jueves, 28 de agosto de 2008

CRACK UP


Claro, toda vida es un proceso de demolición, pero los golpes que llevan a cabo la parte dramática de la tarea—los grandes golpes repentinos que vienen, o parecen venir, de fuera—, los que uno recuerda y le hacen culpar a las cosas, y de los que, en momentos de debilidad, habla a los amigos, no hacen patentes sus efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpes que vienen de dentro, que uno no nota hasta que es demasiado tarde para hacer algo con respecto a ellos, hasta que se da cuenta de modo definitivo de que en cierto sentido ya no volverá a ser un hombre tan sano. El primer tipo de demolición parece producirse con rapidez, el segundo tipo se produce casi sin que uno lo advierta, pero de hecho se percibe de repente.

Antes de seguir con este relato, permítaseme hacer una observación general: la prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar. Uno debería, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a hacer que sean de otro modo. Esta filosofía se adecuaba con los comienzos de mi edad adulta, cuando vi a lo improbable, lo no plausible, a menudo lo «imposible», hacerse realidad. La vida era algo que uno dominaba si tenía algo bueno. La vida se rendía fácilmente ante la inteligencia y el esfuerzo, o ante el porcentaje que se pudiera reunir de ambas cosas. Parecía una cuestión romántica ser un literato de éxito, uno nunca iba a ser tan famoso como una estrella de cine, pero la notoriedad que lograra probablemente seria más duradera, uno nunca iba a tener el poder de un hombre de firmes convicciones políticas o religiosas, pero indudablemente sería más independiente. Desde luego, en la práctica de su profesión, uno estaría permanentemente insatisfecho... pero, por mi parte, yo no habría elegido ninguna otra.


F. S. Fitzgerald, 1936

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