viernes, 26 de abril de 2013

LA AGONÍA DE DIOS

"¿Cuánta verdad soporta, cuánta verdad osa un espíritu?, esto se fue convirtiendo cada vez más, para mí, en la auténtica unidad de medida."

Esta pregunta puede servir como guía para comprender la tensión que atraviesa Humano, demasiado humano, uno de los libros más importantes de Friedrich Nietzsche. No radica su importancia en que allí estén expuestos sus conceptos filosóficos más ricos, sino en que desde esa obra, encara un giro personal y una reacción ante su anterior etapa romántica, a la vez que ensaya un nuevo estilo aforístico y comienza a experimentar con su investigación genealógica.

Pero volvamos a la primera pregunta. ¿Cuánta verdad soporta, cuánta verdad osa un espíritu? ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a renunciar a las verdades que nos sostenían y a indagar en la posibilidad de que no estemos parados más que en errores? ¿En qué medida podemos y debemos poner en crisis tradiciones, costumbres y formas de entender el mundo y vivir en él? ¿Qué nos espera si en lugar de recibir pasivamente la herencia de generaciones pasadas, la sometemos a análisis, la diseccionamos, la investigamos? 

Nietzsche ya sabía lo que era romper con la propia tradición. Primero rompió con la tradición familiar y se negó a ser pastor como su padre y su abuelo, renunció a los estudios teológicos para dedicarse a la filología. Pero tampoco se acomodó, como bien sabemos, a su puesto de filólogo exitoso, más pronto que tarde rechazó y fue rechazado por la comunidad filológica, en la época en la que sentía que estaba "pariendo centauros" de la mano de sus admirados Schopenhauer y Wagner. Y nuevamente, alrededor de 1887 y después de haber publicado sus cuatro Consideraciones intempestivas, Nietzsche vuelve a poner en crisis el saber adquirido, no solamente respecto a los contenidos de tal saber (afirmación de la necesidad del renacimiento de la cultura trágica a través de la música de Wagner), sino sobre todo respecto a sus formas y sus métodos.

"Humano, demasiado humano es el monumento de una crisis. Dice de sí mismo que es un libro para espíritus libres: casi cada una de sus frases expresa una victoria - con él me liberé de lo que no pertenecía a mi naturaleza." 


En la primera sección del libro, titulada "De las cosas primeras y últimas", Nietzsche efectúa lo que más adelante va a tomar cuerpo como el "asesinato de Dios": un ataque frontal a la metafísica y a los idealismos filosóficos que la sustentan. Sus armas: un nuevo método histórico que pueda dar cuenta del devenir, inspirado en el paciente y metódico espíritu científico.


Los filósofos creen que “el hombre” tiene una esencia eterna, pero la definen analizando al hombre actual. “El pecado original de todos los filósofos es la falta de sentido histórico.” Entonces se cree por ejemplo que la racionalidad forma parte de la esencia humana y que el mundo está orientado teleológicamente hacia el hombre como ser racional. Ante eso hay que imponer la modestia (la ausencia de teleología y la crudeza de los hechos) de la filosofía histórica y mostrar cómo el hombre ha devenido y cómo llegó a ser lo que es. El devenir del mundo no es teleológico, de hecho no reviste ninguna lógica a priori, sino que se alimentó de los errores y necesidades de los hombres, de sus pretensiones morales y religiosas, de sus temores. 

"Es verdad que podría haber un mundo metafísico; su posibilidad absoluta difícilmente pueda combatirse. Consideramos todas las cosas con la cabeza humana y no podemos cortar esta cabeza; sigue sin embargo en pie la pregunta de qué quedaría del mundo si se la seccionase."

Esto nos trae a la memoria tanto el idealismo trascendental kantiano (cuya influencia en esta época de Nietzsche es importante), como el antiguo argumento de Epicuro respecto a los dioses: no nos importan, no tenemos acceso a ellos, no se meten con nuestra vida. Y no sólo Epicuro es descriptivo, hay una prescripción: que no se metan con nuestra vida y con nuestro placer y nuestro cuerpo.



Comienza entonces la agonía de Dios, el mundo metafísico se tambalea y la pregunta de Nietzsche es si estamos preparados para ese cimbronazo tan grande, que no va a dejar ningún aspecto de nuestras vidas incólume, sobre todo tiene consecuencias prácticas muy grandes, porque el principio de identidad y la afirmación del libre albedrío humano, se quiebran bajo los argumentos nietzscheanos.

"Un grado ciertamente muy elevado de cultura se alcanza cuando el hombre supera conceptos y temores supersticiosos y religiosos y deja por ejemplo de creer en los angelitos o en el pecado original, habiéndose también desentendido de la salvación de las almas: si está en esta fase de la liberación, aún tiene también que triunfar de la metafísica con supremo esfuerzo de recapacitación. Pero entonces es necesario un movimiento regresivo: en tales representaciones debe comprender la justificación histórica y también la psicológica, debe reconocer cómo el mayor avance de la humanidad procede de ahí y cómo sin tal movimiento regresivo nos privaríamos de los mejores frutos de la humanidad hasta la fecha."

No se trata simplemente de un rescate y una valorización de las "ficciones útiles" que ha creado el hombre y que le permitieron desarrollar una cultura rica y una vida compleja en significación. También está indicando Nietzsche el camino a seguir en la investigación histórica y psicológica, el modo de indagar en el devenir que no debe simplemente negar el pasado como "supersticioso", sino comprender cómo ese devenir se fue gestado y cuáles fueron sus dinámicas humanas, demasiado humanas.

sábado, 20 de abril de 2013

LA IMPOSIBILIDAD DE MORIR

A nadie pasará inadvertido cuán original es el tratamiento de la muerte en Maurice Blanchot y cuántos son los desafíos que plantea a la obra de Heidegger al respecto. Es verdad que Blanchot se nutre de su amigo Emmanuel Lévinas, pero allí no termina de explicarse la relación entre muerte y literatura que atraviesa la obra de Blanchot de lado a lado.


Nosotros, los que morimos, abandonamos precisamente al mundo y a la muerte. Es la paradoja del momento final. La muerte trabaja con nosotros en el mundo; poder que humaniza a la naturaleza, que eleva el ser a la existencia, está en nosotros, como nuestra parte más humana; sólo es muerte en el mundo, el hombre la conoce sólo porque es hombre, y sólo es hombre porque es la muerte en devenir. Pero morir es romper el mundo; es perder al hombre, aniquilar al ser; por tanto, es también perder la muerte, perder lo que en ella y para mí hacía de ella la muerte. Mientras vivo, soy un hombre mortal, mas, cuando muero, dejando de ser hombre, también dejo de ser mortal, ya no soy capaz de morir y la muerte que se anuncia me causa horror, porque la veo tal cual es: ya no muerte, sino imposibilidad de morir.

Retomando el viejo argumento de Epicuro sobre la cualidad radicalmente distinta del estado de muerte, Blanchot se centra en el momento mismo del pasaje de uno a otro estado, aquel momento final en el que podríamos asistir a nuestra propia muerte y que estaría todo el tiempo dando el sentido de disolución a nuestra vida. Pero la muerte y el habla tendrían una relación particular, que se manifiesta de modo inequívoco en la literatura.

Mi lenguaje sin duda no mata a nadie. Sin embargo: cuando digo “esta mujer”, la muerte real se anuncia y está presente ya en mi lenguaje; mi lenguaje quiere decir que esta persona, que está aquí, ahora, puede ser separada de sí misma, sustraída de su presencia y su existencia y hundida de pronto en una nada de existencia y de presencia; mi lenguaje significa en esencia la posibilidad de esa destrucción; en todo momento es alusión resuelta a ese acontecimiento. Mi lenguaje no mata a nadie. Mas si esta mujer no fuera en realidad capaz de morir, si a cada momento de su vida no estuviera amenazada de muerte, vinculada y unidad a ella por un vínculo de esencia, yo no podría realizar esa negación ideal, ese asesinato diferido que es mi lenguaje.

Por tanto, es precisamente exacto decir: cuando hablo, la muerte habla en mí. Mi palabra es la advertencia de que, en este mismo momento, la muerte anda suelta por el mundo y que, entre yo que hablo y el ser al que interpelo ha surgido bruscamente: está entre nosotros como la distancia que nos separa, pero esta distancia es también lo que nos impide estar separados, pues en ella es condición de todo entendimiento. Sólo la muerte me permite aprehender lo que quiero alcanzar; es en las palabras la única posibilidad de su sentido. Sin la muerte, todo se hundiría en el absurdo y en la nada. 

Hasta aquí, algunos fragmentos de La literatura y el derecho a la muerte.


También podemos ver cómo la muerte del prójimo es la posibilidad de apertura a una comunidad, el movimiento fundante de una comunidad de los que no tienen comunidad. La muerte deja de ser aquí lo más propio y el último lugar de autenticidad que nos estaría reservado.

¿Qué es lo que radicalmente me llama a debate? No mi relación conmigo mismo como finito o conciencia de ser en peligro de muerte o para la muerte, sino mi presencia en el prójimo en tanto que éste se ausenta muriendo. Mantenerse presente en la proximidad del prójimo que se aleja definitivamente muriendo, hacerme cargo de la muerte del prójimo como única muerte que me concierne, he ahí lo que me pone fuera de mí y lo que es la única separación que pueda abrirme, en su imposibilidad, a lo Abierto de una comunidad.