domingo, 16 de mayo de 2010

PEQUEÑA JERUSALEM

La ley funciona como un fuerte mecanismo de exclusión.

Pone en el seguro terreno de lo prohibido todas aquellas situaciones que pueden amenazarnos. Nos resguarda de lo que nos despedaza, nos cobija sobre todo de no ser gobernados por quien no elegimos, de estar a merced de lo evanescente.



Laura es una bellísima y joven estudiante de filosofía de un barrio judío de París. Su religión es la de la Torah, la del libro, la de la ley. Vive en un hogar ortodoxo, gobernado por la ley de un padre ausente. La ortodoxia en el judaísmo es sobre todo el apego a la letra de las leyes bíblicas. No sorprende entonces que en el pequeño escritorio de su habitación donde Laura estudia filosofía, haya una imagen de Immanuel Kant, el filósofo jurídico por excelencia.

Al contrario de lo que creen muchos de sus compañeros de estudio, Laura entiende que la libertad se juega en la obediencia a la ley y no como parecería en la rebeldía. Elegir obedecer una ley es para Laura la afirmación mayor del acto de libertad para mantenerse a resguardo de lo que acecha, para no ser presa de sus pasiones. ¿Cómo ser libre siendo presa?

Para ella, para su hermana Mathilde y para su madre, el amor se juega entre la prisión de la ley y la prisión del deseo. La repetición de los gestos, el agotamiento de los rituales impuestos, tienen una fuerza que pretende conjurar el movimiento continuo del erotismo. Y el problema se presenta tanto cuando lo logra, como cuando fracasa. La ley sabe de su fracaso, porque el padre mismo fracasa.

Cada uno de los personajes de la película entiende -para acatarlo, para rebelarse, para sufrirlo- que la ley nunca será un bastión lo suficientemente seguro.

Someterse a la propia ley es ser libre. Pero sigue siendo un sometimiento.

Laura va, como un frágil péndulo entre un sometimiento y otro, se hace dueña de sí, se aliena, detiene su existencia, se abandona.

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