A nadie pasará inadvertido cuán original es el tratamiento de la muerte en Maurice Blanchot y cuántos son los desafíos que plantea a la obra de Heidegger al respecto. Es verdad que Blanchot se nutre de su amigo Emmanuel Lévinas, pero allí no termina de explicarse la relación entre muerte y literatura que atraviesa la obra de Blanchot de lado a lado.
Nosotros, los que morimos, abandonamos precisamente al mundo y a la muerte. Es la paradoja del momento final. La muerte trabaja con nosotros en el mundo; poder que humaniza a la naturaleza, que eleva el ser a la existencia, está en nosotros, como nuestra parte más humana; sólo es muerte en el mundo, el hombre la conoce sólo porque es hombre, y sólo es hombre porque es la muerte en devenir. Pero morir es romper el mundo; es perder al hombre, aniquilar al ser; por tanto, es también perder la muerte, perder lo que en ella y para mí hacía de ella la muerte. Mientras vivo, soy un hombre mortal, mas, cuando muero, dejando de ser hombre, también dejo de ser mortal, ya no soy capaz de morir y la muerte que se anuncia me causa horror, porque la veo tal cual es: ya no muerte, sino imposibilidad de morir.
Retomando el viejo argumento de Epicuro sobre la cualidad radicalmente distinta del estado de muerte, Blanchot se centra en el momento mismo del pasaje de uno a otro estado, aquel momento final en el que podríamos asistir a nuestra propia muerte y que estaría todo el tiempo dando el sentido de disolución a nuestra vida. Pero la muerte y el habla tendrían una relación particular, que se manifiesta de modo inequívoco en la literatura.
Mi lenguaje sin duda no mata a nadie. Sin embargo: cuando digo “esta mujer”, la muerte real se anuncia y está presente ya en mi lenguaje; mi lenguaje quiere decir que esta persona, que está aquí, ahora, puede ser separada de sí misma, sustraída de su presencia y su existencia y hundida de pronto en una nada de existencia y de presencia; mi lenguaje significa en esencia la posibilidad de esa destrucción; en todo momento es alusión resuelta a ese acontecimiento. Mi lenguaje no mata a nadie. Mas si esta mujer no fuera en realidad capaz de morir, si a cada momento de su vida no estuviera amenazada de muerte, vinculada y unidad a ella por un vínculo de esencia, yo no podría realizar esa negación ideal, ese asesinato diferido que es mi lenguaje.
Por tanto, es precisamente exacto decir: cuando hablo, la muerte habla en mí. Mi palabra es la advertencia de que, en este mismo momento, la muerte anda suelta por el mundo y que, entre yo que hablo y el ser al que interpelo ha surgido bruscamente: está entre nosotros como la distancia que nos separa, pero esta distancia es también lo que nos impide estar separados, pues en ella es condición de todo entendimiento. Sólo la muerte me permite aprehender lo que quiero alcanzar; es en las palabras la única posibilidad de su sentido. Sin la muerte, todo se hundiría en el absurdo y en la nada.
Hasta aquí, algunos fragmentos de La literatura y el derecho a la muerte.
También podemos ver cómo la muerte del prójimo es la posibilidad de apertura a una comunidad, el movimiento fundante de una comunidad de los que no tienen comunidad. La muerte deja de ser aquí lo más propio y el último lugar de autenticidad que nos estaría reservado.
¿Qué es lo que radicalmente me llama a debate? No mi relación conmigo mismo como finito o conciencia de ser en peligro de muerte o para la muerte, sino mi presencia en el prójimo en tanto que éste se ausenta muriendo. Mantenerse presente en la proximidad del prójimo que se aleja definitivamente muriendo, hacerme cargo de la muerte del prójimo como única muerte que me concierne, he ahí lo que me pone fuera de mí y lo que es la única separación que pueda abrirme, en su imposibilidad, a lo Abierto de una comunidad.
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