunda del orden jurídico internacional, que deje en claro que los derechos humanos tienen un basamento efectivamente jurídico y no moral. “El fundamentalismo de los derechos humanos no se evita mediante la renuncia a la política de los derechos humanos, sino sólo mediante la transformación –en términos de derecho cosmopolita- del estado de naturaleza entre los Estados en un orden jurídico.” Para esta perspectiva, mientras no haya monopolio legítimo de la fuerza comandado por una “República mundial” los Estados siguen en última instancia en estado de naturaleza, o en el mejor de los casos en un estado intermedio de transición que puede asemejarse a un puro estado de naturaleza en sentido hobbesiano no bien las circunstancias lleven hacia allí.