La existencia de cada ser reclama lo otro o una pluralidad de otros, pero no para ser reconocido, no para ser homologado como lo mismo por el otro, sino para ser impugnado. Dice Maurice Blanchot en La comunidad inconfesable: “va, para existir, hacia lo otro que lo impugna y a veces lo niega, con el fin de que no comience a ser sino en esa privación que lo hace consciente (éste es el origen de su conciencia) de la imposibilidad de ser él mismo”.
En tanto el principio de incompletud solicita al otro, la comunidad es requerida, pero en cuanto ese requerimiento espera la impugnación, la negación, la comunidad que resulte del encuentro con el otro sólo se podrá dar como esa comunidad negativa que corresponde a los que no tienen comunidad. Así instaurada, la comunidad está predestinada a su pronta disolución, porque la comunidad siempre está fundada en esta entrega ilimitada que instaura una de las especies de la ausencia en el corazón mismo de la comunidad.
Marguerite Duras tiene -posee, dominus- un pequeño relato llamado La maladie de la mort (El mal de la muerte), al que Blanchot califica "en sí mismo insuficiente, lo que quiere decir perfecto, lo que quiere decir sin salida". ¿De qué otra manera describir la huella del abandono en el cuerpo, previa aún al encuentro con ese cuerpo? Él padece la muerte. Sí. Ella sin embargo no es hembra, sino su nombre. El de él. La muerte. La fragilidad de su cuerpo, su cuerpo dormido a merced del mar nocturno. (Él ha pagado por ese cuerpo, por todas las noches de ese cuerpo en sus sábanas).
El pacto solicita que ella un día ya no vuelva. Que no haya estado nunca. Que ahogue su gozo. Para Blanchot se trata de la "comunidad de una prisión, organizada por uno, consentida por otro, donde lo que está en juego es efectivamente la tentativa de amar -pero para Nada, tentativa que no tiene finalmente otro objeto que esa nada que los anima sin saberlo ellos y que no los expone a nada distinto que a tocarse vanamente."
Ella pregunta: ¿No ha querido nunca a una mujer? Usted dice que no, nunca.
Ella pregunta: ¿No ha deseado nunca a una mujer? Usted dice que no, nunca.
Ella pregunta: ¿Ni una sola vez, ni un instante? Usted dice que no, nunca.
Ella dice: ¿Nunca? ¿Nunca? Usted repite: Nunca.
Ella sonríe, dice: Es raro un muerto.
Y vuelve a empezar: ¿Y mirar a una mujer, no ha mirado nunca a una mujer? Usted dice que no, nunca.
Ella pregunta: ¿Usted que mira? Usted dice: Todo lo demás.
Ella se despereza, se calla. Sonríe, vuelve a dormirse.
Usted la mira.
Es muy delgada, grácil casi, sus piernas son de una belleza de la que no participa el cuerpo. No entroncan realmente con el resto del cuerpo.
Usted le dice: Usted debe de ser muy hermosa.
Ella dice: Estoy aquí, mire, estoy ante usted.
Usted dice: No veo nada.
Ella dice: Procure ver, está incluido en el precio que ha pagado.
Toma el cuerpo, mira sus diferentes espacios, le da la vuelta, le da otra vez la vuelta, lo mira, lo mira otra vez.
Renuncia.
Renuncia. Deja de tocar el cuerpo.
Hasta esa noche usted no había entendido cómo se podía ignorar lo que ven los ojos, lo que tocan las manos, lo que toca el cuerpo. Descubre esa ignorancia.
Usted dice: No veo nada.
Ella no responde.
Duerme.
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