Es curioso lo de decir algo en nombre propio,
porque no se habla en nombre propio cuando uno
se considera como un yo, una persona o un sujeto.
Al contrario, un individuo adquiere un auténtico nombre propio
al término del más grave proceso de despersonalización,
cuando se abre a las multiplicidades que le atraviesan
enteramente, a las intensidades que le recorren.
Gilles Deleuze
1.
¿Quién
sos?
Nunca
se sale indemne de una interpelación. Aún cuando haya una respuesta afirmativa
a una demanda que se cree comprender, aún cuando se diga “sí, es a mí” y se
intente en vano clausurar el movimiento que toda interpelación comporta. Poder
ser interpelado por otros implica necesariamente encontrarse habitando la
intemperie, dejar en evidencia que no hay resguardo para lo que creemos ser, reafirmar
que estamos expuestos. Porque no hay posibilidad de responder a una
interpelación con una respuesta previa, con una identidad ya constituida, con
un “efectivamente soy tal y cual”. Y esto por dos motivos. En primer lugar
porque no hay posibilidad de narrarme, de dar cuenta de quién soy si no es a
través de una interpelación. No hay narración previa, existe un quién soy sólo
para un otro. En segundo término, porque esa interpelación no me deja indemne,
me demanda una respuesta que recorre un camino intrincado a velocidades
inciertas. Y cuando esa respuesta aflora, aunque parezca ser simple resultado
de un automatismo, ya no puedo ser el mismo. Soy entonces, si se me permite la
aparente complejidad lógica, constituido y modificado por el mismo acto que
implica la irrupción del otro. “¿Quién sos?” dice, ordena, pregunta la
interpelación. Y aunque una voz familiar, algo así como una voz que reconocemos
propia responda “Soy yo”, tal vez haya en esa respuesta un temblor. Y tal vez
allí comience el pensamiento.
Allí
al menos comenzó el pensamiento en mi caso, gracias a la interpelación de la
compañera Paola Martínez (aquí a mi lado), cuando se estaban planeando estas
jornadas y se acercó para invitarme a escribir un trabajo sobre Judith Butler y
así armar junto con ella y Rocío Feltrez una mesa sobre temáticas de género y
feminismo. En ese momento yo estaba dictando un curso sobre la obra de Butler,
así que dije que sí. Y mientras algo en mí sostenía ese “sí” tan firmemente
como podía, otras cosas fueron pasando. ¿Qué voy a hacer yo – comencé
preguntándome- en una mesa junto a Paola y Rocío que ya han estudiado y escrito
mucho sobre feminismo y teoría queer?
La pregunta no estaba atravesada por pruritos basados en un déficit en el
saber. O sí. Quiero decir, no se trataba de un problema de saber académico, de
haber investigado menos el tema que ellas. Se trataba más bien de saber lo que
me movilizaba a ocupar ese espacio. ¿Sabía yo quién era cuando dije sí a ocupar
este espacio? (Finalmente Rocío preparó otro tema para su exposición). En todo
caso creía saberlo, pero no era sino el principio de un problema. Se me
presentó primero la dificultad de hablar sobre una de las más importantes
pensadoras del feminismo, el posfeminismo, la teoría queer o como querramos clasificar a Judith Butler, sin reconocerme
ni queer, ni trans, ni homosexual. Y
peor aún, sin ser ni siquiera mujer. Terminé rápidamente pensando algunos de
los problemas que implicaba que algo así como que un varón blanco heterosexual universitario
esté hablando sobre feminismo y teoría queer.
Entonces la
interpelación “¿Quién sos?” se comenzó a responder en el entramado de la obra de Butler, a través de lo que ella
denomina la “matriz heterosexual”, a saber: “un modelo discursivo/epistémico
hegemónico de inteligibilidad de género, el cual da por sentado que para que
los cuerpos sean coherentes y tengan sentido debe haber un sexo estable
expresado mediante un género estable (masculino expresa hombre, femenino
expresa mujer) que se define históricamente y por oposición mediante la
práctica obligatoria de la heterosexualidad.”[1]
¿Cómo hablar entonces de las prácticas minoritarias en torno al género, si uno
se encuentra el lugar hegemónico? ¿Cómo hacer para no reproducir otra vez el
lugar de la voz autorizada, para no hablar en lugar del otro, ocupando su lugar
a la vez haciéndolo callar? Creo que esto toca algunos nervios centrales del
cuerpo problemático que atraviesa estas jornadas: subjetividad, alteridad y
hospitalidad. Soy interpelado, recibo una invitación para hablar, pero no sé si
debo antes que nada callar para que el otro deje ser hablado. ¿Cuáles son mis
posibilidades para alojar una reflexión crítica sobre la degeneración si me
reconozco como un agente de reproducción del orden dominante? ¿Cómo escribir si
no es con el cuerpo y desde el deseo? Pero ¿cómo hacer hablar el deseo, si ello
fuera posible, cuando lo descubrimos como un deseo opresor? Opté entonces por intentar pensar desde el
lugar de la heterosexualidad. ¿En qué sentido la propuesta teórica de Judith
Butler puede permitir pensar la heterosexualidad? ¿Cuáles son las herramientas
que aporta para una comprensión crítica del lugar que tenemos en la matriz
heterosexual?
2. Un
campo de fallas.
Podemos pensar buena parte de la filosofía de Judith
Butler como la expansión continua de un campo de fallas. La falla implica en
primer lugar un yerro, un desacierto, una equivocación. Deberíamos ser capaces
de ver entonces en qué estamos fallando o qué es lo que falla en nosotros,
sobre todo cuando creemos que acertamos. Pero la falla es también un desfasaje,
una discontinuidad, un desplazamiento sobre un plano o a través de un cuerpo
que se pretendía sólido. La falla es tal siempre en relación a un acierto o a
una solidez, en este sentido parece tratarse de un concepto negativo. Pero en
la filosofía de Butler las fallas cobran una dimensión productiva. Junto al
gesto deconstructivo que gusta poner en evidencia la falla, encontramos en
Butler una imaginación propositiva, que se interesa particularmente por los
modos que permiten establecer nuevas conexiones.
La primera falla tiene la duplicidad que atraviesa el
pensamiento de Butler, es a la vez lingüística y política. Se trata del
concepto de “representación”. El modelo clásico de la representación implica
que hay un sujeto constituido que luego puede ser representado en la arena
política. Butler advierte sobre la falla de la representación sobre todo porque
soslaya que el sujeto se constituye como tal en su actuación política. Esta
falla en el sujeto originario del contrato político, termina evidenciando una grieta
en la manera en que la metafísica de la sustancia concibe nuestra identidad y
abona de ese modo la salida de un esencialismo que, en el plano del género y la
sexualidad, intenta muchas veces fundamentarse en una concepción no revisada de
la biología. No hay una identidad sexual, esto es, no habitamos un género
claramente y esta no es una característica de quienes son reconocidos en
sexualidades “desviadas” o “perversas”, cuenta también para quienes se
identifican sin problemas en el esquema que la matriz heterosexual les
proporciona: “El género es una complejidad cuya totalidad se posterga de manera
permanente, nunca aparece completa en una determinada coyuntura en el tiempo.”[2]
En otras palabras, nunca puedo asegurarme de una vez
por todas ser un “hombre” o ser una “mujer”. Si hay discontinuidades en la
identidad, si hay discontinuidades en la identidad sexual, entonces tengo que
suturar una y otra vez estas discontinuidades para hacer aparecer mi vida como
una línea sólida y coherente en la que pueda reconocerme y ser reconocido por
los otros. De ahí que la teoría de la performatividad aparezca como reverso
productivo de la discontinuidad de las identidades subjetivas. Tengo que actuar
una y otra vez de diferentes formas aquello que creo ser y aquello que
parcialmente termino siendo. Por eso la performatividad no puede reducirse a la
actuación como acto limitado, porque se realiza todo el tiempo sin depender de
la libre voluntad del actor. Por otra parte cuando actúo una y otra vez mi
intento de ser un hombre heterosexual, no solamente nunca paso la prueba
definitivamente, sino que no hay modelo estático del género en el que me
reconozco que me sirva como guía. Hay una pluralidad de ideas de hombre
encarnadas en innumerables actos de masculinidad que se van modificando
histórica y culturalmente. Somos víctimas irredentas del nominalismo. Sin
embargo, esto no quiere decir que el género no tenga entidad, ni consecuencias
en nuestros modos de vida, ni que la
heteronormatividad no intente violentar continuamente lo que sin cesar se aleja
de ella. “El género ni es una verdad puramente psíquica, concebida como algo
“interno” u “oculto”, ni puede reducirse a una apariencia de superficie; por el
contrario, su carácter fluctuante debe caracterizarse como el juego entre la psique y la apariencia
(entendiendo que en este último dominio se incluye lo que aparece en las palabras). Además, éste será un
juego regulado por imposiciones heterosexistas, aunque, por esa misma razón, no
pueda reducirse a ellas.”[3]
Habitar un campo de fallas implica entonces que
aunque haya normas hegemónicas, no solamente no son las únicas disponibles,
sino que ellas mismas están en permanente estado de temblor. Porque es la
pérdida la que organiza nuestros derroteros. Es el permanente estado de
menesterosidad de nuestra identidad el motor de nuestras insistencias y de
nuestras violencias. De aquí podemos desprender una primera conclusión. Aún
habitando y reproduciendo una identidad hegemónica heteronormativa, podemos
debilitar los niveles de coerción siempre que estemos dispuestos a pagar el
precio de reconocer nuestra falla constitutiva y en consecuencia no demandar a
los otros una identidad que nosotros mismos no podemos sostener. “El reconocimiento de que
uno no es, en cada oportunidad, totalmente igual a como se presenta en el
discurso disponible podría implicar, a su turno, cierta paciencia con los otros
que suspendiera la exigencia de que fueran idénticos en todo momento.”[4]
Hay un desfase
temporal entre la normatividad del reconocimiento y la autopercepción que
genera un “fracaso” en conocernos y presentarnos. Entonces tenemos que ser
capaces de esperar estos fracasos también en los otros. “Cuando solicitemos conocer
al otro o le pidamos que diga, final o definitivamente, quién es, será importante
no esperar nunca una respuesta que sea satisfactoria. Al no buscar satisfacción
y al dejar que la pregunta quede abierta e incluso perdure, permitimos vivir al
otro, pues la vida podría entenderse justamente como aquello que excede
cualquier explicación que tratemos de dar de ella.”[5]
3.
Una
puerta clausurada.
Sostuve en la sección anterior que es la pérdida la
que organiza nuestros derroteros. Quiero referirme rápidamente a un último
aspecto de la constitución de la heterosexualidad que señala agudamente Judith
Butler. Hay una pérdida que no se refiere a la identidad que nunca se termina
de asegurar, sino una pérdida de un objeto de amor, que justamente constituye
la identidad en la que nos reconocemos, en este caso la heterosexualidad. Hay
objetos de amor resignados, perdidos absolutamente, puertas clausuradas que la
heterosexualidad no solamente parece no estar dispuesta a franquear, sino que
desconoce que esos objetos posibles de amor, hayan constituido una pérdida. Y
si lo que se perdió no puede ser siquiera llorado, porque no sabemos que lo
hemos perdido, estamos constitutivamente melancolizados. En palabras de Butler:
“Existen, por supuesto, varios modos de
negarse a amar, todos los cuales pueden ser considerados como repudio. Pero
¿qué ocurre cuando cierto repudio del amor se convierte en la condición de
posibilidad de la existencia social? ¿No se produce entonces una socialidad
aquejada de melancolía, una socialidad en la cual la pérdida no puede ser
llorada porque no puede ser reconocida como tal, porque lo que se pierde nunca
tuvo derecho a existir?”[6]
Desde esta perspectiva y sin poder pensar ahora en las enormes implicancias
políticas que tiene para Butler el problema del duelo, deberíamos poder ahondar
en lo que significa para nuestras concepciones del amor, la imposibilidad
constante de llorar nuestras pérdidas.
Mucho se ha escrito sobre los amores no
correspondidos, sobre los amores que podrían haber sido, sobre los que
ocurrieron fugazmente y fueron trágicamente interrumpidos, y sobre todas
aquellas formas de la pérdida amorosa que habitan el espacio del dolor. Pero
poco sabemos aún sobre ese espacio limítrofe entre lo prohibido y lo imposible
en el que nos aguardan impacientes en el gozo y en el llanto, aquellos amores
que tienen la potencia de destruirnos.
en el sanchismo marlaskismo rige el principio de presuncion de culpabilidad del varón blanco heterosexual
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