martes, 28 de diciembre de 2010

DESCARTES EN HOLANDA


Admiro el estilo de Descartes.
Su limpidez. Su orden. Su fortaleza.
Alejandra Pizarnik


Ciertamente René Descartes fue un filósofo nómade. En lo que a la geografía europea se refiere, Francia le quedó chica ya de joven. El aire de París, según palabras del mismo Descartes "predispone a concebir quimeras en vez de pensamientos filósoficos. Veo allí tantas personas que se equivocan en sus opiniones y en sus cálculos, que me parece una enfermedad universal." Pero sobre todo es su particular territorio filosófico el que no le permite afincarse en la tradición escolástica, ni salir aún de ella completamente. Descartes viaja, huye de su destino de escritor maldito, teme ser condenado como Galileo, teme ser blasfemo, él que es a la vez tan piadoso. Si hay una tierra segura en su aventura, se trata del vasto universo de la matemática. Allí -donde sólo puede azotar tempestades el Genio Maligno- se siente seguro. Pasa buena parte de su vida en Holanda, vuelve a Francia en reiteradas ocasiones y muere en Suecia a los 53 años, hay quien dice de una neumonía y hay quien dice que fue envenenado con arsénico.

No tengo un feudo.
No tengo un lugar, estoy en tránsito.
Nada me pertenece, excepto el pie que pisa,
la lógica que mueve
mi pie.
Soy el soberano
de mí mismo,
en fuga.
Dénme el libro del mundo.
No quiero otra lectura.
Viajo para mirar.
(Viaja para intentar
disciplinar la angustia.
El terror le acaricia la nuca.
Viaja sin mirar atrás, sin cesar y sin mapa.
Viaja para eviatar
el beso irreversible del terror).*

El sueño de Descartes es el de casi todos los filósofos clásicos. Quiere encontrar el modo de fundamentar la totalidad de lo que hay. Ese es su pecado porque Dios -para aquellos que lo educaron pacientemente en latín- ya existe. Para lograr encontrar esta piedra fundamental en la que se parará todo el edificio de la ciencia moderna, Descartes debe partir al mundo en dos. (Debe excluir de este mundo a Dios, que es una sustancia separada). Hay cosa pensante -res cogitans- y hay cosa extensa -res extensa-. El pensamiento puede existir separado del sustrato físico. De esta manera el Cogito, el 'yo pienso' puede erigirse como fundamento. Y ya hay aquí lo que según la historia de la filosofía llegaría recién doscientos años más tarde. Ya hay la muerte de Dios. El yo que piensa no necesita de Dios para existir. Sólo requiere de él para pensar correctamente. Dios es el garante de que no cometamos errores cuando pensamos (de la misma manera que alejarse de París mantiene a resguardo).

Descartes, el hombre piadoso, tiene una hija por fuera de lo que las reglas eclesiásticas aconsejan. Una hija natural. Su nombre es Francine y él la ama.

Entre los triángulos,
el álgebra y los astros
relampaguea la risa irresistible
de Francine.
Reina invencible
sobre el hombre adormecido
que fui.
Avanzo sosteniéndome
de la irreproducible
arquitectura de sus labios.


A los cinco años Francine muere como consecuencia de la fiebre escarlata. Su cuerpo muere. Ese cuerpo que es puro mecanismo, como el de los animales, autómatas perfectos de la creación. Las explicaciones sobre cómo nuestro cuerpo mecánico se comunica con nuestra alma, no serán nunca satisfactorias. Pero la vida de Descartes después de la muerte de Francine tampoco lo será. Él intenta un contrabando imposible. Dicen que manda a fabricar una muñeca igual que su hija, que pueda moverse autónomamente con mecanismos de relojería. Que allí intenta encontrar en esa piel de porcelana, en sus ojos de vidrio, a Francine.






Entonces papá visitó al artesano
que me resucitó con piezas de metal
y mecanismos perfectos de relojería.
Fui su única hija.
Soy su entrañable autómata.
Soy su niña soñada.
El capitán ha entrado al camarote.
Ha visto el cofre.
Me ha visto, horrorizado.
Y me ha arrojado al mar.
Francine vuelve a morir,
ahogada.
El agua enfurecida
arrastra una muñeca levemente más alta
que mi última estatura.
Se la traga.
Papá mira mis dedos
aferrándose desesperados
a la espuma.
Lee en mis ojos su desesperación.
Un pedazo rasgado de mi vestido blanco
gira en un remolino a la distancia.
Papá asiste al espectáculo del indecible horror.
Papá comienza a morir.
Papá naufraga.




*Todos los poemas están tomados del libro Descartes en Holanda de Mariel Manrique, editado este año por Paradiso. Lo recomiendo fervorosamente.

No hay comentarios: