El último punto de la biografía del hambre de Amélie Nothomb que me gustaría tocar, es el de la ley y el desorden. Siempre se llama a la bulimia y la anorexia “desórdenes alimenticios”, pero quizás lo que hay muchas veces, al contrario, es un exceso de orden de cierto tipo. En el caso de Amélie, la adolescencia se presenta como una deformación intolerable: “En un año crecí doce centímetros. Me salieron pechos, grotescos en su pequeñez, pero ya eran demasiado para mí: intenté quemarlos con un mechero como las amazonas incendiaban uno de sus senos para usar mejor el arco; sólo conseguí hacerme daño… …Era inmensa y fea, llevaba un corrector dental.” Asociado a estos cambios aparece un nuevo objeto de deseo. “Allí me ocurrió una terrible desgracia: un joven inglés de quince años, delgado y delicado, se lanzó al agua ante mis ojos, y sentí que algo se desgarraba dentro de mí. Horror: deseaba a un chico. Sólo me faltaba eso. Mi cuerpo me había traicionado.” La respuesta no tardaría en llegar, ante lo que se presenta caótico, la ley intenta encauzarlo. “En Bangladesh, me habían enseñado que el hambre era un dolor que desaparecía muy deprisa: uno sufría sus efectos sin sufrir más dolor. Valiéndome de esta información, creé la Ley: el 5 de enero de 1981, día de Santa Amélie, dejaría de comer. Aquella pérdida de mí misma iba acompañada de una suspensión: la Ley también estipulaba que a partir de aquel día no olvidaría ninguna de las emociones de mi vida.” El concepto de dieta es el ordenador de las comidas. Estamos acostumbrados a pensarlo como un modo de adelgazar, pero básicamente es un modo de regular los aspectos de la nutrición y el hambre. En este caso asistimos a la conformación del hábito de no comer para luego no sentir hambre. Para reponer sobre el cuerpo deforme, el anhelado cuerpo de niña. La ley siempre dice no, obtura posibilidades. Esta vez por un exceso y un defecto simultáneos que cumplen un mismo sentido: la suspensión de la pérdida.
“Después de dos meses de dolor, se produjo finalmente el milagro: el hambre desapareció, dando paso a una alegría torrencial. Había matado mi cuerpo. Lo viví como una victoria asombrosa. Juliette se volvió delgada y yo esquelética. La anorexia fue una bendición para mí: la voz interior, subalimentada, se había callado; mi pecho volvía a ser plano a las mil maravillas; ya no sentía ni una pizca de deseo por el joven inglés; a decir verdad, ya no sentía nada. Aquel modo de vida jansenista –nada en todas las comidas del cuerpo y del alma- me mantenía en una era glacial en la que los sentimientos ya no crecían. Fue un respiro: había dejado de odiarme a mí misma.” El cuerpo de la mujer es especialmente propenso a este tipo de movimientos. Y no debemos caer en el simplismo de pensarlo solamente como una consecuencia del contexto cultural, del ideal de belleza de las modelos esqueléticas. Hay en eso verdad, pero a medias. El cuerpo femenino es principio de vida, es cuerpo que nutre, que se deforma para poder albergar a otro. La ley que prohíbe alimentarse, niega también la posibilidad del deseo, de la llegada de la vida, allana el camino a la muerte. “A los quince años, con un metro setenta de estatura, pesaba treinta y dos kilos. Mi pelo se caía a puñados. Me encerraba en el cuarto de baño para contemplar mi desnudez: era un cadáver. Aquello me fascinaba.” La privación autoimpuesta es también una forma del autoerotismo que reporta toda alimentación.
En las filosofías materialistas, si existe algo así como un alma, está indisolublemente ligada al cuerpo, de tal forma que negando a éste no llegamos a tener un acceso mayor a la primera. “Quienes hablan de la riqueza espiritual de los ascetas merecerían sufrir de anorexia. No hay mejor escuela de materialismo puro y duro que el ayuno prolongado. Más allá de determinado límite, lo que entendemos por alma se marchita hasta desaparecer… …Sería un error ver en la anorexia una inteligencia propia. Sería bueno que esa evidencia fuera finalmente asumida: la ascesis no enriquece el espíritu. Las privaciones carecen de virtud.”
La pregunta que surge y que queda rondando es entonces ¿por qué privarse? ¿Por qué ejercer este empobrecimiento planificado del espíritu donde antes había hambre continua de mundo? ¿Para qué imponer estas reglas al cuerpo que parece ser fuente inacabable de placeres? Quizás el Infierno sea temer a la voluptuosidad de aquel cuerpo, que en la adolescencia deviene monstruoso para multiplicar al infinito sus posibilidades de goce y sufrimiento. Y nos deja entrever que lo más propio, es lo que en el momento menos pensado puede hacer presa de nosotros.
“Horror: deseaba a un chico. Sólo me faltaba eso. Mi cuerpo me había traicionado.”
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