La obra de Barnett Newman renueva en medio del siglo XX el interés por lo sublime. Durante el romanticismo, en la obra de Caspar Friedrich o en Thomas Cole se llegaba a producir en el espectador el sentimiento de lo sublime mediante pinturas que representaban escenarios naturales imponentes, grandiosos, con figuras humanas empequeñecidas frente a una gran tempestad u oscuras ruinas.
Newman tiene una gran ventaja frente a los artistas románticos, puede hacer pintura abstracta. Ya no tiene que violentar a la naturaleza para mostrarla poderosa, grandiosa, colosal. Kant había llamado la atención sobre la imposibilidad de encontrar lo sublime en la naturaleza, no hay allí infinito que nos sobrepase, se trata de algo que no puede nunca ser representado sino en el modo del 'como si'. Lo que importa es hacer sentir insignificante al espectador, mostrarle su pequeñez; lo sublime no aparece allí donde el que observa no se siente sobrecogido, movilizado, interpelado en su posición de insignificancia.
Es el ahora, el instante, el sucede y no lo que sucede, lo que se presenta como indeterminado, como irrepresentable, poseyendo un poder que nos convoca con esa especie de horror y placer que caracteriza a lo sublime. Estamos cercanos al concepto de Ereignis heideggeriano. Lo que acontece, lo que ocurre, no importa qué, se trata del hecho mismo del acontecer, del suceder. De la indigencia del ahora, suerte de espacio vacío esperando a que suceda algo, y volviendo nuevamente a esperarlo.
Cada instante, todo ahora, una hoja en blanco, un nuevo trazo. He ahí el horror, he ahí la conciencia de un placer movilizante. Vir Heroicus Sublimis.