viernes, 15 de mayo de 2009

DE MAESTROS Y PROFESORES


En los procesos de aprendizaje hay en un principio etapas de distinción y luego etapas de síntesis o aprehensión totalizante. El mundo es Apeiron, lo indeterminado o lo infinito, una argamasa que comienza a resolverse con la distinción.

Dios separa las tinieblas de la luz, las aguas de la tierra, los animales de las plantas, las distintas especies, la Especie. El bebé comienza a distinguir desde las primitvas sensaciones de placer y rechazo hasta que años más tarde puede decir "esto que siento no es tristeza ni remordimiento, es angustia". El pintor aprende distintas técnicas para expresarse y realiza diversas mezclas de colores, utilizando varios materiales. Es la etapa de la multiplicación de lo existente, del desprendimiento cada vez mayor de singularidades que estaban o no en aquel confuso Apeiron, de la individuación. Desgranamos el mundo, encontramos moléculas y creemos encontrar lo indivisible (a-tomo) pero la distinción sigue su camino y hallamos neutrones y quarks, encontramos quarks de distintos colores.

Llega un punto en que la capacidad de distinción no nos es más útil. ¿Qué hacemos con tantas cosas sueltas? Nos encontramos con muchas piezas de un rompecabezas del que no somos capaces de vislumbrar siquiera su contorno. Aquí es donde entran en juego nuestras capacidades de asociar primero y luego de sintetizar.

Poco es lo que las singularidades pueden decirnos si no comenzamos a relacionarlas entre sí y a relacionarnos nosotros con ellas. Nos damos cuenta de que la caída de una manzana desde un árbol y las revoluciones de la Luna alrededor de nuestro planeta, dos fenómenos aparentemente tan disímiles, obedecen a la misma ley física. Dios pone al resto de las especies al servicio de la Especie. Los electrones pueden iluminar un hogar y los núcleos atómicos en reacción en cadena arrasar con la vida de millones de personas.

Pero aún hay otra etapa que es quizás deudora de la síntesis y es en la que simplificamos toda esta maraña de singularidades que se comunican y actúan entre sí. Y llegamos a postular ciertos principios elementales, que están a la base de nuestro saber y nuestro actuar. La armonía en la pintura o la Gracia divina pueden ser algunos ejemplos. Quien se enfrenta al mundo con la mirada de un maestro y no de un aprendiz, advierte que puede totalizar una experiencia que va un poco más allá de la síntesis de singularidades, pero que necesariamente ha pasado por las primeras etapas.

En este punto nos asemejamos más al recién nacido que somos cada vez que abrimos los ojos por la mañana y todo se presenta aún confuso e indistinguible. Y nosotros formamos parte de ese Apeiron. Y nos sabemos parte de él, lo que nos diferencia del recién nacido. Es un retorno que no es ingenuo al lugar de donde hemos venido. No hay viaje que no modifique nuestras verdades.

El Maestro puede equivocarse, pero su equivocación es mejor que la certeza de quien sólo es capaz de enumerar distinciones.

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