lunes, 15 de agosto de 2016

FENOMENOLOGÍA DEL CONSUMO

Hospital ZGA Manuel Belgrano
X Jornadas de Salud Mental – 2016
Ponencia en el Panel “Formas de subjetivación en la cultura de consumo”

“El señor Leopoldo Bloom comía con fruición órganos internos de bestias y aves. Le gustaba la espesa sopa de menudos, las ricas mollejas que saben a nuez, un corazón relleno asado, lonjas de hígado fritas con raspaduras de pan, ovas de bacalao bien doradas. Sobre todo le gustaban los riñones de carnero a la parrilla, que dejaban en su paladar un rastro de sabor a orina ligeramente perfumada.” 
James Joyce, Ulises

Poco importa que no tengamos los mismos gustos extravagantes que el Señor Bloom. Lo que está claro es que no podemos dejar de consumir, de engullir, de tragar, de aniquilar, si es que queremos mantenernos con vida. Este es un punto de partida que no admite contestación. La única posibilidad de pensar que podamos hacer tal cosa como “dejar de consumir” implicaría algún tipo de realidad adánica o inmaterial, en la que el alimento y la violencia no estuvieran involucrados. Abandonemos entonces momentáneamente las utopías para pensar de qué modo las distintas modalidades de consumo, articulan diversas figuras subjetivas.

Voy a partir desde Hegel, porque si hablamos de “formas de subjetivación” se lo debemos sin dudas a su legado. Le debemos la enseñanza de que no estamos constituidos sino por las relaciones que tenemos con los otros y con el mundo. Para comenzar a comprender algo de lo que nos sucede en nuestra “cultura de consumo”, tenemos que comprender qué tipo de consumo pre-cultural sigue operando en nosotros y cómo la cultura, cualquier cultura, no es otra cosa que una modificación de esa relación primaria de consumo.

El primer momento del consumo es, por supuesto, el que organiza el apetito en nuestra corporalidad animal. El apetito es la fuerza que lanza a nuestro cuerpo a apropiarse de lo ajeno para poder mantenerse con vida. En este momento nuestra conciencia está más interesada en el mundo como alimento que en sí misma o en otro como nosotros. Y por eso no podemos hablar propiamente todavía de subjetividad y menos de cultura. ¿Encontramos satisfacción en el consumo del alimento? Sí, porque lo niego, porque lo “tomo completamente” (esta es la etimología de “consumir”) es decir, porque cancelo su autonomía.

Esto es central, la satisfacción según Hegel es siempre autosatisfacción, pero no me satisfago sino aniquilando lo que no soy yo. La autosatisfacción siempre necesita una mediación, en este caso el alimento. Me satisfago en relación conmigo mismo, pero no me relaciono conmigo sino a través de otro. Por eso esta satisfacción es pasajera, porque me como una manzana o un jabalí pero sigue habiendo muchas manzanas y jabalíes que no puedo consumir. Cuanto más me satisface el alimento, más independencia cobra y no logro cancelar toda esa independencia. Por eso asistimos a una satisfacción pasajera, a la puesta en marcha de un circuito apetito-satisfacción-apetito que sólo tiene fin con la muerte.



Para salir de este estadio más animal que humano, tenemos que despreciar de algún modo este apetito y sólo lo hacemos porque hay otro objeto que nos llama con más fuerza. Es decir, porque hay una satisfacción que parece ser más completa, porque si el apetito me llevaba a encontrarme conmigo, a reconciliarme conmigo mismo, nada mejor que encontrar a otro yo, a otro como yo, es decir, nada mejor que el reconocimiento en lo otro, de mí mismo.

El pasaje de la animalidad a la humanidad implica, para Hegel, que me interese más un otro como yo (otra autoconciencia) que el alimento. ¿Y cómo demuestro eso? Bueno, si ya estamos insertos en una cultura, como nosotros, comiendo con los modales adecuados de la mesa y no “como un animal” o, si estamos compartiendo una bandeja con sándwiches, en lugar de comerme el último, me aguanto y espero o pregunto si alguien lo quiere. Los dos ejemplos tienen sentido solamente para otro que pueda reconocerlos. Si quedo solo, sin nadie que pueda reconocer ese acto como libre, me vuelvo a animalizar. Entonces, el apetito sigue estando ahí, pero su fuerza es menor que la del reconocimiento y por eso puedo despreciarlo.

Todo acto de consumo en el ámbito de la cultura implica entonces una doble posibilidad de satisfacción del apetito, una más primaria y animal en la que el otro no está involucrado y otra más valiosa que suspende la primera para lograr el reconocimiento. Pero, si suspendo completamente la satisfacción del apetito, si desprecio la cosa, me allano el camino a la muerte. Y eso es justamente lo más valorado en el ámbito de una comunidad: morir por la Patria, realizar una huelga de hambre, es decir, realizar un acto libre, que muestre que no estoy simplemente determinado a conservarme como ser vivo, que soy otra cosa que cuerpo y apetito animal.

¿Cómo salimos de nuestro primer momento como conciencia apetente? Arriesgando la vida, no por el alimento (como el animal), sino en una lucha por el reconocimiento con el otro. Lo sagrado para el hombre no es respetar la vida del otro, sino poner a prueba al otro en una lucha a muerte: si le interesa más conservar su vida, entonces no se diferencia del animal, está más cerca del ciclo de la vida, que de la comunidad humana. Si está dispuesto a arriesgarla para ser reconocido como una autoconciencia libre, entonces se humanizan mutuamente en ese acto de luchar a matar o morir contra el otro.

El único acto libre (humano) que puedo realizar para el otro (cuando todavía no hay cultura) es negar mi apego animal a la vida. Pero esto no puede funcionar. Porque si los dos nos trenzamos en una lucha a muerte por el reconocimiento, entonces terminamos muertos los dos o al menos uno y no puedo ser reconocido por un cadáver.

Esta falla en el reconocimiento mutuo es central, porque si las dos autoconciencias, abandonan juntas y recíprocamente su animalidad, despreciando el mundo para encontrar valor solamente en el otro, el mundo queda olvidado. Quedamos detenidos en un idilio con el otro, casi melancolizados, con el mundo exterior cancelado, como los andróginos del mito de Aristófenes en el Banquete, que apenas encuentran su mitad se quedan abrazados hasta morir.

¿Qué implica que falle este reconocimiento mutuo según Hegel? Que va a tener que articularse de un modo más complejo, con una mediación, es decir, que vamos a encontrar satisfacción en el otro, pero a través del mundo. En el problema que nos ocupa hoy, a través del mundo de las elecciones de consumo que realicemos. Pero para eso falta, lo que está diciendo Hegel es que si al comienzo no hay reciprocidad en el reconocimiento, hay desigualdad.



Una de las dos autoconciencias tiene miedo a morir, queda apegada a la naturaleza y se subjetivará como siervo o esclavo del que sí puso en riesgo su vida que se transforma así en su señor o amo. Y recién ahora se puede dar un paso más. El señor se convirtió en tal por despreciar su condición natural, él quiere relacionarse con otro como él, no con la naturaleza. Por eso le va a dejar al siervo la relación con la naturaleza, ya que el siervo no la despreció.

Si soy señor es que hay un siervo para mí y que él es el que se “ensucia las manos” con la naturaleza, es decir, me sirve. Ahora sí llegamos al segundo momento del consumo. Porque la manzana o el jabalí que me trae el siervo, ya no son puramente naturales, sino que están mediadas por el siervo para mí. La satisfacción del señor no puede estar en el apetito animal, si no, no sería señor, sino en que el otro le sirva. Este objeto es “para él”, lo importante es que se lo trae el siervo y entonces puede adueñarse completamente del objeto, consumirlo, aniquilarlo, porque es para él, no es naturaleza.

(Fenomenología del Espíritu) “Por el contrario, a través de esta mediación la relación inmediata se convierte, para el señor, en la pura negación de la misma o en el goce (Genuss), lo que la apetencia no lograra lo logra él: acabar con aquello y encontrar satisfacción en el goce. La apetencia no podía lograr esto a causa de la independencia de la cosa; en cambio, el señor, que ha intercalado al siervo entre la cosa y él, no hace con ello más que unirse a la dependencia de la cosa y gozarla puramente; pero abandona el lado de la independencia de la cosa al siervo, que la transforma.”

¿Qué tenemos en este segundo momento? Un señor que goza con la posesión de lo que hizo otro para él, lo que goza no es el objeto como natural, sino el dominio sobre el otro encarnado en el objeto. (El sadismo del cliente en el restaurant quejándose  de que no se lo sirve adecuadamente: “¿acaso mi plata no vale?”).

Consumir implica participar de un derecho de señores, estar en una relación de dominio en relación al otro a través de la cosa que otro dispuso para mí.

Pero si encontramos otro tipo de satisfacción en este momento desde la posición del señor, también aparece una satisfacción nueva desde la subjetivación del siervo. Es él quien va a transformar, a trabajar la naturaleza que no puede consumir, lo va a hacer para su señor y encontrará la satisfacción en la satisfacción del otro. Su miedo a la muerte, lo hace renunciar a la aniquilación del objeto, entonces sólo le queda transformarlo para su señor. El siervo va a ser el que, trabajando la naturaleza para el otro, le de una forma humana, es decir, va a ser el motor de la cultura, de la naturaleza mediada por el hombre.

Así logra una ventaja por sobre el señor, que quedó dependiendo del trabajo del siervo. El señor no puede producir, sólo gozar/aniquilar lo que trabaja el siervo. Este se libera, es decir, se humaniza, mediante el trabajo, negando la forma natural e imponiendo una forma propia “domina” a la naturaleza y encuentra satisfacción al ver su forma en ella. Es la satisfacción de toda producción propia, de todo trabajo en el que nos podemos reconocer, de toda producción cultural.



Pero no toda producción cultural, no todo trabajo es consumido por el otro. Ni toda cultura es llamada una “cultura de consumo”.

Invitemos a Marx a la mesa y entremos en la organización capitalista de la producción y el consumo. El problema principal de la producción de tipo capitalista no es la explotación, sino la imposibilidad de realizarnos en el trabajo, porque no podemos imponerle a la naturaleza nuestra propia forma. El trabajador asalariado que vende su fuerza de trabajo, no puede ya reconocerse en el producto que realiza, es el proceso de deshumanización que Marx llama alienación, es una regresión hacia la cosa.

Como sabemos, el capitalismo no solamente implica la privatización de los medios de producción y la imposibilidad de decidir autónomamente cómo vamos a producir. A la vez implica la mercantilización de la fuerza de trabajo. Es decir, ya no tenemos un señor para quien trabajar, sino que tenemos que buscarnos uno y para eso tenemos que seducirlo, tenemos que ser una mercancía adecuada. Si teníamos la capacidad de expandir las relaciones humanas a las cosas, el capitalismo expande la lógica del mercado a las relaciones humanas. En el capitalismo se mercantilizan todas las relaciones culturales que antes quedaban por fuera del mercado: la educación, la religión, el amor, el ocio.

Ahora sí llegamos a una “cultura de consumo”: cuando todas las relaciones humanas pueden ser transformadas en un bien de cambio, ese es el poder fagocitador absoluto que el capitalismo muestra a diario. Pero para poder vender absolutamente cualquier cosa, es necesario que haya compradores, es decir, alguien que encuentre en el consumo, en el goce de la apropiación completa su satisfacción: en términos hegelianos, un señor.



La “cultura de consumo” nos coloca todo el tiempo en la situación del amo, se nos promete el goce del objeto, de la relación humana hecha “para nosotros”, de la situación de dominio, de la posesión completa y su aniquilación. Pero para que eso sea posible, la relación que yo consumo tiene que presentarse formada para mí, no independiente, no autónoma, tiene que ser apropiable.

Y si la “cultura de consumo” implica, no consumir muchos objetos, sino sobre todo la mercantilización de la subjetividad, lo humano que devino mercancía y objeto de consumo, entonces tenemos que producirnos a nosotros mismos, nuestros cuerpos, gestos y actitudes (lo único a lo que podemos dar forma para el otro) para que puedan seducir a los posibles consumidores-amos con los que nos encontramos.

Desde la perspectiva del consumidor, este goce no alcanza a satisfacernos, tenemos el problema del amo, nos apropiamos de la cosa, pero no podemos poner en ella nada propio, nada nuestro, no hay lugar para la creación, no podemos producir, no podemos dar forma. ¿Cómo intenta dar una solución parcial a este problema el mercado? Organiza un pequeño espacio de producción en el acto mismo del consumo: personalizá, diseñá tu propio objeto de consumo, elegí la combinación de tu ropa, el color de tu auto, las aplicaciones de tu celular, el color de pelo de tu pareja, etc. No seas simple aniquilador, sé también un creador.

Desde la perspectiva de la subjetividad que tiene que producirse para seducir al consumidor, tenemos que empobrecernos, porque la cosa que se puede gozar es la apropiable, lo que es para mí absolutamente, tenemos que presentarnos al otro con la flexibilidad de ser diseñados, de adaptarnos.

Como siervo, la naturaleza que domestico para el otro, soy yo mismo. ¿Y cómo lo hago en una cultura de consumo? Justamente mediante tales o cuales elecciones de consumo. Me doy forma, me transformo en sujeto de la cultura, me diseño, me constituyo para el otro por mis elecciones de consumo. Así me hago apropiable, consumible para el otro, quien sin embargo no puede encontrar allí su satisfacción completa.


De este modo comienza a difuminarse la línea divisoria entre el consumidor y lo consumido, al mismo tiempo que la creación y la formación (la cultura) queda capturada por las demandas del consumo. Esta parecería ser la utopía de una “cultura de consumo”, conjurar toda creación para hacer de la naturaleza y sobre todo de las relaciones con los otros, objetos de consumo. Deberíamos preguntarnos entonces de qué modo podemos multiplicar los espacios y las dinámicas de lo inapropiable.

1 comentario:

  1. Se me ocurre que las relaciones basadas en la cooperación, solidaridad y de auténtica humanidad son contrarias del sentido de apropiación. Y confío en que siempre se puede conservar una porción de espacios humanos donde no reine la escasez y guardemos cierto salvajismo en las entrañas de nuestro corazón.

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