Creo que una acertada observación de Paul Valéry describe muy bien una parte fundamental del quehacer filosófico. Al menos la que, tradicionalmente, se le asigna a la figura de Sócrates. La actitud de detenerse sobre un concepto para demostrar su fragilidad, el desafío de recorrer todas las formas posibles de definición, para terminar -para continuar, para descubrir que siempre estuvimos parados- en una aporía. Un gran ejemplo de este método socrático es el Hipias Mayor, diálogo en el cual Sócrates toma al vuelo un comentario de Hipias sobre bellas actividades para los jóvenes, para lograr que la belleza se transforme en finalidad de la conversación y no en mero instrumento del discurso. A propósito, si existe un método socrático sólo puede ser el de bailar en el abismo, ¿para qué insistir, me pregunto, con la famosa mayéutica?
Leamos a Valéry:
"Habrán observado el hecho curioso de que tal palabra, que resulta perfectamente clara cuando se la escucha o se la usa en el lenguaje corriente, y que no da lugar a ninguna dificultad cuando es introducida en el tren rápido de una frase ordinaria, desbarata todos los esfuerzos de definición apenas la sacan de circulación para examinarla aparte, y cuando se le busca un sentido tras haberla sustraído de su función momentánea."
Las palabras son también grandes bestias somnolientas -como la Polis- que es preciso sacudir, volver a transformar en enigma. Sigue Paul Valéry:
"Resulta casi cómico preguntarse lo que significa exactamente un término que se utiliza a cada rato con plena satisfacción. Por ejemplo: tomo al vuelo la palabra Tiempo. La palabra era absolutamente límpida, precisa, honesta y fiel en su servicio, mientras cumplía su papel dentro de una proposición y era pronunciada por alguien que quería decir algo. Pero ahora está sola, agarrada de las alas. Y se venga. Nos hacer creer que tiene más sentidos que funciones. No era más que un medio, y ahora se ha convertido en un fin, en el objeto de un espantoso deseo filosófico. Se transforma en enigma, en abismo, en tormento del pensamiento..."
“-Conserva la calma, amigo. Me da miedo pensar qué es lo que realmente estamos diciendo.” le dice Sócrates a su interlocutor. Pues claro, el discurso sofista -al menos en boca de Platón- se place en deslizarse rápidamente por las palabras y no tarda en ofuscarse ante la insistencia de Sócrates, ante su espantoso deseo filosófico.
La fragilidad del concepto es evidente, y cuando la palabra se convierte en finalidad, todo el discurso se resquebraja inevitablemente. Hipias, alarmado amonesta al filósofo: “-Pues, ciertamente, Sócrates, ¿qué crees tú que son todas estas palabras? Son raspaduras y fragmentos de una conversación, como decía hace un rato, partidas en trozos.”
Filosofar es entonces este acto violento de detenerse en el lugar donde debíamos circular, de poner a prueba el puente que parece comunicarnos. Filosofar es divertirnos bailando allí donde se suponía que debíamos simplemente caminar. Volver a abrir la grieta de la significación.
"Cada palabra -sigue Valery-, cada una de las palabras que nos permiten cruzar tan rápidamente el espacio de un pensamiento, y seguir el impulso de la idea que se construye por sí misma su expresión, me parece una de esas tablas livianas que se ponen encima de un pozo, o sobre un grieta de montaña, y que soportan el paso del hombre en movimiento ágil. Pero que pase sin pesar, que pase sin detenerse -y sobre todo, ¡que no se divierta bailando sobre la delgada tabla para comprobar su resistencia!... El puente frágil de inmediato se tambalea o se quiebra, y todo cae en las profundidades. Consultemos nuestra experiencia; y hallaremos que no entendemos a los otros, ni nos entendemos a nosotros mismos, sino gracias a la velocidad de nuestro paso por las palabras. No hay que insistir en ellas, so pena de ver que el discurso más claro se descompone en enigmas, en ilusiones más o menos conscientes."
En palabras del mismo Sócrates: "De mí, según parece, se ha apoderado un extraño destino y voy errando siempre en continua incertidumbre."
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